Desde que era pequeño, su afición por encontrar solución a magnitudes y conceptos imponderables le acarreó problemas: su madre, católica irredimible, le dejó sin cenar la noche aquella en que él alegó la inexistencia de un dios omnipotente, ya que no podría crear algo tan pesado que no lo pudiese levantar.
Ahora estaba dedicado a averiguar el valor exacto de “pi”.
El viejo abarrotero, don Chucho, lo había corrido al descubrirlo colocando, amontonado, semillas de ajonjolí sobre los mosaicos de la bodega… Pero él sólo intentaba resolver el viejo problema del trigo duplicado en cada casilla del tablero del ajedrez. Meses después encontró la cifra (18 446 073 709 551 615) calculándola matemáticamente. *Ahora estaba dedicado a averiguar el valor exacto de “pi” . *No le preocupaba el tiempo, pues había llegado a la conclusión de su inexistencia, ya que lo pasado (siglos, décadas, años, meses, horas o segundos) no existe y lo futuro (minutos, días, semestres o milenios) todavía no existe y cada nueva unidad resultante de subdividir el momento presente, puede fragmentarse en otro hoy, otro ayer y otro mañana.
Ahora estaba dedicado a averiguar el valor exacto de “pi”.
No pensaba llegar al infinito, porque está convencido de estar en él: cualquier punto es el infinito al ser inalcanzable desde otros puntos muy lejanos.
Ahora estaba dedicado a averiguar el valor exacto de “pi”.
De la escuela tuvo que salirse porque maestros y condiscípulos le hostilizaban o se mofaban de él al no comprender su “distracción”. No sabían que pensaba en la convergencia de las paralelas, en el origen de la materia y la energía y su paternidad recíproca, en la existencia de la antimateria, en…
Ahora estaba dedicado a averiguar el valor exacto de “pi”. Si el diámetro cabe tres veces y fracción en la circunferencia, la fracción podría hacerse cada vez más aproximada, hasta que se alcanzase un cociente exacto.
Hacía semanas que había llegado a la cifra de 3.141592653589792347441534376233325737865412174 y aún continuaba dividiendo; el fragmento sobrante de circunferencia era más pequeño cada vez, inconcebiblemente pequeño, tanto que se fue convirtiendo en punto, un punto que empezó a crecer por dentro y a volverse una circunferencia nuevecita, adolescente, tan conspicua que se iba semejando paulatinamente al cero, un cero que (con tantas divisiones) perdió el equilibrio y cayó hacia el lado de las cantidades negativas y comenzó a correr por ellas de los menos mil billonésimos a los menos millonésimos, de ahí a los menos milésimos, a los menos centésimos, a los menos décimos y —por fin— a los menos tres enteros. Sin sentirlo entró también al mundo de la antimateria y —aterrorizado— quiso regresar, pero infructuosamente.
Nadie escucha sus gritos. Su mujer comenta tristemente a una vecina: —Se había vuelto muy raro, creo que loco… No sé a qué hora se iría ¡pero hace dos meses! Sólo dejó eso en la mesa.
Y señaló unas hojas llenas de números, en la última de las cuales apenas se notaba la huella tenue de un punto expansivo que, convirtiéndose en circunferencia, creció tanto, tanto, que se diluyó en el infinito.
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