Mi compañero de cuarto tiene hábitos extraños. Con las primeras luces de la mañana, se levanta gruñendo a cerrar las persianas. Adora la oscuridad y el silencio de las noches, para sentarse a observar, emocionado, las estrellas fugaces. Prefiere esconderse en el armario cuando recibo visitas (no sé si lo hace por cortesía, por retraimiento o porque teme que el invitado sea alguno de esos sujetos que, según me cuenta, lo buscan para atraparlo). Conozco el riesgo, pero protejo su secreto de manera cómplice. Desde aquella noche tormentosa en que se instaló en mi casa, se convirtió en mi mejor compañía, en un compinche fuera de serie. Lo atiendo y lo alimento como a un bebé indefenso, y por las tardes le preparo un baño de inmersión, para que juegue, por un largo rato, con la esponja jabonosa entre sus tentáculos.
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