Estoy sentado en la playa. Desde mi toalla observo a una pareja joven que lleva largo rato sin cruzar una palabra. Él mira el mar sin ver nada, ella cambia de posición para que el sol broncee su cuerpo de forma uniforme y de vez en cuando se incorpora y consulta su móvil, bebe agua o se aplica crema bronceadora. Pero nunca lo mira a él.
Él sigue mirando fijamente el mar.
Están a kilómetros de distancia el uno del otro. Ya no hay más que decir, solo queda esperar a que suba la marea y los lleve adonde tenga que llevarlos. Me pregunto cómo se puede llegar a esa situación. Cobardes. Prefieren el silencio a decir algo que desencadene la temida conversación de despedida. El último y largo abrazo de cariño sincero y pasión muerta, el “espero que seas feliz, de corazón”, el llanto de la derrota, de no haber sabido amarse a perpetuidad. El maldito beso de despedida, que concentra más pasión que el último año entero y que arroja una traidora chispa de esperanza que se apaga una milésima de segundo después de despegar los labios.
Y tras el beso, la desaparición. Los meses de no saber nada el uno del otro, de darse por muertos, de vivir en la mentira de un mundo que ya no es binario. De enterarse por amigos o conocidos de cómo está el otro sin el uno, pero sin entrar en detalles, no jodamos. Y a continuación la inevitable reaparición, el remover de brasas que intenta avivar por última vez un fuego muerto, que intenta cocinar una presa que hace tiempo que se pudrió y dejó de ser comestible por mucho hambre que se tenga.
Todo eso lo pienso desde mi toalla, sin poder rescatarles de las redes que ellos mismos han tejido, mirándolos con cierta pena, mientras observo cómo se hunden en el mar, desaparecen y mueren. Veo sus restos inertes regresar a la playa empujados por las olas. Un niño grita: “¡Mamá, mamá, mira, hay muertos en la orilla!”.
Decido dejar de mirar el proceso de descomposición; me entristece y estoy de vacaciones. Busco por la playa escenas más alegres. Reparo en que otra pareja me observa, me da la impresión de que llevan bastante tiempo haciéndolo. Cuando los miro, ellos bajan la vista y vuelven a sus risas y a sus secretos al oído.
Son felices.
De repente una mano roza mi pierna y reparo en la presecia de mi mujer a mi lado, en la otra mitad de la enorme toalla familiar que hemos comprado hace unas horas. No nos hemos dicho una palabra. El niño que antes señalaba los restos de aquella pareja ahora nos señala a nosotros. El terror me asola. Quizá sea demasiado tarde, pero corro a dar un beso a la mujer que amo esperando que no nos alcance la marea.
Mikel Izal: Los seres que me llenan, 2016.
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