domingo, 7 de agosto de 2016

Punto de vista. Gustavo Gabriel Ferro.

Si puedes mantener clara tu cabeza 
cuando todos los demás la pierden, 
tal vez es que has malinterpretado la situación. 
Kipling y Anón

Es cierto que el humo era terrible y no dejaba ver nada. Se colaba por debajo de las puertas, por las ventanas, por todos lados. El edificio entero estaba dentro de otro edificio de humo. Por las ventanas del cuarto y del séptimo piso asomaban enormes rulos rubios. La calle era un infierno. Cientos de personitas corrían, gritaban y trataban de hacer alguna cosa. Visto desde acá arriba era un espectáculo hermoso. Un caos total. Me alejé de la ventana y me senté en un sillón. En el pasillo se oían corridas y voces desesperadas de personas que llamaban a otras personas. Me asomé a ver. Un señor gordo pasó tosiendo y llorando, no sé si por el humo, o de pánico. La gente, en su huida, dejaba abierta la puerta de los departamentos. Entré en el tercero D. Enseguida me gustó. Lo más lindo del lugar era la alfombra. Alta, mullida. Me dieron ganas de revolearme. Me entretuve con un mueble grande, de roble, revisando los cajones, desplegando manteles y descubriendo cosas olvidadas. En el dormitorio, me subí a la cama y me quedé un rato antes de decidirme a ver lo que había en los armarios. Cuando me cansé de jugar con los vestidos, los trajes y los zapatos, volví a salir al pasillo. Subí unos pisos por la escalera y me metí en otro departamento. Avancé un poco y vi a una chica, joven y hermosa, que traía a alguien de la mano. Me miró sorprendida, con los ojos muy abiertos, y dio un paso hacia atrás, como asustada. 

-No podemos salir. No podemos salir -repitió-. Estamos atrapados. 
-¿Por qué habría de preocuparme? -le dije-, yo soy el fuego. -Y estiré una mano hacia la biblioteca.

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