La puerta del ascensor se abrió como por ochentava vez. Estaba mirándome el dedo chiquito. Lo tenía rojo porque se me resbaló una maleta de la mano esa mañana. Ella parecía una bailarina de ballet. Lo que más me atrajo fue su cuello. Tenía el mentón pegado al pecho y su nuca sobresalía sobre todas las cosas del mundo. Justo después del tin que suena cuando llega el ascensor, oí cómo tomaba aire casi en un suspiro, levantaba la cabeza, se reincorporaba y salía. Quise creer que venía hacia mí con su pelo mojado en una moña y la cara recién lavada. Nunca supe si era huésped del hotel, pero en todo caso no se había registrado durante mi turno. Olvidé mi dedo meñique y me la grabé toda en la cabeza, por si salía muy rápido y no volvía a verla. Tenía un pantalón de sudadera delgadito y un saco gris de capucha.
Era cierto que venía hacia mí. Cuando estuvo cerca noté que tenía los ojos encharcados. Sus lágrimas se resistían a salir y seguro no podía enfocar bien, porque parecían una piscina a punto de desbordarse. Entonces tuvo que pedirme que le consiguiera un taxi y su voz, una voz honda y grave, se quebró de tristeza. Nunca he sentido que alguien me necesitara tanto. Fue a tumbarse en un sofá del lobby, muy cerca de donde yo llamaba el taxi. Sus lágrimas empezaron a salir en un silencio mustio que no fui capaz de romper. Habría podido preguntarle si estaba bien, pero hacerle esa pregunta a alguien tan triste era francamente tonto. Lo que necesitaba de mí era un taxi, nada más. Empecé a dar los datos y entonces me preguntaron que a nombre de quién el servicio. Tapé el auricular con una mano y le pregunté con mucha prudencia: «Su nombre, señorita». Ella miraba hacia ninguna parte y no se dio cuenta de que le hablaba. Seguía llorando, sin gemir, sin moverse, casi sin parpadear. Ni siquiera se limpiaba las lágrimas, solo las dejaba caer y de vez en cuando se chupaba los pómulos como haciendo un puchero muy sutil. Me pareció inútil volver a preguntar, así que le inventé un nombre a la operadora. Luego me acerqué y le dije que en cinco minutos llegaba el servicio. Ella salió de su ensimismamiento por un segundo y me dijo gracias como si le hubiera salvado la vida.
Pasó una eternidad mientras llegaba el taxi. Era tan hermosa y lloraba tanto que no podía quitarle los ojos de encima, así que la miraba de reojo para que no se sintiera observada. Alcancé a imaginarme todas las historias posibles, pero ninguna encajaba en su tristeza. Si la hubiera dejado un amante —pensaba— no lloraría sin taparse la cara, las mujeres tienen una dignidad de hierro. Si le hubieran avisado de que alguien había muerto, estaría desesperada. Si le doliera algo, su cara se contorsionaría, pero tampoco.
De repente supe que no necesitaba saber qué le pasaba para acompañarla en su dolor. Lo que había surgido como un morbo del más ramplón iba convirtiéndose poco a poco en una solidaridad sin condiciones. Me hubiera gustado acercarme, sentarme a su lado y consentirle el pelo empapado. A lo mejor cogerle una mano y llevar su cabeza a mi pecho para luego decirle que todo iba a estar bien. Pero me encontraba ahí, paralizado ante su llanto, queriendo callar a gritos al pianista del bar, que tocaba cualquier cursilería desagradable que ella no merecía, y sabía perfectamente que nada iba a estar bien para ella esa noche.
Cuando el taxi llegó le avisé con una mueca. Ella se paró del sofá y, antes de desaparecer para siempre en el Chevrolet amarillo que la esperaba en la puerta, volvió a decirme gracias desde el fondo de su corazón, con la voz aún más quebrada y ronca. Nunca nadie me había necesitado tanto.
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