Era una mujer rubia, de unos cuarenta años, probablemente alemana. Se llamaba Gertrudis. Lo que decía era esto:
—A mí me han comido siete veces los dragones, pero siempre me tuvieron que vomitar.
—¡Ah! —dijo el periodista cortésmente, cerrando su libreta de apuntes—. ¿Y por qué, señora?
El estudiante de medicina que acompañaba al periodista sonrió al oír la palabra señora.
—Porque soy una diosa —dijo la señora Gertrudis.
—Una diosa —dijo el periodista.
—Sí. Fíjese —confió la señora Gertrudis señalando con el brazo a su alrededor, en un movimiento muy delicado—. Por mí caen todas las hojas del otoño. Miren cómo caen.
El periodista miró. El patio del manicomio estaba lleno de árboles, y de los árboles caían millares de hojas secas. Detrás de los muros había otros árboles y de ellos también caían las hojas, en una silenciosa, interminable, inundación. El periodista vio que caían por todas partes al mismo tiempo, acaso en todo el mundo, y se preguntó cómo iba a hacer para dar esa noticia.
Dijo:
—Por favor, señora, baje el brazo.
La señora Gertrudis, con pena, bajó el brazo. El aire se volvió otra vez limpio y puro, y el periodista se alegró de no tener que pasar una noticia tan extraña.
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