En cuanto supe que mi padre había llevado en sus últimos treinta años una doble vida, sucumbí a la curiosidad y averigüé el nombre de su otra mujer y la dirección de su otro hogar. Llamé a la puerta con una excusa cualquiera –una inspección de la compañía de seguros, o algo así-, y una mujer alta y equina me invitó a entrar. Entonces no pude dar crédito a lo que veía: el interior de aquel hogar era una réplica del que habíamos compartido mi padre, mi madre y yo; los mismos muebles, los mismos sillones con el mismo tapizado distribuidos exactamente igual, y hasta los mismos cuadros, los mismos platos de porcelana y las mismas esculturas de yeso.
De vuelta a casa, esa misma noche me dediqué con malévolo placer a desordenar y revolver las cosas en los estantes. Mi madre seguía perpleja mis movimientos, pero no le dije nada de mi visita a la casa y cenamos en silencio.
De pronto recordé que la vez que, siendo un niño, rompí el jarrón chino que flanqueaba el diván, el enojo de mi padre al saber del accidente me había parecido desproporcionado. Ahora podía entenderlo. Podía incluso imaginarlo al día siguiente, destruyendo a conciencia el jarrón igual, sólo para conservar la simetría con su otro hogar.
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