El trapecista niño saltó desde el primer trapecio,
dio una voltereta en el aire, llegó al segundo trapecio, dio dos volteretas en
el aire, volvió a saltar y a volteretear y a saltar por tercera vez... y así
sucesivamente, y llegó al enésimo trapecio, desde el cual saludó a los
espectadores que allá abajo circundaban la pista del circo y que estaban
aterrados porque con sus potentes anteojos y telescopios veían que el circense
atleta era ya un hombre que peinaba canas, que usaba dentadura postiza y le
temblaban las corvas y sonreía fatigadamente,
pero
entonces el trapecista reemprendió el número al revés, de enésimo a primer trapecio, y cuando llegó a éste era nuevamente un niño, pero aún más niño: un nene de sonrosados cachetes que se orinó desde allá arriba, mojando a unos cuantos espectadores que no lo tomaron a mal, sino que, al contrario, aplaudían con aún mayor entusiasmo, y él allá en sus alturas, entre su aérea selva de trapecios, sonreía y decía agogó, agogó, agogó, contento de haberse ganado el gran plato de natillas que su mamá, la domadora de elefantes, le daría en premio de su hazaña.
No hay comentarios:
Publicar un comentario