miércoles, 23 de enero de 2019

La chica de la glorieta. Ignacio Aldecoa.


La Glorieta, en la calma noche estival de la ciudad, era una luciérnaga de luz clorofílica. Los guiones de neón de las grandes avenidas y el punteado de faroles de las calles menores, recortaban en líneas y garabatos lo oscuro. La Glorieta, engarzada por altas casas de fachadas escenográficamente palidecidas y chorreadas de sombras, expandía un brillo apagado y distante en el nocturno urbano.

En la Glorieta, las lamparillas de los taxis de la parada, el resplandor de las farolas de gas en las hojas de las acacias, la hierba del jardín -recién regado, esmeraldino- en torno de la estatua de limón -cuatro pequeños reflectores iluminándola-, verdeaban el oscuro de su imperfecto círculo. La terraza del café estaba vacía. El cielo, raso, planisférico, caía sobre la Glorieta. A veces pasaba un coche arrastrando su cola de viento presuroso. Eran más de las dos de la madrugada. El sereno disponía su centinela entre la terraza y la esquina, llevándose una silla del café. La cerillera dormitaba al costado de la ciudad paralizada, y los taxistas, ya cansados de hablar entre ellos, ya en un desfalleciente aburrimiento, esperaban recogidos en sus vehículos. Dos paseantes -rumor y pereza y sombras- buscaban el sueño dando vueltas al ruedo.

El agua de seltz pilpileaba en el metal caliente. El muchacho del mostrador frotó con una gamuza la armadura vaporeante de la cafetera. Volvió a disparar el sifón y se afanó en abrillantar la máquina. El dueño hacía arqueo en la caja registradora, y los dos camareros del último turno contaban las fichas de las consumiciones sentados a una mesa.

-Un cafelito, niño -dijo la chica.

-Va enseguida.

-¿Los bollos son de la tarde o de la mañana?

-De la mañana.

-¿A la tarde no traéis?

-Nunca hemos traído.

-Anda, date prisa.

La chica sacó un paquete de cigarrillos de su gran bolso de plástico.

-Candela, niño.

El muchacho dejó la caja de cerillas encima del mostrador y siguió frotando la cafetera. Luego preparó el café.

-Pon otro terrón, que está fatal.

-¿Amargo?

-Achicoria.

-El sabor del anís…

-¿Anís, yo…? -frunció los labios desdeñosamente-. A mí, la bebida, nada… ¡Cuándo he bebido yo! ¿Me has visto tú…? Tienen que suceder muchas cosas para que yo tome licores…

-Vayan cerrando -ordenó el dueño.

-…La Navidad pasada, a la Paquita y a mí, un señor nos regaló unas botellas… Ni por decir que lo había probado… A mí, la bebida, nada… La Paquita las liquidó con su novio… Lo que es yo… Ni el comer, fíjate… Menos que un gato… Aunque, eso sí, nunca me falta un bistec para almorzar y mi jamón para la noche… Aunque lo mismo me da: con una ensalada o un gazpacho estoy servida… Yo lo que necesito -dijo cargando de énfasis las palabras- es dinerito, niño; dinerito para mi hija y para mí, y que se hunda el mundo o le caiga una bomba de esas en la misma moña… A mí… mucho de esto…

-Tres cincuenta al duro -dijo el muchacho haciendo sonar las monedas de la chica.

La chica salió del café penduleando el bolso. Tiró el cigarrillo. Un taxista metaforizó una procacidad y la chica le dio el pase de hombro, añadiendo a media voz:

-Tu madre, guapín.

Al pasar junto al sereno, saludó:

-Hola, Vicente.

-¡Qué hay! -dijo el sereno con hosquedad.

-Nada, hijo, esto es una tumba.

-A dormir.

-Para lo que hay que hacer.

-Veranea.

-Las ganas.

El café quedó a oscuras. La chica siguió caminando. Con la mano izquierda se estiró la blusa y la falda, casi acariciándose. Tarareó una cancioncilla.

-Ya es hora, abuela -dijo a la cerillera.

-Hola, Angelita.

-Está usted dormida… Aquí no hay nada que hacer. Váyase a la cama.

-Eso debía.

-Déme un paquete y una caja de cerillas.

-Tengo emboquillado.

-No.

-Como ayer preguntaste…

-Está muy caro. Cuando baje.

-Bajar, sí, sí…

-No sé dónde se puede estar peor, si en la cama o en la calle, porque hoy en mi cuarto…

-Pues en mi casa… ¡Un horno! Es que las casas viejas en verano, ya se sabe. Yo hasta que empieza a amanecer no me muevo de aquí. Luego con la fresca me voy para casa y duermo hasta el mediodía hecha una Pepa.

-¿Cuánto paga usted de alquiler?

-¿Por mi cuarto? Hija, llevo viviendo en él desde la guerra con decirte eso… Lo único malo es que está muy lejos de aquí. Pero, ¿quién se muda…? Antes todo era fácil, te cambiabas cuando querías… Eran otros tiempos.

-Si os habéis venido la población completa, criatura…

-En mi pueblo fíjese cómo andará todo que sobran casas.

-Aquello ni para el peor enemigo –la chica hizo un gesto severo-, se lo digo yo: ni para el peor… Luego, pasa lo que pasa…

-A los pobres no nos queda otra cosa que amolarnos…

-Aquí, por lo menos, se come.

-El que come…

-Bueno, abuela, hay que poner más, pero se come…

-Si una fuera joven…

Un coche se fue acercando al bordillo de la acera lentamente.

-¡Jeé, tú…! -le citaron, flamencos.

La chica de la Glorieta volvió la cabeza e hizo un mohín. Después dijo por lo bajo a la cerillera:

-Parece que ha habido suerte.

-No te fíes. Se me da que están con la copa.

-Ya veremos. Parece que ha habido suerte.

-¡Ojo, Angelita! -recomendó la cerillera.

Aparentemente despreocupada, la chica de la Glorieta se acercó columpiando el bolso a la tripulación del Seat 600.

-Anda, chata, sube -le dijeron.

-¿Quién yo? ¡Qué cosas!

La cerillera ordenaba su parca mercancía; de vez en cuando miraba a Angelita, que taconeaba nerviosamente con el pie derecho acompañando las palabras a media voz. Luego se oyó una risa y la chica subió al coche. La Glorieta fue durante un instante como una gran sala vacía.
“Ha tenido suerte”, pensó la cerillera, y suspiró.

Pájaros y espantapájaros. Ignacio Aldecoa, 1963.


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