La Glorieta, en la calma
noche estival de la ciudad, era una luciérnaga de luz clorofílica. Los guiones
de neón de las grandes avenidas y el punteado de faroles de las calles menores,
recortaban en líneas y garabatos lo oscuro. La Glorieta, engarzada por altas
casas de fachadas escenográficamente palidecidas y chorreadas de sombras,
expandía un brillo apagado y distante en el nocturno urbano.
En la Glorieta, las
lamparillas de los taxis de la parada, el resplandor de las farolas de gas en
las hojas de las acacias, la hierba del jardín -recién regado, esmeraldino- en
torno de la estatua de limón -cuatro pequeños reflectores iluminándola-,
verdeaban el oscuro de su imperfecto círculo. La terraza del café estaba vacía.
El cielo, raso, planisférico, caía sobre la Glorieta. A veces pasaba un coche
arrastrando su cola de viento presuroso. Eran más de las dos de la madrugada.
El sereno disponía su centinela entre la terraza y la esquina, llevándose una
silla del café. La cerillera dormitaba al costado de la ciudad paralizada, y
los taxistas, ya cansados de hablar entre ellos, ya en un desfalleciente
aburrimiento, esperaban recogidos en sus vehículos. Dos paseantes -rumor y pereza
y sombras- buscaban el sueño dando vueltas al ruedo.
El agua de seltz
pilpileaba en el metal caliente. El muchacho del mostrador frotó con una gamuza
la armadura vaporeante de la cafetera. Volvió a disparar el sifón y se afanó en
abrillantar la máquina. El dueño hacía arqueo en la caja registradora, y los
dos camareros del último turno contaban las fichas de las consumiciones
sentados a una mesa.
-Un cafelito, niño -dijo
la chica.
-Va enseguida.
-¿Los bollos son de la
tarde o de la mañana?
-De la mañana.
-¿A la tarde no traéis?
-Nunca hemos traído.
-Anda, date prisa.
La chica sacó un paquete
de cigarrillos de su gran bolso de plástico.
-Candela, niño.
El muchacho dejó la caja
de cerillas encima del mostrador y siguió frotando la cafetera. Luego preparó
el café.
-Pon otro terrón, que está
fatal.
-¿Amargo?
-Achicoria.
-El sabor del anís…
-¿Anís, yo…? -frunció los
labios desdeñosamente-. A mí, la bebida, nada… ¡Cuándo he bebido yo! ¿Me has
visto tú…? Tienen que suceder muchas cosas para que yo tome licores…
-Vayan cerrando -ordenó el
dueño.
-…La Navidad pasada, a la
Paquita y a mí, un señor nos regaló unas botellas… Ni por decir que lo había
probado… A mí, la bebida, nada… La Paquita las liquidó con su novio… Lo que es
yo… Ni el comer, fíjate… Menos que un gato… Aunque, eso sí, nunca me falta un
bistec para almorzar y mi jamón para la noche… Aunque lo mismo me da: con una
ensalada o un gazpacho estoy servida… Yo lo que necesito -dijo cargando de
énfasis las palabras- es dinerito, niño; dinerito para mi hija y para mí, y que
se hunda el mundo o le caiga una bomba de esas en la misma moña… A mí… mucho de
esto…
-Tres cincuenta al duro
-dijo el muchacho haciendo sonar las monedas de la chica.
La chica salió del café
penduleando el bolso. Tiró el cigarrillo. Un taxista metaforizó una procacidad
y la chica le dio el pase de hombro, añadiendo a media voz:
-Tu madre, guapín.
Al pasar junto al sereno,
saludó:
-Hola, Vicente.
-¡Qué hay! -dijo el sereno
con hosquedad.
-Nada, hijo, esto es una
tumba.
-A dormir.
-Para lo que hay que
hacer.
-Veranea.
-Las ganas.
El café quedó a oscuras.
La chica siguió caminando. Con la mano izquierda se estiró la blusa y la falda,
casi acariciándose. Tarareó una cancioncilla.
-Ya es hora, abuela -dijo
a la cerillera.
-Hola, Angelita.
-Está usted dormida… Aquí
no hay nada que hacer. Váyase a la cama.
-Eso debía.
-Déme un paquete y una
caja de cerillas.
-Tengo emboquillado.
-No.
-Como ayer preguntaste…
-Está muy caro. Cuando
baje.
-Bajar, sí, sí…
-No sé dónde se puede
estar peor, si en la cama o en la calle, porque hoy en mi cuarto…
-Pues en mi casa… ¡Un
horno! Es que las casas viejas en verano, ya se sabe. Yo hasta que empieza a
amanecer no me muevo de aquí. Luego con la fresca me voy para casa y duermo
hasta el mediodía hecha una Pepa.
-¿Cuánto paga usted de
alquiler?
-¿Por mi cuarto? Hija,
llevo viviendo en él desde la guerra con decirte eso… Lo único malo es que está
muy lejos de aquí. Pero, ¿quién se muda…? Antes todo era fácil, te cambiabas
cuando querías… Eran otros tiempos.
-Si os habéis venido la
población completa, criatura…
-En mi pueblo fíjese cómo
andará todo que sobran casas.
-Aquello ni para el peor
enemigo –la chica hizo un gesto severo-, se lo digo yo: ni para el peor… Luego,
pasa lo que pasa…
-A los pobres no nos queda
otra cosa que amolarnos…
-Aquí, por lo menos, se come.
-El que come…
-Bueno, abuela, hay que
poner más, pero se come…
-Si una fuera joven…
Un coche se fue acercando
al bordillo de la acera lentamente.
-¡Jeé, tú…! -le citaron,
flamencos.
La chica de la Glorieta
volvió la cabeza e hizo un mohín. Después dijo por lo bajo a la cerillera:
-Parece que ha habido
suerte.
-No te fíes. Se me da que
están con la copa.
-Ya veremos. Parece que ha
habido suerte.
-¡Ojo, Angelita!
-recomendó la cerillera.
Aparentemente
despreocupada, la chica de la Glorieta se acercó columpiando el bolso a la
tripulación del Seat 600.
-Anda, chata, sube -le
dijeron.
-¿Quién yo? ¡Qué cosas!
La cerillera ordenaba su
parca mercancía; de vez en cuando miraba a Angelita, que taconeaba
nerviosamente con el pie derecho acompañando las palabras a media voz. Luego se
oyó una risa y la chica subió al coche. La Glorieta fue durante un instante
como una gran sala vacía.
“Ha tenido suerte”, pensó la cerillera, y suspiró.Pájaros y espantapájaros. Ignacio Aldecoa, 1963.
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