En diciembre de 1978 hice el amor con una muchacha punk.
Decir «hice el amor» es un decir, porque el amor ya estaba hecho antes de mi
llegada a Londres y aquello que ella y yo hicimos, ese montón de cosas que
«hicimos» ella y yo, no eran el amor y ni siquiera —me atrevería hoy a
demostrarlo—, eran un amor: eran eso y sólo eso eran. Lo que interesa en esta
historia es que la muchacha punk y yo nos «acostamos juntos». Otro decir,
porque todo habría sido igual si no hubiésemos renunciado a nuestra posición
bípeda, integrando eso (¿el amor?) al hábitat de los sueños: la horizontal, la
oscuridad del cuarto, la oscuridad del interior de nuestros cuerpos; eso.
Primera decepción del lector: en este relato soy varón.
Conocí a la muchacha frente a una vidriera de Marble Arch. Eran las diez y
treinta, el frío calaba los huesos, había terminado el cine, ni un alma por las
calles. La muchacha era rubia: no vi su cara entonces. Estaba ella con otras
dos muchachas punk. La mía, la rubia, era flacucha y se movía con gracia, a
pesar de su atuendo punk y de cierto despliegue punk de gestos nítidamente
punk. El frío calaba los huesos, creo haberlo contado. Marcaban dos o tres
grados bajo cero y el helado viento del norte arañaba la cara en Oxford Street
y en Regent Street. Los cuatro —yo y aquellas tres muchachas punk— mirábamos
esa misma vidriera de Selfridges. En el ambiente cálido que prometía el
interior de la tienda, una computadora jugaba sola al ajedrez. Un cartel anunciaba
las características y el precio de la máquina: 1.856 libras. Ganaban blancas,
el costado derecho de la máquina. Las negras habían perdido iniciativa, su
defensa estaba liquidada y acusaban la desventaja de un peón central. Blancas
venían atacando con una cuña de peones que protegía su dama, repatingada en
cuatro torre rey. Cuando las tres muchachas se acercaron era turno de negras.
Negras dudaron quince segundos o tal vez más; era la movida 116 ó 118, y los
mirones —nadie a esas horas, por el frío—, habrían podido recomponer la partida
porque una pequeña impresora venía reproduciendo el juego en código de ajedrez,
y un gráfico, que la máquina componía en su pantalla en un par de segundos,
mostraba la imagen del tablero en cada fase previa del desenvolvimiento
estratégico del juego. Las muchachas hablaron un slang que no entendí,
se rieron, y sin prestarme la menor atención siguieron su camino hacia el
oeste, hacia Regent Street. A esas horas, uno podía mirar todo a lo largo de la
ciudad arrasada por el frío sin notar casi presencia humana, salvo las tres
muchachas yéndose.
Cerca de Selfridges alguien debía esperar un ómnibus, porque
una sombra se coló en la garita colorada de esperar ómnibus y algún aliento
había nublado los cristales. Quizás el humano se hallase contra el vidrio,
frotándose las manos, escribiendo su nombre, garabateando un corazón o el
emblema de su equipo de fútbol; quizá no. Confirmé su existencia poco después,
cuando un ómnibus rumbo a Kings Road se detuvo y alguien subió. Al pasar frente
a nuestra vidriera, semivacío, pude ver que la sombra de la garita se había
convertido en una mujer viejísima, harapienta, que negociaba su boleto.
Pocos autos pasaban. La mayoría taxis, a la caza de un
pasajero, calefaccionados, lentos, diesel, libres. Pocos autos particulares
pasaban; Daimlers, Jaguars, Bentleys. En sus asientos delanteros conducían
hombres graves, maduros, sensibles a las intermitentes señales de tránsito. A
sus izquierdas, mujeres ancestrales, maquilladas de party o de ópera, parecían
supervisarlos. Un Rolls paró frente a mi vidriera de Selfridges y el conductor
hechó un vistazo a la computadora, (ensayaba la jugada 127, turno de blancas),
y dijo algo a su mujer, una canosa de perfil agrio y aros de brillantes. No
pude oírlo: las ventanillas de cristal antibalas de estos autos componen un
espacio hermético, casi masónico: insondable. Poco después el Rolls se alejó
tal como había llegado y en la esquina de Glowcester Street vaciló ante el
semáforo, como si coqueteara con la luz verde que recién se prendía. Primera
decepción del narrador: la computadora decretó tablas en la movida 147. Si yo
fuese blancas, cambiando caballo por torre y amenazando jaque en descubierto,
reclamaría a negras una permuta de damas favorable, dada mi ventaja de peones y
mi óptima situación posicional. Me fui con rabia: había dormido toda la tarde
de aquel viernes y era temprano para meterme en el hotel. El frío calaba los
huesos. Traía bajo los jeans un polar-suit inglés que había comprado para un
amigo que navega a vela en Puerto Belgrano y decidí estrenarlo aquella noche
para ponerlo a prueba contra el frío atroz que anunciaba la BBC. Sentía el
cuerpo abrigado, pero la boca y la nariz me dolían de frío. Las manos, en los
hondos bolsillos de la campera de duvet, temían tanto un encuentro con el aire
helado que me obligaron a resistir a la feroz jauría de ganas de fumar, que
aullaba y se agitaba detrás de la garganta, en mi interior. En mi exterior, las
orejas estaban desapareciendo: tarde o temprano serían muñones, o sabañones, si
no las defendía; intenté guarecerlas con las solapas de mi campera. Sin manos,
llevaba las puntitas de las solapas entre los dientes y así, mordiente y frío,
entré a un taxi que olía a combustible diesel y a sudor de chofer, y una vez
instalado en el goce de aquel tufo tibión, nombré una esquina del Soho y prendí
un cigarrillo. Afuera, nadie. El frío calaba los huesos. El inglés, adelante,
manejando, era una estatua llena de olor y sueño. Antes de bajar, verifiqué que
hubiesen taxis por la zona; vi varios. Pagué con un papel y sólo después de
recibir el cambio abrí mi puerta. El aire frío me ametralló la cara y la papada
se me heló, pues las solapas, chorreadas de saliva, habían depositado sobre mi
piel una leve película de baba, que ahora me hería con sus globitos quebradizos
de escarcha.
Vi poca gente en el barrio chino de Londres: como siempre,
algunos árabes y africanos salían rebotando de los tugurios porno. En una
esquina, un grupo de hombres —obreros, pinches de vigilancia, tal vez algunos
desgraciados sin hogar— se ilusionaban alrededor de un fueguito de leñas y
papeles improvisado por un negro del kiosco de diarios. Caminé las tres o
cuatro cuadras del barrio que sé reconocer y como no encontré dónde meterme, en
la esquina de Charing Cross abrí la puerta trasera izquierda de un taxi verde,
subí, di el nombre de mi hotel, y decidí que esa noche comería en mi cuarto una
hamburguesa muy condimentada y una ensalada bien salada para fortalecer la sed
que tanto se merece la cerveza de Irlanda. ¡Lástima que la televisión termine
tan temprano en Londres! Miré el reloj: eran las once; quedaba apenas media
hora de excelente programación británica.
Conté del frío, conté del polar-suit. Ahora voy a contar de
mí: el frío, que calaba los huesos, desalentaba a cualquier habitante y a
cualquier visitante de la antigua ciudad, pues era un frío de lontananza
inglesa, un frío hecho de tiempo y de distancia y —¿por qué no?— hecho también
de más frío y de miedo, y era un frío ártico y masivo, resultante de la ola
polar que venía siendo anunciada y promovida durante días en infinitos cortes
informativos de la radio y la televisión. En efecto, la radio y la televisión,
los diarios y las revistas y la gente, los empleados y los vendedores, los
chicos del hotel y las señoras que uno conoce comprando discos —todos— no
hablaban sino de la ola de frío y de la asombrosa intensidad que había
alcanzado la promoción de la ola de frío que calaba los huesos. Yo soy
friolento, normalmente friolento, pero jamás he sido tan friolento como para
ignorar que la campaña sobre el frío nos venía helando tanto, o más aún, que la
propia ola de frío que estaba derramándose sobre la semiobsoleta capital.
Pero yo estaba ya en la calle, no tenía ganas de volver a mi
hotel y necesitaba estar en un lugar que no fuese mi cuarto, protegido del frío
y protegido cuidadosamente de cualquier referencia al frío. Entonces vi, dos
cuadras antes del hotel, un local que días atrás me había llamado la atención.
Era una pizzería llamada The Lulu, que no existía en oportunidad de mi último
viaje. Yo recordaba bien aquel lugar porque había sido la oficina de turismo de
Rumania en la que alguna vez hice unos trámites para mis clientes italianos.
Desde el taxi leí el cartel que probaba que el boliche permanecía abierto, vi
clientes comiendo, noté que la decoración era mediocre pero honesta, y de las
mesas y las sillas de mimbre blanco induje una noción de limpieza prometedora.
Golpeé los vidrios del chofer, pagué 60 pence, bajé del auto y me metí
en la pizzería.
Era una pizzería de españoles, con mozos españoles, patrones
españoles y clientes españoles que se conocían entre sí, pues se gritaban —en
español—, de mesa a mesa, opiniones españolas, y frases españolas. Me prometí
no entrar en ese juego y en mi mejor inglés pedí una pizza de espinaca y una
botella chica de vino Chianti. El mozo, si ya había padecido un plazo razonable
de exilio en Londres, me habrá supuesto un viajero del continente, o un nativo
de una colonia marginal del Commonwealth, tal vez un malvinero. Yo traía en el
bolsillo de la campera la edición aérea del diario La Nación, pero evité
mostrarla para no delatar mi carácter hispano-parlante. El Chianti —embotellado
en Argel— era delicioso: entre él y el aire tibio del local se estableció una
afinidad que en tres minutos me redimió del frío. Pero la pizza era mediocre,
dura y desabrida. La mastiqué feliz, igual, leyendo mis recortes del Financial
Times y la revista de turismo que dan en el hotel. Tuve más hambre y pedí
otra pizza, reclamando que le echasen más sal. Esta segunda pizza fue mejor,
pero el mozo me había mirado mal, tal vez porque me descubrió estudiando sus
movimientos, perplejo a causa de la semejanza que puede postularse en un relato
entre un mozo español de pizzería inglesa, y cualquier otro mozo español de
pizzería de París, o de Rosario. He elegido Rosario para no citar tanto a
Buenos Aires. Querido.
Masqué la pizza número dos analizando la evolución de los
mercados de metales en la última quincena; un disparate. Los precios que la
URSS y los nuevos ricos petroleros seguían inflando con su descabellada
política de compras no auguraban nada bueno para Europa Occidental. Entonces
aparecieron las tres muchachas punk. Eran las mismas tres que había visto en
Selfridges. La mía eligió la peor mesa junto a la ventana; sus amigotas la
siguieron. La gorda, con sus pelos teñidos color zanahoria, se ubicó mirando
hacia mi mesa. La otra, de estatura muy baja y con cara de sapo, tenía pelos
teñidos de verde y en la solapa del gabán traía un pájaro embalsamado que pensé
que debía ser un ruiseñor. Me repugnó. Por fortuna, la fea con pájaro y cara de
sapo se colocó mirando hacia la calle, mostrándome tan solo la superficie opaca
de la espalda del grasiento gabán. La mía, la rubia, se posó en su sillita de
mimbre mirando un poco hacia la gorda, un poco hacia la calle: yo sólo podía
ver su perfil mientras comía mi pizza y procuraba imaginar cómo sería un
ruiseñor.
Un ruiseñor: recordé aquel soneto de Banchs. El otro tipo
también decía llamarse Banchs y era teniente de corbeta o fragata. Era
diciembre; lo había cruzado muchas veces durante el año que estaba terminando.
Esa misma mañana, mientras tomaba mi café, se había acercado a hablarme de no
sé qué inauguración de pintores, y yo le mencioné al poeta, y él, que se
llamaba Banchs juró que oía nombrar al tal Enrique Banchs por primera vez en su
vida. Entonces comprendí por qué el teniente desconocía la existencia de los
polar-suit (al ver mi paquetito con el Helly-Hansen, se había asombrado) y también
entendí por qué recorría Europa derrochando sus dólares, tratando de caerle
simpático a todos los residentes argentinos y buscando colarse en toda fiesta
en la que hubiese latinoamericanos. Fumaba Gitanes; también en esto se parecía
al Nono.
Jamás vi un ruiseñor. Estaba por terminar la pizza y desde
atrás me vino un vaho de musk. Miré. La más fea de las gallegas de la
mesa del fondo estaba sentándose. Vendría del baño; habría rociado todo su
horrible cuerpo con un vaporizador de Chanel, de Patou, o de alguna marquita de
esas que ahora le agregan musk a todos sus perfumes. ¿Cómo sería el olor
de mi muchacha punk? Yo mismo, como el tal Banchs, me había condenado a
averiguar y averiguar; faltaba bien poco para finiquitar la pizza y el asuntito
de las cotizaciones de metales. Pero algo sucedía fuera de mi cabeza.
Los dueños, los mozos y los otros parroquianos, en su
totalidad o en su mayoría españoles, me miraban. Yo era el único testigo de lo
que estaban viendo y eso debió aumentar mi valor para ellos. Tres punks habían
entrado al local, yo era el único no español capaz de atestiguar que eso
ocurría, que no las habían llamado, que ellos no eran punk y que no había allí
otro punk salvo las tres muchachas punk y que ningún punk había pisado ese
local desde hacía por lo menos un cuarto de hora. Sólo yo estaba para
testimoniar que la mala pizza y el excelente vino del local no eran desde
ningún punto de vista algo que pudiera considerarse punk. Por eso me miraban,
para eso parecían necesitarme aquella vez.
Trabado para mirar a mi muchacha —pues la forma de la de
pájaro embalsamado y cara de sapo me la tapaba cada vez más— me concentré sobre
mi pizza y mi lectura desatendiendo las miradas cómplices de tantos españoles.
Al terminar la pizza y la lectura, pedí la cuenta, me fui al baño a pishar y a
lavarme las manos y allí me hice una larga friega con agua calentísima de la
canilla. Desde el espejo, miré contento cómo subían los tonos rosados de los
cachetes y la frente reales. Habían vuelto a nacer mis orejas; fui feliz.
Al volver, un rodeo injustificable me permitió rozar la mesa
de las muchachas y contemplar mejor a la mía: tenía hermosos ojos celestes casi
transparentes y el ensamble de rasgos que más me gusta, esos que se suelen
llamar «aristocráticos», porque los aristócratas buscan incorporarlos a su
progenie, tomándolos de miembros de la plebe con la secreta finalidad de
mejorar o refinar su capital genético hereditario. ¡Florecillas silvestres!
¡Cenicientas de las masas que engullirán los insaciables cromosomas del señor!
¡Se inicia en vuestros óvulos un viaje, la porvenir soñado en lo más íntimo del
programa genético del amo!
Es sabido, en épocas de cambio, lo mejor del patrimonio
fisonómico heredable (esas pieles delicadas, esos ojos transparentes, esas
narices de rasgos exactos «cinceladas» bajo sedosos párpados y justo encima de
labios y de encías y puntitas de lengua cuyo carmín perfecto titila por el
mundo proclamando la belleza interior del cuerpo aristocrático) se suele
resignar a cambio de un campo en Marruecos, la mayoría accionaria del Nuevo
Banco Tal, una Acción Heroica en la guerra pasada o un Premio Nacional de
Medicina, y así brotan narices chatas, ojos chicos, bocas chirlonas y pieles
chagrinadas en los cuerpitos de las recientes crías de la mejor aristocracia,
obligando a las familias aristocráticas o recurrir a las malas familias de la
plebe en busca de buena sangre para corregir los rasgos y reestablecer el
equilibrio estético de las generaciones que catapultarán sus apellidos y un
poco de ellas mismas, a vaya a saber uno dónde en algún improbable siglo del
porvenir.
La chica me gustó. Vestía un traje de hombre amigado, tres o
más números mayor que su talle. De altura normal, no pesaría más de 44 kilos.
Su piel tan suave (algo de ella me recordó a Grace Kelly, algo de ella me
recordó a Catherine Deneuve) era más que atractiva para mí. Calzaba botitas de
astrakán perfectas, en contraste con la rasposa confección de su traje de lana.
Una camisa de cuello oxford se le abría a la altura del busto mostrando algo
que creí su piel y comprobé después que era una campera de gimnasta. Ella, a
mí, ni me miró.
Pero en cambio, su amiga, la más gorda, la del pelo teñido
color naranja, venía emitiendo una onda asaz provocativa. No quise sugerir
sexual: provocativo, como buscando riña, como buscando o planificando un ataque
verbal, como buscando una humillación, como ella misma habría mirado a un
oficial de la policía inglesa. Así mirábame la gorda de pelo zanahoria. La mía,
en cambio no me miraba. Pero…
… Tampoco miraba a sus acompañantes. Miraba hacia la calle
vacía de transeúntes, con las pupilas extraviadas en el paso del viento. Así me
dije: «se pierde su mirada pincelando el frío viento de Oxford Street». Era
etérea. Esa nota, lo etéreo, es la que mejor habría definido a mi muchacha para
mí, de no mediar aquellas actitudes punk y los detalles punk, que lucía, punk,
como al descuido, negligentemente punk, ella. Por ejemplo: fumaba cigarrillos
de hoja; los tomaba con el gesto exhultante de un europeo meridional, pitaba
fuerte el humo y lo tiraba insidiosamente contra el cristal de la vidriera. Al
pasar por su mesa había visto en sus manos una mancha amarilla, azafranada, de
alquitrán de tabaco. ¡Y jamás vi manitas sucias de alquitrán de tabaco como las
de mi muchachita punk! El índice, el mayor y el anular de su derecha, desde las
uñas hasta los nudillos, estaban embebidos de ese amarillo intenso que sólo
puede conseguir algún gran fumador para la primer falange del dedo índice, tras
años de fumar y fumar evitando lavados. Me impresionó. Pero era hermosa, tenía
algo de Catherine Deneuve y algo de Isabelle Adjani que en aquel momento no
pude definir: me estaba confundiendo. Pagué la cuenta, eché las rémoras de mi
botella de Chianti en la copa verde del restaurante, y copa en mano —so
british—, como si fuese un parroquiano de algún pub confianzudo, me apersoné a
la mesa de las muchachas punk asumiendo los riesgos. Antes de partir había
calculado mi chance: una en cinco, una en diez en el peor de los casos; se
justificaba. Voy a contarlo en español:
—¿Puedo yo sentarme?
Las tres punk se miraron. La gorda punk acariciaba su
victoria: debió creer que yo bajaba a reclamar explicaciones por sus miradas
punk provocativas. Para evitar un rápido rechazo me senté sin esperar respuestas.
Para evitar desanimarme eché un trago de vino a mi garguero. Para evitar
impresionarme miré hacia arriba, expulsando de mi campo visual al pajarito
embalsamado. La gorda reía. La punk mía miró a la del pelo verde, miró a la
gorda, sopló el humo de su cigarro contra la nada, no me miró, y sin mirarme
tomó un sorbito de aquella mezcla de Coca Cola y Chianti que estuvo preparando
en la página anterior, pero que yo, con esta prisa por escribirla, había
olvidado registrar. Habló la punk con pájaro, la sapifacial:
—¿Qué usted quiere?
—Nada, sentarme… Estar aquí como una sustancia de hecho…
—dije en cachuzo inglés.
Sin duda mi acento raro acicateó los deseos de saber de la
gorda:
—¿Dónde viene usted de…? —ladró.
La pregunta era fuerte, agresiva, despectiva.
—De Sudamérica… Brasil y Argentina —dije, para ahorrarles
una agobiante explicación que llenaría el relato de lugares comunes. Me
preguntaba si era inglés: se asombraba «¿Cómo puede venir uno de Brasil y
Argentina sin ser británico?», imaginé que habría imaginado ella. ¿Sería un
inglés?
—No. Soy sudamericano, lamentado —dije.
—Gran campo Sudamérica —se ensoñaba la gorda.
—Sí: lejos. Así, lejos. Regresaré mes próximo —le respondí.
—Oh sí… Yo veo —dijo la gorda mirando fijo a la cara de sapo
que hamacó su cabeza como si confirmase la más elaborada teoría del universo.
Entonces habló por vez primera y sólo para mí mi Muchacha Punk. Tenía voz
deliciosa y tímbrica en este párrafo:
—¿Qué usted hace aquí? —quiso saber su melodía verbal.
—Nada, paseo —dije, y recordé un modelo que siempre marchó
bien con beatniks y con hippys y que pensé que podía funcionar con punks. Lo
puse a prueba:
—Yo disfruto conocer gente y entonces viajo… conocer gente,
me entiende… viajar… conocer… ¡gente!… eh… así… gente…
Funcionó: la carita de mi Muchacha Punk se iluminaba.
—Yo también amo viajar —fue desgranando sin mirarme—.
Conozco Africa, India y los Estados (se refería a USA). Yo creo que yo conozco
casi todo. ¡Yo no nunca he ido yo a Portugal! ¿Cómo es Portugal? —me preguntó.
Compuse un Portugal a su medida:
—Portugal es lleno de maravilla… Hay allí gente
preciosamente interesante y bien buena. Se vive una ola en completo distinta a
la nuestra…
Y seguí así, y ella se fue envolviendo en mi relato. Lo
percibí por la incomodidad que comenzaban a mostrar sus punks amigas. Lo
confirmé por esa luz que vi crecer en su carita aristocráticamente punk.
Susurraba ella:
—Una vez mi avión tocó suelo en Lisboa y quise yo bajar,
pero no permitieron —dijo—: Encuentro que la gente del aeropuerto de Lisboa son
unos cerdos sucios hijos de perra. ¿Es no, eso, Lisboa, Portugal? —La duda
tintineaba en su voz.
—Sí —adoctriné— pero en todos los aeropuertos son iguales:
son todos piojosos malolientes sucios hijos de perra.
—Como los choferes de taxi, así son —me interrumpió la
gorda, sacudiendo el humo de su Players.
—Como los porteros del hotel, sucios hijos de perra
—concidió la pajarófora gorda cara de sapo, quieta.
—Como los vendedores de libros —dijo la mía—. ¡Hijos de
perra! —Y flotaba en el aire, etérea.
—Sí, de curso —dije yo, festejando el acuerdo que reinaba
entre los cuatro. Entonces ocurrió algo imprevisto; la de pelo verde habló a la
gorda:
—Deja nosotros ir, dejemos a estos trabajar en lo suyo, eh…
—y desenrolló un billete de cinco libras, lo apoyó en el platillo de la cuenta,
se paró y se marchó arrastrando en su estela a la cara de sapo. Bien había
visto yo que ellas habían consumido diez o quince libras, pero dejé que se
borraran, eso simplificaba la narración.
—Bay, Borges —me gritó la cara de sapo desde la vereda,
amagando sacar de su cintura una inexistente espadita o un puñal; entonces y me
alegré de ver tanta fealdad hundiéndose en el frío, y me alegré aún más,
pensando que asistía a otra prueba de que el prestigio deportivo de mi patria ya
había franqueado las peores fronteras sociales de Londres. Pregunté a mi
muchacha por qué no las había saludado:
—Porque son unas cerdas sucias hijas de perra. ¿Ve? —dijo
mostrándome los billetitos de cinco libras que iba sacando de su bolsillo para
completar el pago de la cuenta. Asentí.
Como un cernícalo, que a través de las nubes más densas de
un cielo tormentoso descubre los movimientos de su pequeña presa entre las
hierbas, atraído por el fluir de las libras, un mozo muy gallego brotó a su
lado, frente a mí. Guiñó un ojo, cobró, recibió los pocos penns de propina que
mi muchacha dejó caer en su platillo, y yo pedí otra botella de Chianti y dos
de Coke y ella me devolvió un hermoso gesto: abrió la boca, frunció un poquito
la nariz, alzó la ceja del mismo lado y movió la cabeza como queriendo devolver
la pelota a alguien que se la habría lanzado desde atrás.
Conjeturé que sería un gesto de acuerdo. Poco después, su
manera golosa de beber la mezcla de vino y Coca Cola, acabó de confirmándome
aquella presunción de momento: todo había sido un gesto de acuerdo.
Me contó que se llamaba Coreen. Era etérea: al promediar el
diálogo sus ojos se extraviaban siguiendo tras la ventana de la pizzería
española de Graham Avenue al viento de la calle. Tomamos dos botellas de
Chianti, tres de Coke. Ella mezclaba esos colores en mi copa. Yo bebía el vino
por placer y la Coke por la sed que habían provocado la pizza, el calor del
local y este mismo deseo de averiguar el desenlace de mi relato de la Muchacha
Punk. La convidé a mi hotel. No quiso. Habló:
—Si yo voy a tu hotel, tendrás que a ellos, pagar mi
permanencia. Eso no sentido tiene —afirmó y me invitó a su casa. Antes de salir
pagamos en alícuotas todo lo bebido; pero yo necesito hablar más de ella. Ya
escribí que tenía rasgos aristocráticos. A esa altura de nuestra relación (eran
las 12.30, no había un alma en la calle, el frío inglés del relato, calaba, los
huesos, argentinos, del narrador), mi deseo de hacerla mía se había despojado
de cualquier snobismo inicial. Mi Muchacha —aristocrática o punk, eso ya no
importaba—, me enardecía: yo me extraviaba ya por ese ardor creciente, ya era
un ciego, yo. Yo era ya el cuerpo sin huellas digitales de un ahogado que la
corriente, delatora, entra boyando al fjord donde todo se vuelve nada.
Pero antes, cuando la vi frente a mi vidriera de Selfridges había notado
detalles raros, nítidamente punk, en su tenue carita: su mejilla izquierda
estaba muy marcada, no supe entonces cómo ni por qué, y el lado derecho de su
cara tenía una peculiaridad, pues sobre el ala derecha de su nariz, se apoyaba
—creí— una pieza de metal dorado (creí) que trazando una comba sobre la mejilla
derecha ascendía hasta insertarse en la espiga de trigo, que creí dorada,
afeando el lóbulo de su oreja a la manera de un arete de fantasía. Del tallo de
esa espiga, de unos dos centímetros, colgaba otra cadena, más gruesa, que caía
sobre su cuello libremente y acababa en la miniatura de la lata de Coke, de
metal dorado y esmalte rojo que siempre iba y venía rozándole los rubios pelos,
el hombro, y el pecho, o golpeaba la copa verde provocando una música parecida
a su voz, y algunas veces se instalaba, quieta, sobre su hermosa clavícula
blanca, curvada como el alma de una ballesta, armónica como un golpe de taichi.
Durante nuestra charla aprendí que lo que había creído antes metal dorado era
oro dieciocho kilates, y descubrí que lo que había creído un grano de maíz de
tamaño casi natural aplicado sobre el ala de su nariz era una pieza de oro con
forma de grano de maíz y tamaño casi natural, sostenido por un mecanismo de
cierre delicadísimo, que atravesaba sin pudor y enteramente la alita izquierda
de su bella nariz. Ella misma me mostró el orificio, haciendo un poco de
palanca con la uña azafranada de su índice, entre el maíz y la piel, para lucir
mejor su agujerito en forma de estrella, de unos cuatro milímetros de diámetro.
¡Estaba chocha de su orificio…! Del lado izquierdo, lo que temprano en Oxford
Street me había parecido una marca en su mejilla, era una cicatriz profunda, de
unos tres centímetros de largo, que parecía provocada por algo muy cortante.
Surcaban ese tajo tres costuras bien desprolijas, trabajo de un aficionado, o
de algún practicante de primer año de medicina más chapucero que el común de
los practicantes de medicina ingleses y en ausencia de los jefes de guardia.
Segunda decepción del narrador: la cicatriz de la izquierda, a diferencia de
las cositas de oro de su lado derecho, era falsa. La había fraguado un
maquillador y mi muchachita se apenaba, pues había comenzado a deshacerse por
la humedad y por el frío y ahora necesitaba un Service para recuperar su color
y su consistencia original.
Poco antes de irnos, ella fue al baño y al volver me
sorprendió cavilando en la mesa:
—¿Cuál es el problema con tú? —me preguntó en inglés—. ¿Qué
eres tú pensando?
—Nada —respondí—. Pensaba, en este frío maldito que estropea
cicatrices…
Pero mentí: yo había pensado en aquel frío sólo por un
instante. Después había mirado la calle que se orientaba hacia la nada, y había
tratado de imaginar qué andaría haciendo la poca gente que, de cuando en
cuando, producía breves interrupciones en la constancia de aquel paisaje urbano
vacío. Toqué el cristal helado; olí los bordes de la copa verde de ella para
reconocer su olor, y volví a pensar en las figuras que iban pasando tras los
cristales, esfumadas por el vapor humano de la pizzería. Entonces quise saber
por qué cualquier humano desplazándose por esas calles, siempre me parecía
encubrir a un terrorista irlandés, llevando mensajes, instrucciones, cargas de
plástico, equipos médicos en miniatura y todo eso que ellos atesoran y mudan,
noche por medio, de casa en casa, de local en local, de taller en taller, y
hasta de cualquier sitio en cualquier otro sitio. «¿Por qué?» —me preguntaba— «¿Por
qué será?» Trataba de entender, mientras mi bella Muchachita estaría cerquísima
pishando, o lavándose con agua tibia, y cuando apenas tironeé del hilito de la
tibieza de su imagen, estalló en mil fragmentos una granada de visiones y
asociaciones íntimas, intensas, pero por mías, por argentinas y por
inconfesables, poco leales hacia ella. ¿Hay Dios? No creo que haya Dios, pero
algo o alguien me castigó, porque cuando advertí que estaba siendo desleal e
innoble con mi Muchachita Punk y sentí que empezaba a crecer en mi cuerpo —o en
mi alma—, la deliciosa idea del pecado, cruzó por la vidriera la forma de un
ciclista, y lo vi pedalear suspendido en el frío y supe que ése era el hombre
cuyo falso pasaporte francés ocultaba la identidad del ex jesuíta del IRA que
alguna vez haría estallar con su bomba de plástico el pub donde yo, esperando
algún burócrata de BAT, encontraría mi fin y entonces cerré los ojos, apreté
los puños contra mis sienes y la vi pasar a ella apurada por la vereda del pub,
zafé de allí, corrí tras ella respirando el aire libre y perfumado de abril en
Londres, y en el instante de alcanzarla sentimos juntos la explosión, y ella me
abrazaba, y yo veía en sus ojos —dos espejos azules— que ese hombre que
rodeaban los brazos de mi Muchacha Punk no era más yo, sino el jesuíta de piel
escarbada por la viruela, y adiviné que pronto, entre pedazos de mampostería y
flippers retorcidos, Scotland Yard identificaría los fragmentos de un autor que
jamás pudo componer bien la historia de su Muchacha Punk. Pero ella ahora
estaba allí, salía del texto y comenzaba a oír mi frase:
—Nada… pensaba en este frío maldito que arruina cicatrices…
—oía ella.
Y después inclinaba la cabeza (¡chau irlandeses!), me
clavaba sus espejos azules y decía «gracias», que en inglés («agradecer tú»,
había dicho en su lengua con su lengua), y en el medio de la noche inglesa, me
hizo sentir que agradecía mi solidaridad; yo, contra el frío, luchando en pro
de la conservación de su preciosa cicatriz, y que también agradecía que yo fuera
yo, tal como soy, y que la fuera construyendo a ella tal como es, como la hice,
como la quise yo.
Debió advertir mis lágrimas. Justifiqué:
—Tuve gripe… además… ¡El frío me entristece, es un bajón…!
«¡It downs me!» —traduje. ¡Eso abájame!
—¡Vayamos al hotel! —dije yo, ya sin lágrimas.
—¡Hotel no! —dijo ella, la historia se repite.
No insistí. Entonces no sabía —sigo sin saber—, cómo puede
alguien imponer su voluntad a una muchacha punk. Salimos al frío; calaba. Los
huesos. Ni un alma. Por las calles. Llamé a un taxi. Él no paró. Pronto se
acercó otro. Se detuvo y subimos. Olía a transpiración de chofer y a gas oil.
Mi Muchacha nombró una calle y varios números. Imaginé que viviría en un barrio
bajo, en una pocilga de subsuelo, o en un helado altillo y calculé que
compartiría el cuarto con media docena de punks malolientes y drogados, que a
esa altura de la noche se arrastrarían por el suelo disputando los restos de la
comida, o, peor, los restos de una hipodérmica sin esterilizar que circularía
entre ellos con la misma arrogante naturalidad con que nuestros gauchos se
dejan chupar sus piorreicas bombillas de mate frío y lavado. Me equivoqué: ella
vivía en un piso paquetísimo, frente a Hyde Park. En la puerta del edificio
decía «Shadley House». En la puerta de su apartamento —doble batiente, de
bronce y de lujuria— decía «R. H. Shadley».
—Es la casa de mi familia —dijo humilde mi Punk y pasamos a
una gran recepción. A la derecha, la sala de armas conservaba trofeos de caza y
numerosas armas largas y cortas se exhibían junto a otras, más medianas, en
mesas de cristal y en vitrinas. A la izquierda, había un salón tapizado con
capitoné de raso bordeaux que brillaba a la luz de tres arañas de cristal
grandes como Volkswagens. El pasillo de entrada desembocaba en un salón de
música, donde sonaban voces. Al pasar por la puerta ella gritó «helio» y una
voz le devolvió en francés una ristra de guarangadas. Detrás pasaba yo, las
escuché, memoricé nuestra oración «queterrecontra» y con una mirada relámpago,
busqué la boca sucia y gala en el salón. No la identifiqué. En cambio vi dos
pianos, una pequeña tarima de concierto, varios sillones y dos viejos sofás
enfrentados. Entre ellos, sobre almohadones, media docena de punks malolientes
fumaban haschich disputando en francés por algo que no alcancé a entender. Un
negro desnudo y esquelético yacía tirado sobre la alfombra purpúrea. Por su
flacura y el color verdoso de su piel me pareció un cadáver, pero después vi
sus costillas que se movían espasmódicamente y me tranquilicé: epilepsia.
Imaginé que el negro punk entre sus sueños estaría muriéndose de frío, pero no
sería yo quien abrigase a un punk esa noche de perros, estando él, punk,
reventado de droga punk entre tantos estúpidos amigos punk.
Copamos la cocina. Mi Muchacha me dijo que los batracios del
salón de música eran «su gente» y mientras trababa la puerta me explicó que
estaban enculados («angry», dijo) con ella, porque les había prohibido la
entrada a la cocina. Ellos argumentaban que era una «zorra mezquina», creyendo
que la veda obedecía a su deseo de impedir depredaciones en heladeras y
alacenas, pero el motivo eran las quejas y los temores de los sirvientes de la
casa, que en varias oportunidades habían topado contra semidesnudos punks que
comían con las manos en un área de la casa que el personal consideraba suya
desde hacía tres generaciones y en la que siempre debían reinar las leyes de El
Imperio. Ese día había recibido nuevas quejas del ama de llaves, pues uno de
los punks, el marroquí, había estado toqueteando las armas automáticas de la
colección y cuando el viejo mayordomo lo reprendió, el punk le había hecho oler
una daga beduina, que siempre llevaba pegada con cinta adhesiva en su
entrepierna. Coreen estaba entre dos fuegos y muy pronto tendría que elegir entre
sus amigos y la servidumbre de la casa. Vacilaba:
—Son unos cerdos malolientes hijos de perra —me dijo
refiriéndose a los dos franceses, el marroquí, el sudanés y el americano, quien
además —contó— tenía «costumbres repugnantes». No pude saber cuáles, pero me
senté en un banquito a imaginar media docena de posibilidades punk, mientras
ella filtraba un delicioso café con canela. Cuando la cafetera ya borboteaba,
me contó que aquel departamento había sido de los abuelos de su madre, que era
una crítica de museos que trabajaba en New York. El padre, veinte años mayor,
se había casado por prestigio, tomando el apellido de la mujer cuando lo
hicieron caballero de la reina vieja en recompensa de sus servicios de espía, o
policía, en la India. Vinculado a la compañía de petróleo del gobierno, el
viejo había hecho una apreciable fortuna y ahora pasaba sus últimos años en
África, administrando propiedades. Mi Muchacha Punk lo admiraba. También
admiraba a Su madre. No obstante, al referirse a las relaciones de los dos
viejos con ella y con su hermana mayor, puntualizó varias veces que eran unos
«hijos de perra malolientes». Creí entender que había un banco encargado de los
gastos de la casa, los sueldos de los sirvientes y choferes y las cuentas de
alimentos, limpieza e impuestos, y que las dos muchachas —la mía y su hermana—
recibían cincuenta libras. «Cerdos malolientes», había vuelto a decir tocándose
la cicatriz y explicando que el service —que en tiempos de humedad debía
realizarse semanalmente— le costaba veinticinco libras, y que así no se podía
vivir. Pedía mi opinión. Yo preferí no tomar el partido de sus padres, pero
tampoco quise comprometerme dando a su posición un apoyo del que, a mí,
moralmente, no me parecía merecedora. Entonces la besé.
Mientras bebía el café la muchacha salió a arreglar algunos
asuntos con sus amigos. Yo aproveché para mirar un poco la cocina: estábamos en
un cuarto piso, pero uno de los anaqueles se abría a un sótano de cien o más
metros cuadrados que oficiaba de bodega y depósito de alimentos. Había jamones,
embutidos y ciento cuarenta y cuatro cajas con latas de bebidas sin alcohol y
conservas. Vi cajones de whisky, de vinos y champañas de varias marcas.
Contra la pared que enfrentaba a mi escalera, dormían
millares de botellas de vino, acostadas sobre pupitres de madera blanca muy
suave. Había olor a especias en el lugar. Calculé un stock de alimentos
suficiente para que toda una familia y sus amigos argentinos sitiados pudiesen
resistir el asedio del invasor normando por seis lunas, hasta la llegada de los
ejércitos libertadores del Rey Charles, y al avanzar los atacantes,
obligándonos a lanzar nuestras últimas reservas de bolas de granito con la gran
catapulta de la almena oeste, apareció otra vez mi princesita punk, que repuesta
del fragor del combate, volvía a trabar la puerta con dos vueltas de llave y me
miraba, carita de disculpa.
Yo dije, por decir, que me parecía justificado el temor de
sus sirvientes. «Nunca se sabe», dije en español, y le aclaré en inglés «es no
fácil saber». Ella se encogió de hombros y dijo que sus amigos eran capaces de
cualquier cosa, «como pobre Charlie». Quise saber quién era «pobre Charlie» y
me contó que era un pariente, que se había hecho famoso cuando arrancó las
orejas de una bebita en Gilderdale Gardens pero que ahora envejecía olvidado en
un asilo cercano a Dondall, fingiéndose loco, para evitar una condena.
Entonces volvió a preguntar mi nombre y el de mis padres y
se rio. También volvió a hablarme de su cicatriz que había costado cincuenta
libras: el precio de su pensión semanal, «como una substancia de hecho». El
banco le liquidaba cincuenta libras por semana a mi Muchacha y otras tantas a
su hermana mayor, pero el maquillaje requería service. (Estoy seguro de haberlo
escrito, pero ella volvía a contármelo y yo soy respetuoso de mis
protagonistas. El arte —pienso— debe testimoniar la realidad, para no
convertirse en una torpe forma de onanismo, ya que las hay mejores.) Necesitaba
service la cicatriz y le impedía, entre otras cosas, la práctica de natación y
de esquí acuático. Coreen adoraba el esquí y las largas estadías al aire libre
en tiempo de humedad y me invitó con un cigarrillo de marihuana: un joint.
Lo rechacé porque había bebido mucho, me sentía ebrio de planes, y no quería
que una caída súbita de mi presión los echara a perder. Mi Muchacha empapaba el
papel de su pequeño joint con un líquido untuoso que guardaba en la
miniatura de Coke de su colgante de oro. «Aceite de heroína», explicó. Ella
había sido adicta y friendo ese juguito que impregnaba el papel y la yerba,
tranquilizaba sus deseos. Hacía un año que venía abandonando el hábito, temía
recaer en los pinchazos que habían matado a sus mejores amigos una noche en
París —septicemia— y ahora quería curarse y salir de aquello porque su pensión
no le alcanzaba para solventar el hábito: ya bastantes problemas le traía el
service de su maquilladora. Después volvió a dejarme solo en la cocina, fue al
baño y yo robé del sótano una lata de queso cammembert, y a medida que me lo
iba comiendo con mi cuchara de madera, hice una recorrida por las dependencias
de la cocina: arte testimonial.
Amén de varios hornos verticales, y un gran hogar revestido
de barro para hacer pan, en la sala contigua tenían una máquina de asar
eléctrica, con un spiedo que mediría tres metros de ancho por uno de
circunferencia. Calculé que un pueblo en marcha hacia la liberación podía asar
allí media docena de misioneros mormones ante un millar de fervientes watussi
desesperados por su alícuota de dulzona carne de misionero mormón rotí. Más
allá de la sala estaba el depósito de tubos de gas, leñas, carbón y especias.
Olía a ajo el lugar, pero no vi ajo sino ramas de laurel y bolsas de yute con
hierbas aromáticas que no supe calificar. ¿Romero? ¿Peter Nollys? ¿Kelpsias? ¡Vaya
uno a distinguir las sofisticadas preferencias de esos maniáticos magnates
británicos…!
Cuando Coreen —mi Muchacha Punk, dueña y señora de la casa—
volvía del baño, trabó la puerta que separaba la cocina del office —al que ella
llamaba «hogar» en inglés— de los salones donde seguían gritándose barbaridades
sus amigos. Ignoro lo que habrán dicho ellos, pero como resumen dijo que eran
unos piojos hijos de perra; grave. Prendió otro joint con la brasa de
mis 555, y —¡Achalay!— nos fuimos con él a apestar el dormitorio de su hermana,
donde dormiríamos, pues el suyo venía desordenado de la tarde anterior.
El pasillo que llevaba a los cuartos, estaba custodiado por
grandes cuadros que parecían de buena calidad. Reparé en el piso: listones de
roble enteros se extendían a lo largo de quince o veinte metros. Sin alfombra
ni lustre alguno, la madera blanca repulida me evocó la cubierta de aquellos
clippers que se hacía construir la pandilla de nobles que rondaba a Disraeli
para gastar sus vacaciones en Gibraltar. ¡Un derroche! El cuarto de la hermana
era amplio, sobriamente alfombrado, y en un rincón había una piel de tigre, en
otro, una de cebra Viel y otras pieles gruesas que supuse serían de algún lanar
exótico, pues eran más grandes que las pieles de las ovejas más grandes que mis
ojos han visto y que las que cualquier humano podría imaginar con o sin joints
embebidos en substancias equis.
Nos acostamos. Tercera decepción del narrador: mi Muchacha
Punk era tan limpia como cualquier chitrula de Flores o de Belgrano R. Nada
previsible en una inglesa y en todo discordante con mis expectativas hacia lo
punk. ¡Las sábanas…! ¡Las sábanas eran más suaves que las del mejor hotel que
conocí en mi vida! Yo, que por mi antigua profesión solía camuflarme en todos
los hoteles de primera clase y hasta he dormido —en casos de errores en las
reservas que de ese modo trataron los gerentes de reparar— en suites especiales
para noches de bodas o para huéspedes VIP, nunca sentí en mi piel fibras tan
suaves como las de esas sábanas de seda suave, que olían a lima o a capullitos
de bergamota en vísperas de la apertura de sus cálices. Tercera decepción del
lector: Yo jamás me acosté con una muchacha punk. Peor: yo jamás vi muchachas
punk, ni estuve en Londres, ni me fueron franqueadas las puertas de residencias
tan distinguidas. Puedo probarlo: desde marzo de 1976 no he vuelto a hacer el
amor con otras personas. (Ella se fue, se fue a la quinta, nunca volvió, jamás
volvió a llamarme. La franquean otros hombres, otros. Nos ha olvidado; creo que
me ha olvidado).
Cuarta decepción del narrador: no diré que era virgen, pero
era más torpe que la peor muchacha virgen del barrio de Belgrano o de Parque
Centenario. Al promediar eso (¿el amor?) se largó a declamar la letanía bien
conocida por cualquier visitante de Londres: «ai camin ai camin ai camin ai
camin ai camin», gritaba, gritaba, gritaba, sustituyendo los conocidos «ai voi
ai voi ai voi ai voi» de las pebetas de mi pago, que sumen al varón en el más
turbado pajar de dudas sobre la naturaleza de ese sitio sagrado hacia el que
dicen ir las muchachas del hemisferio sur y del que creen venir sus
contrapartidas británicas. Pero uno hace todo esto para vivir y se amolda.
¡Vaya si se amolda! Por ejemplo:
Y después se durmió. Habrá sido el vino o las drogas, pero
durmió sonriendo, y su cuerpo fue presa de una prodigiosa blandura. Miré el
reloj: eran las 5.30 y no podía pegar un ojo, tal vez a causa del café, o de lo
que agregamos al café. Revisé los libros que se apilaban en la mesa de luz del
cuarto de la hermana de mi Muchacha Punk. ¡Buenos libros! Blake, Woolf,
Sollers: buena literatura. ¡Cortázar en inglés! (¡Había que ver en una de esas
camas señoriales lo que parece el finado Cortázar puesto en inglés!) Había
manuales de física y muchos números de revistas de ciencias naturales y de
Teoría de los Sistemas. Separé algunas para informarme qué era esa teoría que
yo desconocía pero que justificaba una publicación mensual que ya iba por el
número ciento treinta y cuatro. Las miré. Interesante: enriquecería mi
conversación por un tiempo. Andaba en eso cuando llegó la hermana de mi
Muchacha Punk con su novio. La chica dijo llamarse Dianne y era naturista,
marxista, estudiaba biología, odiaba las drogas, despreciaba a los punks y no
tomó nada bien que estuviésemos acostados en su cuarto, pero disimuló. Cuando
le hablé, su expresión se hizo aún más severa como reprochando que un desnudo,
desde su propia cama, se dirigiese a ella en un inglés tan choto.
No le gusté y ella no pudo disimularlo más. En cambio el novio
me mostró simpatía. Era estudiante de biología, naturista, marxista, odiaba
profundamente a las punks y manifestó un intenso desprecio hacia las drogas y
sus clientes. Creo que de no haber mediado el episodio del encuentro y la
irritación de su novia, habríamos podido entablar una provechosa amistad. Me
convidaron con sus frutas, algo muy delicioso, parecido al níspero y muy
refrescante, que erradicó de mis encías el gustito a Coreen. Ella, a pesar de
nuestra conversación en voz muy alta, mis gritos angloargentinos, mis
carcajadas y los mendrugos de risa que alguno de mis chistes lograron de la
bióloga, no despertaba.
Dije a los chicos que me vestiría y que debía partir pues me
esperaban en mi hotel. Ellos dijeron que no era necesario, que siempre dormían
en el suelo por motivos higiénicos y que yo podía seguir leyendo, pues «la luz
de la luz no nos molesta». Así dijeron. Se desnudaron, se echaron sobre una
piel de oso y se cubrieron hasta los ojos con una manta hindú. De inmediato
entraron en un profundo sueño y los vi dormir y respirar a un mismo ritmo, boca
arriba y agarraditos de las manos. Pero yo no podía dormir; apagué la luz de la
luz y estuve un rato velando y escuchando el contraste entre las respiraciones
simétricas de la pareja, y la de Coreen, más fuerte y de ritmo más que sinuoso.
Prendí la luz y revisé el reloj: eran las siete, pronto amanecería. Acaricié
los pelos de mi Muchacha, su carita, sus lindísimos hombros y sus brazos, y
casi estuve a punto de hacer el amor una vez más, pero temí que un movimiento
traicionero pudiese despertarla. Aproveché para mirar su piel delicada y suave.
Nada Punk, muy aristocrática la piel de mi Muchacha. Le estudié bien el
agujerito de la nariz: medía seis milímetros de ancho y formaba una estrella de
cinco puntas. ¿O eran cinco milímetros y la estrella tenía seis puntas? Nunca
lo volveré a mirar. Para esta historia basta consignar que estaba dibujado con
precisión y que debió ser obra de algún cirujano plástico que habrá cargado no
menos de quinientos pounds de honorarios. ¡Un derroche! Miré la cicatriz de la
mitad izquierda de mi chica: había perdido más color y estaba apelmazada por el
roce de mi mentón que la barba crecida de dos días tornó abrasivo. Me apenó
imaginar que en la tarde siguiente, al despertar, mi Muchachita Punk me
guardaría rencor por eso. Escribí un papelito diciendo que el service quedaba a
mi cargo y lo dejé abrochado con un clip junto a un billete de cincuenta libras
que había comprado tan barato en Buenos Aires, en la garganta de su botita de
astrakán. Así asumía mi responsabilidad, y ella no necesitaría esperar otra
semana para poner su cicatriz a cero kilómetro. Actué como hombre y como
argentino y aunque nadie atine nunca a determinar qué espera un punk de la
gente, yo no podía permitir que al otro día mi Muchachita se amargase y
anduviera por todas las discotheques de Londres insinuando que nosotros somos
unos hijos de perra que perturbamos sus cicatrices y no pagamos el service,
desmereciendo aún más la horrible imagen de mi patria que desde hace un tiempo
inculcan a los jóvenes europeos. Me vestí. Al dejar el cuarto apagué las luces.
Para salir destrabé la cerradura de la cocina pero volví a cerrarla y deslicé
la llave bajo la puerta. Los punks seguían peleando: el africano reprochaba a
los otros no haberlo despertado para la cena. Otro lloraba, creo que era el
francés. Después oí una sílabas rarísimas: era alguien que hablaba en holandés.
Gracias a Dios no me vieron y encontré un taxi no bien salí
a la calle, fría como una daga rusa olvidada por un geólogo ruso recién
graduado en la heladera de un hotel próximo a las obras suspendidas de Paraná
Medio.
La tarde siguiente, leí en The Guardian que durante
la noche catorce vagabundos, a causa del frío, habían muerto, o crepado,
estirando sin rencor sus veintitantas vagabundas patas inglesas, en pleno
corazón de la ciudad de Londres. Hicieron no sé cuántos grados Farenheit;
calculo que serían unos diez grados bajo cero, penique más, penique menos. En
el hotel me pegué un baño de inmersión y calentito y con el agua hasta la nariz
leí en la edición internacional de Clarín las hermosas noticias de mi
patria. Quise volver. Al día siguiente volé a Bonn y de allí fui a Copenhague.
Al cuarto día estaba lo más campante en Londres y no bien me instalé en el
hotel quise encontrar a mi Muchacha Punk. No tenía su teléfono; su nombre no
figura en el directorio de la vieja ciudad. Corrí a su casa. Me recibió
amistosamente Ferdinand, el novio de la hermana: mi Muchacha estaba en New York
visitando a la madre y de allí saltaría a Zambia, para reunirse con el padre.
Volvería recién a fines de abril, y él no me invitaba a pasar porque en ese
momento salía para la universidad, donde daba sus clases de citología. Tipo
agradable Ferdinand: tenía un Morris blanco y negro y manejaba con prudencia en
medio de la rough hour aquel atardecer de invierno. Se mostró preocupado
porque hacía un año le venían fallando las luces indicadoras de giro del
autito. Le sugerí que debía ser un fusible, que seguramente eso era lo más probable
que le sucedería al Morris. Rumió un rato mi hipótesis y finalmente concedió:
—No lo sé, tal vez tengas razón…
Me dejó en Victoria Station, donde yo debía comprar unos
catálogos de armas y unos artículos de caza mayor para mi gente de Buenos
Aires. Nos despedimos afectuosamente. El armero de Aldwick era un judío inglés
de barbita con rulos y trenzas negras, lubricadas con reflejos azules. Entre él
y el librero de Victoria Embankment —un paquistaní— acabaron de estropearme la
tarde con su poca colaboración y su velada censura a mi acento. El judío me
preguntó cuál era mi procedencia; el pakistano me preguntó de dónde yo venía.
Contesté en ambos casos la verdad. ¿Qué iba a decir? ¿Iba a andar con remilgos
y tapujos cuando más precisaba de ellos? ¿Qué habría hecho otro en mi lugar…?
¡A muchos querría ver en una situación como la de aquel atardecer tristísimo de
invierno inglés…! Oscurecía. Inapelable, se nos estaba derrumbando la noche
encima. Cuando escuchó la palabra «Argentina», el armero judío hizo un gesto
con sus manos: las extendió hacia mí, cerró los puños, separó los pulgares y
giró sus codos describiendo un círculo con los extremos de los dedos. No
entendí bien, pero supuse que sería un ademán ritual vinculado a la manera de
bautizar de ellos. El paqui, cuando oyó que decía «Buenos Aires, Argentina,
Sur» arregló su turbante violeta y adoptó una pose de danzarín griego —tipo
Zorba— (¿O sería una pose de danza del folklore de su tierra…?). Giró en el
aire, chistó rítmicamente, palmeó sus manos y cantó muy desafinado la frase
«cidade maravilhosa dincantos mil», pero apoyándola contra la melodía de la
opereta Evita. Después volvió a girar, se tocó el culo con las dos
manos, se aplaudió, y se quedó entreabierto mostrándome sus dientes perfectos
de marfil. Sentí envidia y pedí a Dios que se muriera, pero no se murió.
Entonces le sonreí argentinamente y él sonrió a su manera y yo miré el pedazo
visible de Londres tras el cristal de su vidriera: pura noche era el cielo,
debía partir y señalé varias veces mi reloj para apurarlo. No era antipático
aquel mulato hijo de mala perra, pero, como todo propietario de comercio
inglés, era petulante y achanchado: tardó casi una hora para encontrar un
simple catálogo de Webley & Scott. ¡Así les va…!
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