jueves, 3 de enero de 2019

Cuello de gatito negro. Julio Cortázar.


Por lo demás no era la primera vez que le pasaba, pero de todos modos siempre había sido Lucho el que llevaba la iniciativa, apoyando la mano como al descuido para rozar la de una rubia o una pelirroja que le caía bien, aprovechando los vaivenes en los virajes del metro y entonces por ahí había respuesta, había gancho, un dedito se quedaba prendido un momento antes de la cara de fastidio o indignación, todo dependía de tantas cosas, a veces salía bien, corría, el resto entraba en el juego como iban entrando las estaciones en las ventanillas del vagón, pero esa tarde pasaba de otra manera, primero que Lucho estaba helado y con el pelo lleno de nieve que se había derretido en el andén y le resbalaban gotas frías por dentro de la bufanda, había subido al metro en la estación de la rue du Bac sin pensar en nada, un cuerpo pegado a tantos otros esperando que en algún momento fuese la estufa, el vaso de coñac, la lectura del diario antes de ponerse a estudiar alemán entre siete y media y nueve, lo de siempre salvo ese guantecito negro en la barra de apoyo, entre montones de manos y codos y abrigos un guantecito negro prendido en la barra metálica y él con su guante marrón mojado firme en la barra para no írsele encima a la señora de los paquetes y la nena llorona, de golpe la conciencia de que un dedo pequeñito se estaba como subiendo a caballo por su guante, que eso venía desde una manga de piel de conejo más bien usada, la mulata parecía muy joven y miraba hacia abajo como ajena, un balanceo más entre el balanceo de tantos cuerpos apelmazados; a Lucho le había parecido un desvío de la regla más bien divertido, dejó la mano suelta, sin responder, imaginando que la chica estaba distraída, que no se daba cuenta de esa leve jineteada en el caballo mojado y quieto. Le hubiera gustado tener sitio suficiente como para sacar el diario del bolsillo y leer los titulares donde se hablaba de Biafra, de Israel y de Estudiantes de la Plata, pero el diario estaba en el bolsillo de la derecha y para sacarlo hubiera tenido que soltar la mano de la barra, perdiendo el apoyo necesario en los virajes, de manera que lo mejor era mantenerse firme, abriéndole un pequeño hueco precario entre sobretodos y paquetes para que la nena estuviera menos triste y su madre no le siguiera hablando con ese tono de cobrador de impuestos.
Casi no había mirado a la chica mulata. Ahora le sospechó la mata de pelo encrespado bajo la capucha del abrigo y pensó críticamente que con el calor del vagón bien podía haberse echado atrás la capucha, justamente cuando el dedo le acariciaba de nuevo el guante, primero un dedo y luego dos trepándose al caballo húmedo. El viraje antes de Montparnasse-Bienvenue empujó a la chica contra Lucho, su mano resbaló del caballo para apretarse a la barra, tan pequeña y tonta al lado del gran caballo que naturalmente le buscaba ahora las cosquillas con un hocico de dos dedos, sin forzar, divertido y todavía lejano y húmedo. La muchacha pareció darse cuenta de golpe (pero su distracción, antes, también había tenido algo de repentino y de brusco), y apartó un poco más la mano, mirando a Lucho desde el oscuro hueco que le hacía la capucha para fijarse luego en su propia mano como si no estuviera de acuerdo o estudiara las distancias de la buena educación. Mucha gente había bajado en Montparnasse-Bienvenue y Lucho ya podía sacar el diario, solamente que en vez de sacarlo se quedó estudiando el comportamiento de la manita enguantada con una atención un poco burlona, sin mirar a la chica que otra vez tenía los ojos puestos en los zapatos ahora bien visibles en el piso sucio donde de golpe faltaban la nena llorona y tanta gente que se estaba bajando en la estación Falguière. El tirón del arranque obligó a los dos guantes a crisparse en la barra, separados y obrando por su cuenta, pero el tren estaba detenido en la estación Pasteur cuando los dedos de Lucho buscaron el guante negro que no se retiró como la primera vez sino que pareció aflojarse en la barra, volverse todavía más pequeño y blando bajo la presión de dos, de tres dedos, de toda la mano que se subía en una lenta posesión delicada, sin apoyar demasiado, tomando y dejando a la vez, y en el vagón casi vacío ahora que se abrían las puertas en la estación Volontaires, la muchacha girando poco a poco sobre un pie enfrentó a Lucho sin alzar la cara, como mirándolo desde el guantecito cubierto por toda la mano de Lucho, y cuando al fin lo miró, sacudidos los dos por un barquinazo entre Volontaires y Vaugirard, sus grandes ojos metidos en la sombra de la capucha estaban ahí como esperando, fijos y graves, sin la menor sonrisa ni reproche, sin nada más que una espera interminable que vagamente le hizo mal a Lucho.
—Es siempre así—dijo la muchacha—. No se puede con ellas.
—Ah —dijo Lucho, aceptando el juego pero preguntándose por qué no era divertido, por qué no lo sentía juego aunque no podía ser otra cosa, no había ninguna razón para imaginar que fuera otra cosa.
—No se puede hacer nada —repitió la chica—. No entienden o no quieren, vaya a saber, pero no se puede hacer nada contra.
Le estaba hablando al guante, mirando a Lucho sin verlo le estaba hablando al guantecito negro casi invisible bajo el gran guante marrón.
—A mí me pasa igual —dijo Lucho—. Son incorregibles, es cierto.        
—No es lo mismo —dijo la chica.
—Oh, sí, usted vio.
—No vale la pena hablar —dijo ella, bajando la cabeza—. Discúlpeme, fue culpa mía.
Era el juego, claro, pero por qué no era divertido, por qué él no lo sentía juego aunque no podía ser otra cosa, no había ninguna razón para imaginar que fuera otra cosa.
—Digamos que fue culpa de ellas —dijo Lucho apartando su mano para marcar el plural, para denunciar a las culpables en la barra, las enguantadas silenciosas distantes quietas en la barra.
—Es diferente —dijo la chica—. A usted le parece lo mismo, pero es tan diferente.
—Bueno, siempre hay una que empieza.
—Sí, siempre hay una.
Era el juego, no había más que seguir las reglas sin imaginar que hubiera otra cosa, una especie de verdad o de desesperación. Por qué hacerse el tonto en vez de seguirle la corriente si le daba por ahí.
—Usted tiene razón —dijo Lucho—. Habría que hacer algo en contra, no dejarlas.
—No sirve de nada —dijo la chica.
—Es cierto, apenas uno se distrae, ya ve.
—Sí —dijo ella—. Aunque usted lo esté diciendo en broma.
—Oh no, hablo tan en serio como usted. Mírelas. El guante marrón jugaba a rozar el guantecito negro inmóvil, le pasaba un dedo por la cintura, lo soltaba, iba hasta el extremo de la barra y se quedaba mirándolo, esperando. La chica agachó aún más la cabeza y Lucho volvió a preguntarse por qué todo eso no era divertido ahora que no quedaba más que seguir jugando.
—Si fuera en serio —dijo la chica, pero no le hablaba a él, no le hablaba a nadie en el vagón casi vacío—. Si fuera en serio, entonces a lo mejor.
—Es en serio —dijo Lucho— y realmente no se puede hacer nada en contra.
Ahora ella lo miró de frente, como despertándose; el metro entraba en la estación Convention.
—La gente no puede comprender —dijo la chica—. Cuando es un hombre, claro, enseguida se imagina que…
Vulgar, desde luego, y además habría que apurarse porque sólo quedaban tres estaciones.
—Y peor todavía si es una mujer —estaba diciendo la chica—. Ya me ha pasado y eso que las vigilo desde que subo, todo el tiempo, pero ya ve.
—Por supuesto —aceptó Lucho—. Llega ese minuto en que uno se distrae, es tan natural, y entonces se aprovechan.
—No hable por usted —dijo la chica—. No es lo mismo. Perdóneme, yo tuve la culpa, me bajo en Corentin Celton.
—Claro que tuvo la culpa —se burló Lucho—. Yo tendría que haber bajado en Vaugirard y ya ve, me ha hecho pasar dos estaciones.
El viraje los tiró contra la puerta, las manos resbalaron hasta juntarse en el extremo de la barra. La chica seguía diciendo algo, disculpándose tontamente; Lucho sintió otra vez los dedos del guante negro que se trepaban a su mano, la ceñían. Cuando ella lo soltó bruscamente murmurando una despedida confusa, no quedaba más que una cosa por hacer, seguirla por el andén de la estación, ponerse a su lado y buscarle la mano como perdida boca abajo al término de la manga, balanceándose sin objeto.
—No —dijo la chica—. Por favor, no. Déjeme seguir sola.
—Por supuesto —dijo Lucho sin soltarle la mano—. Pero no me gusta que se vaya así, ahora. Si hubiéramos tenido más tiempo en el metro…
—¿Para qué? ¿De qué sirve tener más tiempo?
—A lo mejor hubiéramos terminado por encontrar algo, juntos. Algo contra, quiero decir.
—Pero usted no comprende —dijo ella—. Usted piensa que…
—Vaya a saber lo que pienso —dijo honradamente Lucho—. Vaya a saber si en el café de la esquina tienen buen café, y si hay un café en la esquina, porque este barrio no lo conozco casi.
—Hay un café —dijo ella— pero es malo.
—No me niegue que se ha sonreído.
—No lo niego, pero el café es malo.
—De todas maneras, hay un café en la esquina.
—Sí —dijo ella, y esta vez le sonrió mirándolo—. Hay un café, pero el café es malo, y usted cree que yo…
—Yo no creo nada—dijo él, y era malditamente cierto.
—Gracias —dijo increíblemente la chica. Respiraba como si la escalera la fatigara, y a Lucho le pareció que estaba temblando, pero otra vez el guante negro pequeñito colgante tibio inofensivo ausente, otra vez lo sentía vivir entre sus dedos, retorcerse, apretarse enroscarse bullir estar bien estar tibio estar contento acariciante negro guante pequeñito dedos dos tres cuatro cinco uno, dedos buscando dedos y guante en guante, negro en marrón, dedo entre dedo, uno entre uno y tres, dos entre dos y cuatro. Eso sucedía, se balanceaba ahí cerca de sus rodillas, no se podía hacer nada, era agradable y no se podía hacer nada o era desagradable pero lo mismo no se podía hacer nada, eso ocurría ahí y no era Lucho quien estaba jugando con la mano que metía sus dedos entre los suyos y se enroscaba y bullía, y tampoco de alguna manera la chica que jadeaba al llegar a lo alto de la escalera y alzaba la cara contra la llovizna como si quisiera lavársela del aire estancado y caliente de las galerías del metro.
—Vivo ahí —dijo la chica, mostrando una ventana alta entre tantas ventanas de tantos altos inmuebles iguales en la acera opuesta—. Podríamos hacer un nescafé, es mejor que ir a un bar, yo creo.
—Oh sí —dijo Lucho, y ahora eran sus dedos los que se iban cerrando lentamente sobre el guante como quien aprieta el cuello de un gatito negro. La pieza era bastante grande y muy caliente, con una azalea y una lámpara de pie y discos de Nina Simone y una cama revuelta que la chica avergonzadamente y disculpándose rehizo a tirones. Lucho la ayudó a poner tazas y cucharas en la mesa cerca de la ventana, hicieron un nescafé fuerte y azucarado, ella se llamaba Dina y él Lucho. Contenta, como aliviada, Dina hablaba de la Martinica, de Nina Simone, por momentos daba una impresión de apenas núbil dentro de ese vestido liso color lacre, la minifalda le quedaba bien, trabajaba en una notaría, las fracturas de tobillo eran penosas pero esquiar en febrero en la Haute Savoie, ah. Dos veces se había quedado mirándolo, había empezado a decir algo con el tono de la barra en el metro, pero Lucho había bromeado, ya decidido a basta, a otra cosa, inútil insistir y al mismo tiempo admitiendo que Dina sufría, que a lo mejor le hacía daño renunciar tan pronto a la comedia como si eso tuviera ahora la menor importancia. Y a la tercera vez, cuando Dina se había inclinado para echar el agua caliente en su taza, murmurando de nuevo que no era culpa suya, que solamente de a ratos le pasaba, que ya veía él como todo era diferente ahora, el agua y la cucharita, la obediencia de cada gesto, entonces Lucho había comprendido pero vaya a saber qué, de golpe había comprendido y era diferente, era del otro lado, la barra valía, el juego no había sido un juego, las fracturas de tobillo y el esquí podían irse al diablo ahora que Dina hablaba de nuevo sin que él la interrumpiera o la desviara, dejándola, sintiéndola, casi esperándola, creyendo porque era absurdo, a menos que sólo fuera porque Dina con su carita triste, sus menudos senos que desmentían el tópico, sencillamente porque Dina. A lo mejor habría que encerrarme, había dicho Dina sin exageración, en cualquier momento ocurre, usted es usted, pero otras veces. Otras veces qué. Otras veces insultos, manotazos a las nalgas, acostarse enseguida, nena, para qué perder tiempo. Pero entonces. Entonces qué. Pero entonces, Dina.
—Yo pensé que había comprendido —dijo Dina, hosca—. Cuando le digo que a lo mejor habría que encerrarme.
—Tonterías. Pero yo, al principio…
—Ya sé. Cómo no le iba a ocurrir al principio. Justamente es eso, al principio cualquiera se equivoca, es tan lógico. Tan lógico, tan lógico. Y encerrarme también sería lógico.
—No, Dina.
—Pero sí, carajo. Perdóneme. Pero sí. Sería mejor que lo otro, que tantas veces. Ninfo no sé cuánto. Putita, tortillera. Sería bastante mejor al fin y al cabo. O cortármelas yo misma con el hacha de picar carne. Pero no tengo un hacha —dijo Dina sonriéndole como para que la perdonara una vez más, tan absurda reclinada en el sillón, resbalando cansada, perdida, con la minifalda cada vez más arriba, olvidada de sí misma, mirándolas solamente tomar una taza, echar el nescafé, obedientes hipócritas hacendosas tortilleras putitas ninfo no sé cuánto.
—No diga tonterías —repitió Lucho, perdido en algo que jugaba a cualquier cosa ahora, a deseo, a desconfianza, a protección—. Ya sé que no es normal, habría que encontrar las causas, habría que. De todas maneras para qué ir tan lejos. El encierro o el hacha, quiero decir.
—Quién sabe —dijo ella—. A lo mejor habría que ir muy lejos, hasta el final. A lo mejor sería la única manera de salir.
—¿Qué quiere decir lejos? —preguntó Lucho, cansado—. ¿Y cuál es el final?
—No sé, no sé nada. Tengo solamente miedo. Yo también me impacientaría si otro me hablara así, pero hay días en que. Sí, días. Y noches.
—Ah —dijo Lucho acercando el fósforo al cigarrillo—. Porque también de noche, claro.
—Sí.
—Pero no cuando está sola.
—También cuando estoy sola.
—También cuando está sola. Ah.
—Entiéndame, quiero decir que.
—Está bien —dijo Lucho, bebiendo el café—. Está muy bueno, muy caliente. Lo que necesitábamos con un día así.
—Gracias —dijo ella simplemente, y Lucho la miró porque no había querido agradecerle nada, simplemente sentía la recompensa de ese momento de reposo, de que la barra hubiera cesado por fin.
—Y eso que no era malo ni desagradable —dijo Dina como si adivinara—. No me importa que no me crea, pero para mí no era malo ni desagradable, por primera vez.
—¿Por primera vez qué?
—Eso, que no fuera malo ni desagradable.
—¿Que se pusieran a…?
—Sí, que de nuevo se pusieran a, y que no fuera ni malo ni desagradable.
—¿Alguna vez la llevaron presa por eso? —preguntó Lucho, bajando la taza hasta el platillo con un movimiento lento y deliberado, guiando su mano para que la taza aterrizara exactamente en el centro del platillo. Contagioso, che.
—No, nunca, pero en cambio… Hay otras cosas. Ya le dije, los que piensan que es a propósito y también ellos empiezan, igual que usted. O se enfurecen, como las mujeres, y hay que bajarse en la primera estación o salir corriendo de la tienda o del café.
—No llores —dijo Lucho—. No vamos a ganar nada si te pones a llorar.
—No quiero llorar —dijo Dina—. Pero nunca había podido hablar con alguien así, después de… Nadie me cree, nadie puede creerme, usted mismo no me cree, solamente es bueno y no quiere hacerme daño.
—Ahora te creo —dijo Lucho—. Hasta hace dos minutos yo era como los otros. A lo mejor deberías reírte en vez de llorar.
—Ya ve —dijo Dina, cerrando los ojos—. Ya ve que es inútil. Tampoco usted, aunque lo diga, aunque lo crea. Es demasiado idiota.
—¿Te has hecho ver?
—Sí. Ya sabés, calmantes y cambio de aire. Unos cuantos días te engañás, pensás que…
—Sí —dijo Lucho, alcanzándole los cigarrillos—. Espera. Así. A ver qué hace.
La mano de Dina tomó el cigarrillo con el pulgar y el índice, y a la vez el anular y el meñique buscaron enroscarse en los dedos de Lucho que mantenía el brazo tendido, mirando fijamente. Libre del cigarrillo, sus cinco dedos bajaron hasta envolver la pequeña mano morena, la ciñeron apenas, empezando una lenta caricia que resbaló hasta dejarla libre, temblando en el aire; el cigarrillo cayó dentro de la taza. Bruscamente las manos subieron hasta la cara de Dina, doblada sobre la mesa, quebrándose en un hipo como de vómito.
—Por favor —dijo Lucho, levantando la taza—. Por favor, no. No llores así, es tan absurdo.
—No quiero llorar —dijo Dina—. No tendría que llorar, al contrario, pero ya ves.
—Toma, te va a hacer bien, está caliente; yo haré otro para mí, espera que lave la taza.
—No, déjame a mí.
Se levantaron al mismo tiempo, se encontraron al borde de la mesa. Lucho volvió a dejar la taza sucia sobre el mantel; las manos les colgaban lacias contra los cuerpos; solamente los labios se rozaron, Lucho mirándola de lleno y Dina con los ojos cerrados, las lágrimas.
—Tal vez —murmuró Lucho—, tal vez sea esto lo que tenemos que hacer, lo único que podemos hacer, y entonces.
—No, no, por favor —dijo Dina, inmóvil y sin abrir los ojos—. Vos no sabes lo que… No, mejor no, mejor no.
Lucho le había ceñido los hombros, la apretaba despacio contra él, la sentía respirar contra su boca, un aliento caliente con olor de café y de piel morena. La besó en plena boca, ahondando en ella, buscándole los dientes y la lengua; el cuerpo de Dina se aflojaba en sus brazos, cuarenta minutos antes su mano había acariciado la suya en la barra de un asiento de metro, cuarenta minutos antes un guante negro pequeñito sobre un guante marrón. La sentía resistir apenas, repetir la negativa en la que había habido como el principio de una prevención, pero todo cedía en ella, en los dos, ahora los dedos de Dina subían lentamente por la espalda de Lucho, su pelo le entraba en los ojos, su olor era un olor sin palabras ni prevenciones, la colcha azul contra sus cuerpos, los dedos obedientes buscando los cierres, dispersando ropas, cumpliendo las órdenes, las suyas y las de Dina contra la piel, entre los muslos, las manos como las bocas y las rodillas y ahora los vientres y las cinturas, un ruego murmurado, una presión resistida, un echarse atrás, un instantáneo movimiento para trasladar de la boca a los dedos y de los dedos a los sexos esa caliente espuma que lo allanaba todo, que en un mismo movimiento unía sus cuerpos y los lanzaba al juego. Cuando encendieron cigarrillos en la oscuridad (Lucho había querido apagar la lámpara y la lámpara había caído al suelo con un ruido de vidrios rotos, Dina se había enderezado como aterrada, negándose a la oscuridad, había hablado de encender por lo menos una vela y de bajar a comprar otra bombilla, pero él había vuelto a abrazarla en la sombra y ahora fumaban y se entreveían a cada aspiración del humo, y se besaban de nuevo), afuera llovía obstinadamente, la habitación recalentada los contenía desnudos y laxos, rozándose con manos y cinturas y cabellos se dejaban estar, se acariciaban interminablemente, se veían con un tacto repetido y húmedo, se olían en la sombra murmurando una dicha de monosílabos y diástoles. En algún momento las preguntas volverían, las ahuyentadas que la oscuridad guardaba en los rincones o debajo de la cama, pero cuando Lucho quiso saber, ella se le echó encima con su piel empapada y le calló la boca a besos, a blandos mordiscos, sólo mucho más tarde, con otros cigarrillos entre los dedos, le dijo que vivía sola, que nadie le duraba, que era inútil, que había que encender una luz, que del trabajo a su casa, que nunca la habían querido, que había esa enfermedad, todo como si no importara en el fondo o fuese demasiado importante para que las palabras sirvieran de algo, o quizá como si todo aquello no fuera a durar más allá de la noche y pudiera prescindir de explicaciones, algo apenas empezado en una barra de metro, algo en que sobre todo había que encender una luz.
—Hay una vela en alguna parte —había insistido monótonamente, rechazando sus caricias—. Ya es tarde para bajar a comprar una bombilla. Déjame buscarla, debe estar en algún cajón. Dame los fósforos.
—No la enciendas todavía —dijo Lucho—. Se está tan bien así, sin vernos.
—No quiero. Se está bien pero ya sabes, ya sabes. A veces.
—Por favor —dijo Lucho, tanteando en el suelo para encontrar los cigarrillos—, por un rato que nos habíamos olvidado… ¿Por qué volvés a empezar? Estábamos bien, así.
—Déjame buscar la vela —repitió Dina.
—Búscala, da lo mismo —dijo Lucho alcanzándole los fósforos. La llama flotó en el aire estancado de la pieza dibujando el cuerpo apenas menos negro que la oscuridad, un brillo de ojos y de uñas, otra vez tiniebla, frotar de otro fósforo, oscuridad, frotar de otro fósforo, movimiento brusco de la llama que se apagaba en el fondo de la pieza, una breve carrera como sofocada, el peso del cuerpo desnudo cayendo de través sobre el suyo, haciéndole daño contra las costillas, su jadeo. La abrazó estrechamente, besándola sin saber de qué o por qué tenía que calmarla, le murmuró palabras de alivio, la tendió contra él, bajo él, la poseyó dulcemente y casi sin deseo desde una larga fatiga, la entró y la remontó sintiéndola crisparse y ceder y abrirse y ahora, ahora, ya, ahora, así, ya, y la resaca devolviéndolos a un descanso boca arriba mirando la nada, oyendo latir la noche con una sangre de lluvia allí fuera, interminable gran vientre de la noche guardándolos de los miedos, de barras de metro y lámparas rotas y fósforos que la mano de Dina no había querido sostener, que había doblado hacia abajo para quemarse y quemarla, casi como un accidente porque en la oscuridad el espacio y las posiciones cambian y se es torpe como un niño pero después el segundo fósforo aplastado entre dos dedos, cangrejo rabioso quemándose con tal de destruir la luz, entonces Dina había tratado de encender un último fósforo con la otra mano y había sido peor, no podía ni decirlo a Lucho que la oía desde un miedo vago, un cigarrillo sucio. No te das cuenta que no quieren, es otra vez. Otra vez qué. Eso. Otra vez qué. No, nada, hay que encontrar la vela. Yo la buscaré, dame los fósforos. Se cayeron allá, en el rincón. Quédate quieta, espera. No, no vayas, por favor no vayas. Déjame, yo los encontraré. Vamos juntos, es mejor. No, déjame, yo los encontraré, decime dónde puede estar esa maldita vela. Por ahí, en la repisa, si encendieras un fósforo a lo mejor. No se verá nada, dejame ir. Rechazándola despacio, desanudándole las manos que le ceñían la cintura, levantándose poco a poco. El tirón en el sexo lo hizo gritar más de sorpresa que de dolor, buscó como un látigo el puño que lo ataba a Dina tendida de espaldas y gimiendo, le abrió los dedos y la rechazó violentamente. La oía llamarlo, pedirle que volviera, que no volvería a pasar, que era culpa de él por obstinarse. Orientándose hacia lo que creía el rincón se agachó junto a la cosa que podía ser la mesa y tanteó buscando los fósforos, le pareció encontrar uno pero era demasiado largo, quizá un escarbadientes, y la caja no estaba ahí, las palmas de las manos recorrían la vieja alfombra, de rodillas se arrastraba bajo la mesa; encontró un fósforo, después otro, pero no la caja; contra el piso parecía todavía más oscuro, olía a encierro y a tiempo. Sintió los garfios que le corrían por la espalda, subiendo hasta la nuca y el pelo, se enderezó de un salto rechazando a Dina que gritaba contra él y decía algo de la luz en el rellano de la escalera, abrir la puerta y la luz de la escalera, pero claro, cómo no habían pensado antes, dónde estaba la puerta, ahí al frente, no podía ser puesto que la mesa quedaba de lado, bajo la ventana, te digo que ahí, entonces andá vos que sabes, vamos los dos, no quiero quedarme sola ahora, soltame o te pego, no, no, te digo que me sueltes. El empellón lo dejó solo frente a un jadeo, algo que temblaba ahí al lado, muy cerca; estirando los brazos avanzó buscando una pared, imaginando la puerta; tocó algo caliente que lo evadió con un grito, su otra mano se cerró sobre la garganta de Dina como si apretara un guante o el cuello de un gatito negro, la quemazón le desgarró la mejilla y los labios, rozándole un ojo, se tiró hacia atrás para librarse de eso que seguía aferrando la garganta de Dina, cayó de espaldas en la alfombra, se arrastró de lado sabiendo lo que iba a ocurrir, un viento caliente sobre él, la maraña de uñas contra su vientre y sus costillas, te dije, te dije que no podía ser, que encendieras la vela, busca la puerta en seguida, la puerta. Arrastrándose lejos de la voz suspendida en algún punto del aire negro, en un hipo de asfixia que se repetía y repetía, dio con la pared, la recorrió enderezándose hasta sentir un marco, una cortina, el otro marco, la falleba; un aire helado se mezcló con la sangre que le llenaba los labios, tanteó buscando el botón de la luz, oyó detrás la carrera y el alarido de Dina, su golpe contra la puerta entornada, debía haberse dado con la hoja en la frente, en la nariz, la puerta cerrándose a sus espaldas justo cuando apretaba el botón de la luz. El vecino que espiaba desde la puerta de enfrente lo miró y con una exclamación ahogada se metió dentro y trancó la puerta, Lucho desnudo en el rellano lo maldijo y se pasó los dedos por la cara que le quemaba mientras todo el resto era el frío del rellano, los pasos que subían corriendo desde el primer piso, abrime, abrí en seguida, por Dios abrí, ya hay luz, abrí que ya hay luz. Adentro el silencio y como una espera, la vieja envuelta en la bata violeta mirando desde abajo, un chillido, desvergonzado, a esta hora, vicioso, la policía, todos son iguales, madame Roger, madame Roger! «No me va a abrir», pensó Lucho sentándose en el primer peldaño, sacándose la sangre de la boca y los ojos, «se ha desmayado con el golpe y está ahí en el suelo, no me va a abrir, siempre lo mismo, hace frío, hace frío». Empezó a golpear la puerta mientras escuchaba las voces en el departamento de enfrente, la carrera de la vieja que bajaba llamando a madame Roger, el inmueble que se despertaba en los pisos de abajo, preguntas y rumores, un momento de espera, desnudo y lleno de sangre, un loco furioso, madame Roger, abríme Dina, abríme, no importa que siempre haya sido así pero abríme, éramos otra cosa, Dina, hubiéramos podido encontrar juntos, por qué estás ahí en el suelo, qué te hice yo, por qué te golpeaste contra la puerta, madame Roger, si me abrieras encontraríamos la salida, ya viste antes, ya viste cómo todo iba tan bien, simplemente encender la luz y seguir buscando los dos, pero no querés abrirme, estás llorando, maullando como un gato lastimado, te oigo, te oigo, oigo a madame Roger, a la policía, y usted hijo de mil putas por qué me espía desde esa puerta, abríme, Dina, todavía podemos encontrar la vela, nos lavaremos, tengo frío, Dina, ahí vienen con una frazada, es típico, a un hombre desnudo se lo envuelve en una frazada, tendré que decirles que estás ahí tirada, que traigan otra frazada, que echen la puerta abajo, que te limpien la cara, que te cuiden y te protejan porque yo ya no estaré ahí, nos separarán enseguida, verás, nos bajarán separados y nos llevarán lejos uno de otro, qué mano buscarás, Dina, qué cara arañarás ahora mientras te llevan entre todos y madame Roger.

Octaedro, Julio Cortázar, 1974.

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