Dirá usted que de dónde
tanta confiancita, que de cuál fumó esta cigarrera tan vieja y tan habladora,
pero es que le quería pedir algo un poco especial, cómo le diré, un favor
extraño, y como no me gustan los malentendidos prefiero empezar desde el
principio ¿no?, ponerlo en antecedentes. Usted tiene cara de buena persona, por
eso me animé a molestarlo, no crea que a cualquiera le cuento mi vida, sólo a
gentes con educación, con experiencia, que se vea que entienden las cosas del
sentimiento.
Le decía pues que recién
llegada de Pinotepa trabajé aquí en El Sarape, de esto hará veintitantos años,
cuando el cabaret era otra cosa. Teníamos un show de calidad, ensayábamos
nuestras coreografías, no como ahora que las chicas salen a desnudarse como
Dios les da a entender. Mire, no es por agraviar a las jóvenes pero antes había
más respeto al público, más cariño por la profesión. Claro que también la
clientela era diferente, venían turistas de todo el mundo, suizos, franceses,
ingleses, así daba gusto salir a la pista. Yo entiendo a las muchachas de
ahora, no se crea. ¿Para qué le van a dar margaritas a los puercos? Los de
Acapulco todavía se comportan, pero llega cada chilango que dan ganas de
sacarlo a patadas, oiga, nomás vienen a la Zona a molestar a las artistas, a
gritarles de chingaderas, y lo peor es que a la mera hora no se van con
ninguna, yo francamente no sé a qué vienen.
Pues bueno, aquí donde me
ve tenía un cuerpazo. Empecé haciendo un número afroantillano, ya sabe, menear
las caderas y revolcarme en el suelo como lagartija en comal caliente,
zangoloteándome toda, un poco al estilo de Tongolele pero más salvaje. Tenía
mucho éxito, no es por nada pero merecía cerrar la variedad, yo me daba cuenta
porque los hombres veían mi show en silencio, atarantados de calentura, en
cambio a Berenice, la dizque estrella del espectáculo, cada vez que se quitaba
una prenda le gritaban mamacita, bizcocho, te pongo casa, o sea que los ponía
nerviosos por falta de recursos, y es que la pobre no sabía moverse, muy blanca
de su piel y muy platinada pero de arte, cero.
Fue por envidia suya que
me obligaron a cambiar el número. No aguantó que yo le hiciera sombra. Según
don Sabás, un gordo que administraba el cabaret pero no era el dueño, el dueño
era el amante de la Berenice, por algo sé de dónde vino la intriga, según ese
pinche barrigón, que en paz descanse, mi número no gustaba. ¡Hágame usted el
favor! Para qué le cuento cómo me sentí. Estaba negra. Eso te sacas por
profesional, pensé, por tener alma de artista y no alma de puta. Ganas no me
faltaron de gritarle su precio a Sabás y a todo el mundo, pero encendí un
cigarro y dije cálmate, no hagas un escándalo que te cierre las puertas del
medio, primero escucha lo que te propone el gordo y si no va contra tu
dignidad, acéptalo.
Me propuso actuar de
pareja con un bailarín, fingir que hacíamos el acto sexual en el escenario, ve
que ahora ese show lo dan dondequiera pero entonces era novedad, él acababa de
verlo en Tijuana y le parecía un tiro. La idea no me hizo mucha gracia, para
qué le voy a mentir, era como caer de la danza a la pornografía, pero me
discipliné porque lo que más me importaba era darle una lección a la Berenice
¿no?, chingármela en su propio terreno, que viera que yo no sólo para las
maromas servía. En los ensayos me pusieron de pareja a un bailarín muy guapo,
Eleazar creo que se llamaba, lo escogieron a propósito porque de todos los del
Sarape era el menos afeminado, tenía espaldotas de lanchero, mostacho, cejas a
la Pedro Armendáriz. Lástima de hombrón. El pobre no me daba el ancho, nunca
nos compenetramos.
Era demasiado frío, sentía
que me agarraba con pinzas, como si me tuviera miedo, y yo necesitaba entrar un
poco en papel para proyectar placer en el escenario ¿no? Bueno, pues gracias a
Dios la noche del debut Eleazar no se presentó en El Sarape. El día anterior se
fue con un gringo que le puso un penthouse en Los Ángeles, el cabrón tenía
matrimonio en puerta, por algo no se concentraba. Nos fuimos a enterar cuando ya
era imposible cancelar el show, así que me mandaron a la guerra con un
suplente, Gamaliel, que más o menos sabía cómo iba la cosa por haber visto los
ensayos pero era una loca de lo más quebrada, toda una dama, se lo juro. Sabás
le hacía la broma de aventarle unas llaves porque siempre se le caían, y para
levantarlas se agachaba como si trajera falda, pasándose una mano por las
nalgas, muy modosito él. Por suerte se me prendió el foco y pensé, bueno, en
vez de hacer lo que tenías ensayado mejor improvisa, no te sometas al recio
manejo del hombre, ahora que ni hombre hay, haz como si el hombre fueras tú y
la sedujeras a esta loca.
Santo remedio. Gamaliel
empezó un poco destanteado, yo le restregaba los pechos en la cara y él haga de
cuenta que se le venía el mundo encima, no hallaba de dónde agarrarme, pero
apenas empecé a fajármelo despacito, maternalmente, apenas le di confianza y me
puse a jugar con él como su amiga cariñosa, fui notando que se relajaba y hasta
se divertía con el manoseo, tanto que a medio show él tomó la iniciativa y se
puso a dizque penetrarme con mucho estilo, siguiendo con la pelvis la cadencia
del mambo en sax mientras yo lo estimulaba con suaves movimientos de gata.
Estaba Gamaliel metido entre mis piernas, yo le rascaba la espalda con las uñas
de los pies y de pronto sentí que algo duro tocaba mi sexo como queriendo
entrar a la fuerza. Vi a Gamaliel con otra cara, con cara de no reconocerse a sí
mismo, y entonces la vanidad de mujer se me subió a la cabeza, me creí domadora
de jotos o no sé qué y empecé a sentirme de veras lujuriosa, de veras lesbiana,
mordí a Gamaliel en una oreja, le saqué sangre y si no se acaba la música por
Dios que nos lanzamos a ponerle de verdad enfrente de todo mundo.
Nos ovacionaron como cinco
minutos, lo recuerdo muy bien porque al salir la tercera vez a recibir los
aplausos Gamaliel me jaló del brazo para meterme por la cortina y a tirones me
llevó hasta mi camerino porque ya no se aguantaba las ganas. Tampoco yo, para
ser sincera. Caímos en el sofá encima de mis trajes y ahí completamos lo que
habíamos empezado en la pista pero esta vez llegando hasta el fin,
desgarrándonos las mallas, oyendo todavía el aplauso que ahora parecía sonar
dentro de nosotros como si toda la excitación del público se nos hubiera metido
al cuerpo, como si nos corrieran aplausos por las venas.
Después Gamaliel estuvo
sin hablarme no sé cuántos días, muerto de pena por el desfiguro. Hasta los
meseros se habían dado cuenta de lo que hicimos y comenzaron a hacerle burla,
no que te gustaba la coca cola hervida, chale, ya te salió lo bicicleto, lo
molestaban tanto al pobre que yo le dije a Sabás oye, controla a tu gente, no
quiero perder a mi pareja por culpa de estos mugrosos. En el escenario
seguíamos acoplándonos de maravilla pero él ahora no se soltaba, tenía los ojos
ausentes, la piel como entumida, guardaba las distancias para no pasarse de la
raya y esa resistencia suya me alebrestaba el orgullo porque se lo confieso,
Gamaliel me había gustado mucho en el camerino y a fuerzas quería llevármelo
otra vez de trofeo pero qué esperanza, él seguía tan profesional, tan serio,
tan en lo suyo que al cabo de un tiempo dije olvídalo, éste nada más fue hombre
de un día.
Cuál no sería mi sorpresa
cuando a los dos meses o algo así de que habíamos debutado me lo encuentro a la
salida del Sarape, ya de mañana, borracho y con una rosa de plástico en la
mano, diciendo que me había esperado toda la noche porque ya no soportaba el
martirio de quererme. Dicen que los artistas no se deben enamorar, pero yo al
amor nunca le saqué la vuelta, quién sabe si por eso acabé tan jodida. Gamaliel
se vino a vivir conmigo al cuarto que tenía en el hotel Oviedo. Aunque nos
veíamos diario cada vez nos gustábamos más. Lo de hacer el amor después del
show se nos hizo costumbre, a veces ni cerrábamos la puerta del camerino de
tanta prisa. Y cuidado con oír aplausos en otra parte, yo no sé qué nos pasaba,
con decirle que hasta viendo televisión, cuando el locutor pedía un fuerte
aplauso para Sonia López o Los Rufino, ya nomás con eso sentíamos hormigas en
la carne.
El amor iba muy bien pero
al profesionalismo se lo llevó la trampa. Gamaliel resultó celoso. No le
gustaba que fichara, me quería suya de tiempo completo. Para colmo se ofendía
con los clientes que lo albureaban, y es que seguía siendo tan amanerado como
antes y algunos borrachos le gritaban de cosas, que ese caldo no tiene chile,
que las recojo a las dos, pinches culeros, apuesto que ni se les paraba,
ninguno de ellos me hubiera cumplido como Gamaliel. Llegó el día en que no pudo
con la rabia y se agarró a golpes con un pelirrojo de barbas que se lo traía de
encargo. El pelirrojo era compadre del gobernador y amenazó con clausurar El
Sarape. Sabás quiso correr a Gamaliel solo pero yo dije ni madres, hay que ser
parejos, o nos quedamos juntos o nos largamos los dos.
Nos largamos los dos. En
la Zona de Acapulco ya no quisieron darnos trabajo, que por revoltosos. Fuimos
a México y al poco rato de andar pidiendo chamba nos contrataron en El Club de
los Artistas, que entonces era un sitio de catego. Por sugerencia del gerente
modernizamos el show. Ahora nos llamábamos Adán y Eva y salíamos a escena con
hojas de parra. El acompañamiento era bien acá. Empezaba con acordes de arpa, o
sea, música del amor puro, inocente, pero cuando Gamaliel mordía la manzana que
yo le daba se nos metía el demonio a los dos con el requintazo de Santana.
Ganábamos buenos centavos porque aparte del sueldo nos pagaban por actuar en
orgías de políticos. Se creían muy depravados pero daban risa. Mire, a mí esos
tipos que se calientan a costa del sudor ajeno más bien me dan compasión, haga
de cuenta que les daba limosna, sobras de mi placer.
En cambio a Gamaliel no le
gustaba que anduviéramos en el deprave. Ahora le había entrado el
remordimiento, se ponía chípil por cualquier cosa. Es que no tenemos intimidad,
me decía, estoy harto de que nos vean esos pendejos, a poco les gustaría que yo
los viera con sus esposas. Aprovechando que teníamos nuestros buenos ahorros
decidimos retirarnos de la farándula. Gamaliel entró a trabajar de manicurista
en una peluquería, yo cuidaba el departamento que teníamos en la Doctores y
empezamos a hacer la vida normal de una pareja decente, comer en casa, ir al
cine, acostarse temprano, domingos en La Marquesa, o sea, una vida triste y
desgraciada. Triste y desgraciada porque al fin y al cabo la carne manda y
ahora Gamaliel se había quedado impotente, me hacía el amor una vez cada mil
años, malhumorado, como a la fuerza ¿y sabe por qué? Porque le faltaba público,
extrañaba el aplauso que es el alimento del artista. Será por la famosa
intuición femenina pero yo enseguida me di cuenta de lo que nos pasaba, en
cambio Gamaliel no quería reconocerlo, él decía que ni loco de volver a subirse
a un escenario, que de manicurista estaba muy a gusto, y pues yo a sufrir en la
decencia como mujercita abnegada hasta que descubrí que Gamaliel había vuelto a
su antigua querencia y andaba de resbaloso con los clientes de la peluquería.
Eso sí que no lo pude
soportar. Le dije que o regresábamos al talón o cada quien jalaba por su lado.
Se puso a echar espuma por la boca, nunca lo había visto tan furioso, empezó a
morderse los puños, a gritarme que yo con qué derecho le quería gobernar la
vida si a él las viejas ni le gustaban, pinches viejas. Pues entonces por qué
me regalaste la rosa de plástico, le reclamé, por qué te fuiste a vivir
conmigo, hijo de la chingada. Con eso lo ablandé. Poco a poco se le fue pasando
el coraje, luego se soltó a chillar y acabó pidiéndome perdón de rodillas, como
en las películas, jurando que nunca me dejaría, ni aunque termináramos en el
último congal del infierno.
Como en la capital ya
estábamos muy vistos fuimos a recorrer la zona petrolera, Coatzacoalcos,
Reynosa, Poza Rica, ve que por allá la gente se gasta el dinero bien y bonito.
Los primeros años ganamos harta lana. El problema fue que Gamaliel empezó a
meterle en serio a la bebida. Se le notaba lo borracho en el show, a veces no
podía cargarme o se iba tambaleando contra las mesas. El público lógicamente
protestaba y yo a la greña con los empresarios que me pedían cambiarlo por otro
bailarín. Una vez en Tuxpan armamos el escándalo del siglo. Yo esa noche
también traía mis copas y nunca supe bien qué paso, de plano se nos olvidó la
gente, creíamos que ya estábamos en el camerino cogiendo muy quitados de la
pena cuando en eso se trepan a la pista unos tipos malencarados que me querían
violar, yo también quiero, mamita, dame chance, gritaban con la riata de fuera.
Tras ellos se dejó venir la policía dando macanazos, madres, a mí me tocó uno,
mire la cicatriz aquí en la ceja, se armó una bronca de todos contra todos, no
sé a quién le clavaron un picahielos y acabamos Adán y Eva en una cárcel que
parecía gallinero, sepárenlos, decía el sargento, a esos dos no me los pongan
juntos que son como perros en celo.
Ahí empezó nuestra
decadencia. Los dueños de centros nocturnos son una maña, todos se conocen y
cuando hay un desmadre como ése luego luego se pasan la información. Ya en
ningún lado nos querían contratar, nomás en esos jacalones de las ciudades
perdidas que trabajan sin permiso. Además de peligroso era humillante actuar
ahí, sobre todo después de haber triunfado en sitios de categoría. En piso de
tierra nuestro show se acorrientaba y encima yo acababa llena de raspones.
Intentamos otra vez el retiro pero no se pudo, el arte se lleva en la sangre y
a esas alturas ya estábamos empantanados en el vicio de que nos aplaudieran.
Cuando pedíamos trabajo se notaba que le teníamos demasiado amor a las
candilejas, íbamos de a tiro como limosneros, dispuestos a aceptar sueldos de
hambre, dos o tres mil pesos por noche, y eso de perder la dignidad es lo peor
que le puede pasar a un artista. Luego agréguele que la mala vida nos había
desfigurado los cuerpos. Andábamos por los cuarenta, Gamaliel había echado
panza, yo no podía con la celulitis, un desastre, pues. De buena fe nos decían
que por qué no cantábamos en vez de seguir culeando. Tenían razón, pero ni modo
de confesarles que sin público nada de nada.
Para no hacer el cuento
largo acabamos trabajando gratis. De exhibicionistas nadie nos bajaba. Por
lástima, en algunas piqueras de mala muerte nos dejaban salir un rato al
principio de la variedad, y eso cuando había poca gente. Nos ganábamos la vida
vendiendo telas, joyas de fantasía, relojes que llevábamos de pueblo en pueblo.
Así anduvimos no sé cuánto tiempo hasta que un día dijimos bueno, para qué
trajinamos tanto si en Acapulco tenemos amigos, vámonos a vivir allá, y aquí
nos tiene desde hace tres años, a Dios gracias con buena salud, trabajando para
Berenice que ahora es la dueña del Sarape, mírela en la caja cómo cuenta sus
millones la pinche vieja. Gamaliel es el señor que le recoge los tacones a las
vedettes, ¿ya lo vio?, el canoso de la cortina. Guapo ¿verdad? Tiene cincuenta
y cuatro pero parece de cuarenta, o será que yo lo veo con ojos de amor. ¿A
poco no es bonito querer así? No hace falta que me dé la razón, a leguas se ve
que usted sí comprende, por eso le quería contar mi vida, para ver si es tan
amable de hacerme un favorcito. Ahí en el pasillo, detrás de las cajas de
refresco, tenemos nuestro cuarto Gamaliel y yo. Tenga, es todo lo que traigo,
acéptemelo por caridad, ya sé que no es mucho pero tampoco le voy a pedir un
sacrificio. Nomás que nos mire, y si se puede, aplauda.
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