jueves, 30 de mayo de 2019

Abrazos. Arantza Portabales.


“¿Elena?” Susurró el nombre con timidez. Antes de sacarlo de su error ya me había abrazado y dado dos besos. Los abrazos de los desconocidos son como el sol de invierno. Fríos y desconcertantes. Cuando me di cuenta ya estábamos tomando un café. Me contó que se había divorciado. Que su hija vivía en Londres. Que me encontraba distinta. Y que continuaba con su estudio de arquitectura. Yo me limitaba a asentir.  Me preguntó por Fidel. Le dije que ya no estábamos juntos. Afirmó que el pelo corto me sentaba bien. Yo le dije que apenas lo encontraba cambiado a pesar de todos estos años. “¿Quince?”, me aventuré a preguntar. “Veinticuatro”, corrigió él. Durante un momento percibí la duda en sus ojos, cuando los fijó en los míos. La Elena que yo había decidido ser esquivó su mirada e insistió en pagar la cuenta. En su hotel, nuestros abrazos ya conocían la misma rutina que la de los viejos amantes. Mientras nos vestíamos, esquivamos nuestras miradas. Nos despedimos delante de un taxi. Me invitó a ir a Zaragoza. Le pregunté cuándo volvería a Pontevedra. Finalmente me dio un último abrazo, de esos que habitan aeropuertos y tanatorios, mientras me decía al oído: “Me llamo Manuel”.


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