“¿Elena?” Susurró el nombre con timidez. Antes de
sacarlo de su error ya me había abrazado y dado dos besos. Los abrazos de los
desconocidos son como el sol de invierno. Fríos y desconcertantes. Cuando me di
cuenta ya estábamos tomando un café. Me contó que se había divorciado. Que su
hija vivía en Londres. Que me encontraba distinta. Y que continuaba con su
estudio de arquitectura. Yo me limitaba a asentir. Me preguntó por Fidel.
Le dije que ya no estábamos juntos. Afirmó que el pelo corto me sentaba bien.
Yo le dije que apenas lo encontraba cambiado a pesar de todos estos años.
“¿Quince?”, me aventuré a preguntar. “Veinticuatro”, corrigió él. Durante un
momento percibí la duda en sus ojos, cuando los fijó en los míos. La Elena que
yo había decidido ser esquivó su mirada e insistió en pagar la cuenta. En su
hotel, nuestros abrazos ya conocían la misma rutina que la de los viejos
amantes. Mientras nos vestíamos, esquivamos nuestras miradas. Nos despedimos
delante de un taxi. Me invitó a ir a Zaragoza. Le pregunté cuándo volvería a
Pontevedra. Finalmente me dio un último abrazo, de esos que habitan aeropuertos
y tanatorios, mientras me decía al oído: “Me llamo Manuel”.
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