El temporal había sido muy violento y aquella tarde
la ciudad estaba llena de paraguas rotos. En algunos puntos, papeleras,
contenedores, se amontonaban sus cuerpos destrozados. Desde cierta sensibilidad
artística, podría pensarse que aquel conjunto de estructuras quebradas componía
curiosas instalaciones dignas de figurar en algún museo de vanguardia. Pero
solo los camiones municipales de la basura parecían haber advertido su
presencia. Iban recogiendo los montones para trasladarlos al basurero. Qué
júbilo entonces ante los sucesivos reencuentros. Separados desde hace tiempo,
los paraguas de la misma procedencia empezaron a reconocerse, y su maltrecha
condición no los impidió saludarse con júbilo. Pero lo más emocionante fue el
momento en que dos pequeños paraguas, con su ropaje de nailon estampado de
flores amarillas, procedentes de Hong Kong y supervivientes durante más de
cuarenta años, se descubrieron de repente el uno junto al otro. Qué vibración
de varillas, qué temblor de telas.
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