martes, 14 de mayo de 2019

Paraguada. José María Merino.

El temporal había sido muy violento y aquella tarde la ciudad estaba llena de paraguas rotos. En algunos puntos, papeleras, contenedores, se amontonaban sus cuerpos destrozados. Desde cierta sensibilidad artística, podría pensarse que aquel conjunto de estructuras quebradas componía curiosas instalaciones dignas de figurar en algún museo de vanguardia. Pero solo los camiones municipales de la basura parecían haber advertido su presencia. Iban recogiendo los montones para trasladarlos al basurero. Qué júbilo entonces ante los sucesivos reencuentros. Separados desde hace tiempo, los paraguas de la misma procedencia empezaron a reconocerse, y su maltrecha condición no los impidió saludarse con júbilo. Pero lo más emocionante fue el momento en que dos pequeños paraguas, con su ropaje de nailon estampado de flores amarillas, procedentes de Hong Kong y supervivientes durante más de cuarenta años, se descubrieron de repente el uno junto al otro. Qué vibración de varillas, qué temblor de telas.

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