Lo estoy viendo; realmente es como si lo estuviera viendo; allí está
sentado, en el amplio comedor veraniego, de espaldas a ese mar donde había
rayas, tal vez tiburones. Yo estaba sentado al frente suyo, en la misma mesa,
y, sin embargo, me parece que lo estuviera observando desde la puerta de ese
comedor, de donde ya todos se habían marchado, ya sólo quedábamos él y yo,
habíamos llegado los últimos, habíamos alcanzado con las justas el almuerzo.
Esta vez me había traído; lo habían mandado sólo por el fin de semana. Paracas
no estaba tan lejos: estaría de regreso a tiempo para el colegio, el lunes. Mi
madre no había podido venir; por eso me había traído. Me llevaba siempre a sus
viajes cuando ella no podía acompañarlo, y cuando podía volver a tiempo para el
colegio. Yo escuchaba cuando le decía a mamá que era una pena que no pudiera
venir, la compañía le pagaba la estadía, le pagaba hotel de lujo para dos
personas. "Lo llevaré", decía, refiriéndose a mí. Creo que yo le
gustaba para esos viajes.
Y a mí, ¡cómo me gustaban esos viajes! Esta vez era a Paracas. Yo no
conocía Paracas, y cuando mi padre empezó a arreglar la maleta, el viernes por
la noche, ya sabía que no dormiría muy bien esa noche, y que me despertaría
antes de sonar el despertador.
Partirnos ese sábado muy temprano, pero tuvimos que perder mucho
tiempo en la oficina, antes de entrar en la carretera al sur. Parece que mi
padre tenía todavía cosas que ver allí, tal vez recibir las últimas
instrucciones de su jefe. No sé; yo me quedé esperándolo afuera, en el auto, y
empecé a temer que llegaríamos mucho más tarde de lo que habíamos calculado.
Una vez en la carretera, eran otras mis preocupaciones. Mi padre
manejaba, como siempre, despacísimo; más despacio de lo que mamá le había
pedido que manejara. Uno tras otro, los automóviles nos iban dejando atrás, y
yo no miraba a mi padre para que no se fuera a dar cuenta de que eso me
fastidiaba un poco, en realidad me avergonzaba bastante. Pero nada había que
hacer, y el viejo Pontiac, ya muy viejo el pobre, avanzaba lentísimo,
anchísimo, negro e inmenso, balanceándose como una lancha sobre la carretera
recién asfaltada.
A eso de la mitad del camino, mi padre decidió encender la radio. Yo
no sé qué le pasó; bueno, siempre sucedía lo mismo, pero sólo probó una
estación, estaba tocando una guaracha, y apagó inmediatamente sin hacer ningún
comentario. Me hubiera gustado escuchar un poco de música, pero no le dije
nada. Creo que por eso le gustaba llevarme en sus viajes; yo no era un
muchachillo preguntón; me gustaba ser dócil; estaba consciente de mi docilidad.
Pero eso sí, era muy observador.
Y por eso lo miraba de reojo, y ahora lo estoy viendo manejar. Lo veo
jalarse un poquito el pantalón desde las rodillas, dejando aparecer las medias
blancas impecables, mejores que las mías, porque yo todavía soy un niño;
blancas e impecables porque estamos yendo a Paracas, hotel de lujo, lugar de
veraneo, mucha plata y todas esas cosas. Su saco es el mismo de todos los
viajes fuera de Lima, gris, muy claro, sport; es norteamericano y le va a durar
toda la vida. El pantalón es gris, un poco más oscuro que el saco, y la camisa
es la camisa vieja más nueva del mundo; a mí nunca me va a durar una camisa
como le duran a mi padre.
Y la boina; la boina es vasca; él dice que es vasca de pura cepa. Es
para los viajes; para el aire, para la calvicie. Porque mi padre es calvo,
calvísimo, y ahora que lo estoy viendo ya no es un hombre alto. Ya aprendí que
mi padre no es un hombre alto, sino más bien bajo. Es bajo y muy flaco. Bajo,
calvo y flaco, pero yo entonces tal vez no lo veía aún así, ahora ya sé que
sólo es el hombre más bueno de la tierra, dócil como yo, en realidad se muere
de miedo de sus jefes; esos jefes que lo quieren tanto porque hace siete
millones de años que no llega tarde ni se enferma ni falta a la oficina; esos
jefes que yo he visto cómo le dan palmazos en la espalda y se pasan la vida
felicitándolo en la puerta de la iglesia los domingos; pero a mí hasta ahora no
me saludan, y mi padre se pasa la vida diciéndole a mi madre, en la puerta de
la iglesia los domingos, que las mujeres de sus jefes son distraídas o no la
han visto, porque a mi madre tampoco la saludan, aunque a él, a mi padre, no se
olvidaron de mandarle sus saludos y felicitaciones cuando cumplió un millón de
años más sin enfermarse ni llegar tarde a la oficina, la vez aquella en que
trajo esas fotos en que, estoy seguro, un jefe acababa de palmearle la espalda,
y otro estaba a punto de palmeársela; y esa otra foto en que ya los jefes se
habían marchado del cocktail, pero habían asistido, te decía mi padre, y volvía
a mostrarte la primera fotografía.
Pero todo esto es ahora en que lo estoy viendo, no entonces en que lo
estaba mirando mientras llegábamos a Paracas en el Pontiac. Yo me había
olvidado un poco del Pontiac, pero las paredes blancas del hotel me hicieron
verlo negro, ya muy viejo el pobre, y tan ancho. "Adónde va a caber esta
mole", me preguntaba, y estoy seguro de que mi padre se moría de miedo al
ver esos carrazos, no lo digo por grandes, sino por la pinta. Si les daba un
topetón, entonces habría que ver de quién era ese carrazo, porque mi padre era
muy señor, y entonces aparecería el dueño, veraneando en Paracas con sus
amigos, y tal vez conocía a los jefes de mi padre, había oído hablar de él
"no ha pasado nada, Juanito" (así se llamaba, se llama mi padre), y
lo iban a llenar de palmazos en la espalda, luego vendrían los aperitivos, y a
mí no me iban a saludar, pero yo actuaría de acuerdo a las circunstancias y de
tal manera que mi padre no se diera cuenta de que no me habían saludado. Era
mejor que mi madre no hubiera venido.
Pero no pasó nada. Encontramos un sitio anchísimo para el Pontiac
negro, y al bajar, así sí que lo vi viejísimo. Ya estábamos en el hotel de
Paracas, hotel de lujo y todo lo demás. Un muchacho vino hasta el carro por la
maleta. Fue la primera persona que saludamos. Nos llevó a la recepción y allí
mi padre firmó los papeles de reglamento, y luego preguntó si todavía podíamos
"almorzar algo" (recuerdo que así dijo). El hombre de la recepción,
muy distinguido, mucho más alto que mi padre, le respondió afirmativamente:
"Claro que sí señor. El muchacho lo va a acompañar hasta su "bungalow",
para que usted pueda lavarse las manos, si lo desea. Tiene usted tiempo, señor;
el comedor cierra dentro de unos minutos, y su ‘bungalow’ no está muy
alejado." No sé si mi papá, pero yo todo eso de ‘bungalow’ lo entendí muy
bien, porque estudio en colegio inglés y eso no lo debo olvidar en mi vida y
cada vez que mi papá estalla, cada mil años, luego nos invita al cine, grita
que hace siete millones de años que trabaja enfermo y sin llegar tarde para
darle a sus hijos lo mejor, lo mismo que a los hijos de sus jefes.
El muchacho que nos llevó hasta el "bungalow" no se sonrió
mucho cuando mi padre le dio la propina, pero ya yo sabía que cuando se viaja
con dinero de la compañía no se puede andar derrochando, si no, pobres jefes,
nunca ganarían un céntimo y la compañía quebraría en la mente respetuosa de mi
padre, que se estaba lavando las manos mientras yo abría la maleta y sacaba
alborotado mi ropa de baño. Fue entonces que me enteré, él me lo dijo, que nada
de acercarme al mar, que estaba plagado de rayas, hasta había tiburones. Corrí
a lavarme las manos, por eso de que dentro de unos minutos cierran el comedor,
y dejé mi ropa de baño tirada sobre la cama. Cerramos la puerta del
"bungalow" y fuimos avanzando hacia el comedor. Mi padre también,
aunque menos, creo que era observador; me señaló la piscina, tal vez por eso de
la ropa de baño. Era hermoso Paracas; tenía de desierto, de oasis, de
balneario; arena, palmeras, flores, veredas y caminos por donde chicas que yo
no me atrevía a mirar, pocas ya, las últimas, las más atrasadas, se iban
perezosas a dormir esa siesta de quien ya se acostumbró al hotel de lujo.
Tímidos y curiosos, mi padre y yo entramos al comedor.
Y es allí, sentado de espaldas al mar, a las rayas y a los tiburones,
es allí donde lo estoy viendo, como si yo estuviera en la puerta del comedor, y
es que en realidad yo también me estoy viendo sentado allí, en la misma mesa,
cara a cara a mi padre y esperando al mozo ese, que a duras penas contestó a
nuestro saludo, que había ido a traer el menú (mi padre pidió la carta y él
dijo que iba por el menú) y que según papá debería habernos cambiado de mantel,
pero era mejor no decir nada porque, a pesar de que ése era un hotel de lujo,
habíamos llegado con las justas para almorzar. Yo casi vuelvo a saludar al mozo
cuando regresó y le entregó el menú a mi padre que entró en dificultades y
pidió, finalmente, corvina a la no sé cuántos, porque el mozo ya llevaba horas
esperando. Se largó con el pedido y mi padre, sonriéndome, puso la carta sobre
la mesa, de tal manera que yo podía leer los nombres de algunos platos, un
montón de nombres franceses en realidad, y entonces pensé, aliviándome, que
algo terrible hubiera podido pasar, como aquella vez en ese restaurante de tipo
moderno, con un menú que parecía para norteamericanos, cuando mi padre me pasó
la carta para que yo pidiera, y empezó a contarle al mozo que él no sabía
inglés, pero que a su hijo lo estaba educando en colegio inglés, a sus otros
hijos también, costara lo que costara, y el mozo no le prestaba ninguna
atención, y movía la pierna porque ya se quería largar.
Fue entonces que mi padre estuvo realmente triunfal. Mientras el mozo
venía con las corvinas a la no sé cuántos, mi padre empezó a hablar de darnos
un lujo, de que el ambiente lo pedía, y de que la compañía no iba a quebrar si
él pedía una botellita de vino blanco para acompañar esas corvinas. Decía que
esa noche a las siete era la reunión con esos agricultores, y que le comprarían
los tractores que le habían encargado vender; él nunca le había fallado a la
compañía. En ésas estaba cuando el mozo apareció complicándose la vida en
cargar los platos de la manera más difícil, eso parecía un circo, y mi padre lo
miraba como si fuera a aplaudir, pero gracias a Dios reaccionó y tomó una
actitud bastante forzada, aunque digna, cuando el mozo jugaba a casi tiramos
los platos por la cara, en realidad era que los estaba poniendo elegantemente
sobre la mesa y que nosotros no estábamos acostumbrados a tanta cosa. "Un
blanco no sé cuántos", dijo mi padre. Yo casi lo abrazo por esa palabra en
francés que acababa de pronunciar, esa marca de vino, ni siquiera había pedido
la carta para consultar, no, nada de eso; lo había pedido así no más, triunfal,
conocedor, y el mozo no tuvo más remedio que tomar nota y largarse a buscar.
Todo marchaba perfecto. Nos habían traído el vino y ahora recuerdo ese
momento de feliz equilibrio: mi padre sentado de espaldas al mar, no era que el
comedor estuviera al borde del mar, pero el muro que sostenía esos ventanales
me impedía ver la piscina y la playa, y ahora lo que estoy viendo es la cabeza,
la cara de mi padre, sus hombros, el mar allá atrás, azul en ese día de sol,
las palmeras por aquí y por allá, la mano delgada y fina de mi padre sobre la
botella fresca de vino, sirviéndome media copa, llenando su copa, "bebe
despacio, hijo", ya algo quemado por el sol, listo a acceder, extrañando a
mi madre, buenísimo, y yo ahí, casi chorreándome con el jugo ese que bañaba la
corvina, hasta que vi a Jimmy. Me chorreé cuando lo vi. Nunca sabré por qué me
dio miedo verlo. Pronto lo supe.
Me sonreía desde la puerta del comedor, y yo lo saludé, mirando luego
a mi padre para explicarle quién era, que estaba en mi clase, etc.; pero mi
padre, al escuchar su apellido, volteó a mirarlo sonriente, me dijo que lo
llamara, y mientras cruzaba el comedor, que conocía a su padre, amigo de sus
jefes, uno de los directores de la compañía, muchas tierras en esa región...
—Jimmy, papá. —Y se dieron la mano.
—Siéntate, muchacho —dijo mi padre, y ahora recién me saludó a mí.
Era muy bello; Jimmy era de una belleza extraordinaria: rubio, el pelo
en anillos de oro, los ojos azules achinados, y esa piel bronceada, bronceada
todo el año, invierno y verano, tal vez porque venía siempre a Paracas. No bien
se había sentado, noté algo que me pareció extraño: el mismo mozo que nos
odiaba a mi padre y a mí, se acercaba ahora sonriente, servicial, humilde, y
saludaba a Jimmy con todo respeto; pero éste, a duras penas le contestó con una
mueca. Y el mozo no se iba, seguía ahí, parado, esperando órdenes, buscándolas,
yo casi le pido a Jimmy que lo mandara matarse. De los cuatro que estábamos
ahí, Jimmy era el único sereno.
Y ahí empezó la cosa. Estoy viendo a mi padre ofrecerle a Jimmy un
poquito de vino en una copa. Ahí empezó mi terror.
—No, gracias —dijo Jimmy—. Tomé vino con el almuerzo. —Y sin mirar al
mozo, le pidió un whisky.
Miré a mi padre: los ojos fijos en el plato, sonreía y se atragantaba
un bocado de corvina que podía tener millones de espinas. Mi padre no impidió
que Jimmy pidiera ese whisky, y ahí venía el mozo casi bailando con el vaso en
una bandeja de plata, había que verlo sonreírse al hijo de puta. Y luego Jimmy
sacó un paquete de Chesterfield, lo puso sobre la mesa, encendió uno, y sopló
todo el humo sobre la calva de mi padre, claro que no lo hizo por mal, lo hizo
simplemente, y luego continuó bellísimo, sonriente, mirando hacia el mar, pero ni
mi padre ni yo queríamos ya postres.
—¿Desde cuándo fumas? —le preguntó mi padre, con voz temblorosa.
—No sé; no me acuerdo —dijo Jimmy, ofreciéndome un cigarrillo.
—No, no, Jimmy; no...
—Fuma no más, hijito; no desprecies a tu amigo.
Estoy viendo a mi padre decir esas palabras, y luego recoger una
servilleta que no se le había caído, casi recoge el pie del mozo que seguía ahí
parado. Jimmy y yo fumábamos, mientras mi padre nos contaba que a él nunca le
había atraído eso de fumar, y luego de una afección a los bronquios que tuvo no
sé cuándo, pero Jimmy empezó a hablar de automóviles, mientras yo observaba la
ropa que llevaba puesta, parecía toda de seda, y la camisa de mi padre empezó a
envejecer lastimosamente, ni su saco norteamericano le iba a durar toda la
vida.
—¿Tú manejas, Jimmy? —preguntó mi padre.
—Hace tiempo. Ahora estoy en el carro de mi hermana; el otro día
estrellé mi carro, pero ya le va a llegar otro a mi papá. En la hacienda
tenemos varios carros.
Y yo muerto de miedo, pensando en el Pontiac; tal vez Jimmy se iba a
enterar que ése era el de mi padre, se iba a burlar tal vez, lo iba a ver más
viejo, más ancho, más feo que yo. "¿Para qué vinimos aquí?" Estaba
recordando la compra del Pontiac, a mi padre convenciendo a mamá, "un
pequeño sacrificio", y luego también los sábados por la tarde, cuando lo
lavábamos, asunto de familia, todos los hermanos con latas de agua, mi padre
con la manguera, mi madre en el balcón, nosotros locos por subir, por coger el
timón, y mi padre autoritario: "Cuando sean grandes, cuando tengan
brevete", y luego, sentimental: "Me ha costado años de
esfuerzo".
—¿Tienes brevete, Jimmy?
—No; no importa; aquí todos me conocen.
Y entonces fue que mi padre le preguntó que cuántos años tenía y
fingió creerle cuando dijo que dieciséis, y yo también, casi le digo que era un
mentiroso, pero para qué, todo el mundo sabía que Jimmy estaba en mi clase y
que yo no había cumplido aún los catorce años.
—Manolo se va conmigo —dijo Jimmy; vamos a pasear en el carro de mi
hermana.
Y mi padre cedió una vez más, nuevamente sonrió, y le encargó a Jimmy
saludar a su padre.
—Son casi las cuatro —dijo—, voy a descansar un poco, porque a las
siete tengo una reunión de negocios. —Se despidió de Jimmy, y se marchó sin
decirme a qué hora debía regresar, yo casi le digo que no se preocupara, que no
nos íbamos a estrellar.
Jimmy no me preguntó cuál era mi carro. No tuve por qué decirle que el
Pontiac ese negro, el único que había ahí, era el carro de mi padre. Ahora sí
se lo diría y luego, cuando se riera sarcásticamente le escupiría en la cara,
aunque todos esos mozos que lo habían saludado mientras salíamos, todos esos
que a mí no me hacían caso, se me vinieran encima a matarme por haber ensuciado
esa maravillosa cara de monedita de oro, esas manos de primera enamorada que
estaban abriendo la puerta de un carro de jefe de mi padre.
A un millón de kilómetros por hora, estuvimos en Pisco, y allí Jimmy
casi atropella a una mujer en la
Plaza de Armas; a no sé cuántos millones de kilómetros por
hora, con una cuarta velocidad especial, estuvimos en una de sus haciendas, y
allí Jimmy tomó una Coca-Cola, le pellizcó la nalga a una prima y no me
presentó a sus hermanas; a no sé cuántos miles de millones de kilómetros por hora,
estuvimos camino de Ica, y por allí Jimmy me mostró el lugar en que había
estrellado su carro, carro de mierda ese, dijo, no servía para nada.
Eran las nueve de la noche cuando regresamos a Paracas. No sé cómo,
pero Jimmy me llevó hasta una salita en que estaba mi padre bebiendo con un
montón de hombres. Ahí estaba sentado, la cara satisfecha, ya yo sabía que
haría muy bien su trabajo. Todos esos hombres conocían a Jimmy; eran
agricultores de por ahí, y acababan de comprar los tractores de la compañía.
Algunos le tocaban el pelo a Jimmy y otros se dedicaban al whisky que mi padre
estaba invitando en nombre de la compañía. En ese momento mi padre empezó a
contar un chiste, pero Jimmy lo interrumpió para decirle que me invitaba a
comer. "Bien, bien; dijo mi padre. Vayan nomás."
Y esa noche bebí los primeros whiskies de mi vida, la primera copa
llena de vino de mi vida, en una mesa impecable, con un mozo que bailaba
sonriente y constante alrededor de nosotros. Todo el mundo andaba elegantísimo
en ese comedor lleno de luces y de carcajadas de mujeres muy bonitas, hombres
grandes y colorados que deslizaban sus manos sobre los anillos de oro de Jimmy,
cuando pasaban hacia sus mesas. Fue entonces que me pareció escuchar el final
del chiste que había estado contando mi padre, le puse cara de malo, y como que
lo encerré en su salita con esos burdos agricultores que venían a comprar su
primer tractor. Luego, esto sí que es extraño, me deslicé hasta muy adentro en
el mar, y desde allí empecé a verme navegando en un comedor en fiesta, mientras
un mozo me servía arrodillado una copa de champagne, bajo la mirada achinada y
azul de Jimmy.
Yo no le entendía muy bien al principio; en realidad no sabía de qué
estaba hablando, ni qué quería decir con todo eso de la ropa interior. Todavía
lo estaba viendo firmar la cuenta; garabatear su nombre sobre una cifra
monstruosa y luego invitarme a pasear por la playa. "Vamos", me había
dicho, y yo lo estaba siguiendo a lo largo del malecón oscuro, sin entender muy
bien todo eso de la ropa interior. Pero Jimmy insistía, volvía a preguntarme
qué calzoncillos usaba yo, y añadía que los suyos eran así y asá hasta que nos
sentamos en esas escaleras que daban a la arena y al mar. Las olas reventaban
muy cerca y Jimmy estaba ahora hablando de órganos genitales, órganos genitales
masculinos solamente, y yo, sentado a su lado, escuchándolo sin saber qué
responder, tratando de ver las rayas y los tiburones de que hablaba mi padre, y
de pronto corriendo hacia ellos porque Jimmy acababa de ponerme una mano sobre
la pierna. "¿Cómo la tienes, Manolo?" dijo, y salí disparado.
Estoy viendo a Jimmy alejarse tranquilamente; regresar hacia la luz
del comedor y desaparecer al cabo de unos instantes. Desde el borde del mar,
con los pies húmedos, miraba hacia el hotel lleno de luces y hacia la hilera de
"bungalows", entre los cuales estaba el mío. Pensé en regresar
corriendo, pero luego me convencí de que era una tontería, de que ya nada
pasaría esa noche. Lo terrible sería que Jimmy continuara por allí, al día
siguiente, pero por el momento, nada; sólo volver y acostarme.
Me acercaba al "bungalow" y escuché una carcajada extraña.
Mi padre estaba con alguien. Un hombre inmenso y rubio zamaqueaba el brazo de
mi padre, lo felicitaba, le decía algo de eficiencia, y izas! le dio el palmazo
en el hombro. "Buenas noches, Juanito", le dijo. "Buenas noches,
don Jaime", y en ese instante me vio.
—Mírelo; ahí está. ¿Dónde está Jimmy, Manolo?
—Se fue hace un rato, papá.
—Saluda al padre de Jimmy.
—¿Cómo estás muchacho? O sea que Jimmy se fue hace rato; bueno, ya
aparecerá. Estaba felicitando a tu padre; ojalá tú salgas a él. Lo he
acompañado hasta su "bungalow".
—Don Jaime es muy amable.
—Bueno, Juanito, buenas noches. —Y se marchó, inmenso.
Cerramos la puerta del "bungalow"
detrás nuestro. Los dos habíamos bebido, él más que yo, y estábamos listos para
la cama. Ahí estaba todavía mi ropa de baño, y mi padre me dijo que mañana por
la mañana podría bañarme. Luego me preguntó que si había pasado un buen día,
que si Jimmy era mi amigo en el colegio, y que si mañana lo iba a ver; y yo a
todo: "Sí, papá, sí papá", hasta que apagó la luz y se metió en la
cama, mientras yo, ya acostado, buscaba un dolor de estómago para quedarme en
cama mañana, y pensé que ya se había dormido. Pero no. Mi padre me dijo, en la
oscuridad, que el nombre de la compañía había quedado muy bien, que él había
hecho un buen trabajo, estaba contento mi padre. Más tarde volvió a hablarme;
me dijo que don Jaime había estado muy amable en acompañarlo hasta la puerta
del "bungalow" y que era todo un señor. Y como dos horas más tarde,
me preguntó: "Manolo, ¿qué quiere decir ‘bungalow’ en castellano?"Huerto Cerrado. Alfredo Bryce Echenique, 1968.
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