viernes, 24 de mayo de 2019

La muchacha del tajo en el mentón. Eduardo Galeano.


1.
La trajo el temporal.
Llegó desde el norte, cortando viento, en el carro del viejo Matías. La vi llegar, y se me aflojaron las piernas. Tenía una vincha roja y el pelo revuelto por ráfagas de viento arenoso.
El tiempo nos andaba maltratando. Una semana atrás, la tormenta se había visto venir, porque estaba oscuro el sur y en el cielo corrían los flecos de las nubes, blancas colas de yegua, y en el mar saltaban como locas las toninas: la tormenta vino, y se quedó.
Era noviembre. Las hembras de los tiburones se arrimaban a parir a la costa: refregaban los vientres contra la arena del fondo del mar.
Cuando la tormenta daba tregua, en esos días, los caballos percherones metían las lanchas más allá de la rompiente y los pescadores salían mar adentro. Pero el mar estaba muy picado. Giraban los molinetes y las redes subían hechas un revoltijo de algas y porquerías y con unos pocos tiburones muertos o moribundos. Se perdía el tiempo desenredando y zurciendo los trasmallos. De golpe cambiaba el viento, acometía brutalmente por el este o por el sur, se carbonizaba el cielo, las olas barrían la cubierta: había que poner proa a la costa.
Tres días antes de que ella legara, una lancha se había dado vuelta, traicionada por la ventolera. La marea se había llevado a un pescador. No lo había devuelto.
Estábamos hablando de ese hombre, el Calabrés, y yo estaba de espaldas, inclinado contra el mostrador. Entonces me di vuelta, como llamado, y la vi.

2.
Esa noche contemplamos juntos, contra la ventana abierta de mi casa, los ogonzados de los relámpagos iluminando el rancherío. Esperamos juntos los truenos, la reventazón de la lluvia.
-¿Te cocinás?
-Alguna cosa me hago, sí. Papas, pescado…
Acodado en la ventana, solo, yo pasaba las noches acariciando la botella de ginebra y esperando que vinieran el sueño o los enfermos. Mi consultorio, piso de tierra y farol a querosén, consistía en una cama turca y un estetoscopio, un par de jeringas, vendas, agujas, hilo de coser y las muestras gratis de remedios que Carrizo me mandaba, de vez en cuando, desde Buenos Aires. Con eso, y con dos años de facultad me las arreglaba para zurcir hombres y pelear contra las fiebres. En mis noches de aburrimiento yo sin querer deseaba alguna desgracia, para no sentirme del todo inútil.
Radio, no escuchaba, porque allá en la costa corría el peligro o la tentación de encontrarme con alguna emisora de mi país.
-No vi ninguna mujer en el pueblito éste. ¿También de eso te retiraste?
Yo dormía solo en mi cama para faquires. Los elásticos del colchón habían atravesado la malla y las puntas de las espirales de alambre asomaban peligrosamente. Había que dormir acurrucado para no ensartarse.
-Sí -le dije, haciéndome el gracioso-. Para mí se acabó la clandestinidad. Ya no tengo encuentros clandestinos ni con mujeres casadas.
Nos callamos.
Fumé un cigarrillo, dos.
Al fin, le pregunté para qué había venido. Me dijo que necesitaba un pasaporte.
-¿Todavía los hacés?
-¿Pensás volver?
Le dije que estando como estaban las cosas, eso era pura estupidez. Que no existía el heroísmo inútil. Que…
-Es cosa mía -me dijo-. Te pregunté si todavía los hacés.
-Si precisás.
-¿Cuánto te lleva?
-Para los demás -le dije- un día. Para ti una semana.
Se rió.
Esa noche cociné con ganas por primera vez. Hice para Flavia una corvina a las brasas. Ella preparó una salsa con lo poco que había.
Afuera llovía a cántaros.

3.
Nos habíamos conocido cuando el estado de sitio. Teníamos que caminar abrazados y besarnos si se acercaba cualquier bulto de uniforme. Los primeros besos fueron por razones de seguridad. Los siguientes, por las ganas que nos teníamos.
En aquel tiempo, las calles de la ciudad estaban vacías.
Los torturados y los moribundos se decían sus nombres y se rozaban las puntas de los dedos.
Flavia y yo nos encontrábamos en un lugar distinto cada vez, desesperados de pánico por los minutos de atraso.
Abrazados, escuchábamos las sirenas de los patrulleros y los sonidos del paso de la noche hacia el alba. No dormíamos nunca. Desde afuera llegaban el canto del gallo, la voz del botellero, el barullo de las latas de basura, y entonces desayunar juntos era muy importante.
Nunca nos dijimos la palabra amor. Eso se deslizaba de contrabando, cuando decíamos: “Llueve”, o decíamos: “Me siento bien”, pero yo habría sido capaz de romperle a balazos la memoria para que no recordara nada de ningún otro hombre.
-Alguna vez -decíamos- cuando cambien las cosas.
-Vamos a tener una casa.
-Sería lindo.
Por las noches pudimos pensar, mareados, que se luchaba para eso. Que para que eso fuera posible se jugaba la gente.
Pero era una tregua. Pronto supinos, ella y yo, que antes nos íbamos a olvidar o a morir.

4.

El cielo amaneció limpio y azul.
Al atardecer vimos, a lo lejos, puntitos que crecían, las lanchas de los pescadores. Volvían con las bodegas repletas de tiburones.
Yo conocía esa agonía horrible. Los tiburones, estrangulados por las agallas, se revolvían contra las redes y lanzaban mordiscones ciegos antes de caer amontonados.

5.
-Aquí nadie va a encontrarte. Quedate. Hasta que las cosas cambien.
-¿Cambian solas, las cosas?
-¿Qué vas a hacer? ¿La revolución?
-Yo soy una hormiguita. Las hormiguitas no hacemos cosas tan enormes como la revolución o la guerra. Llevamos hojitas o mensajes. Ayudamos un poco.
-Hojitas, puede ser. Algunas plantas quedaron.
-Y alguna gente.
-Si: los viejos, los milicos, los presos y los locos.
-No es tan así.
-No querés que sea tan así.
-Estuve mucho tiempo fuera. Lejos. Y ahora… ahora estoy casi de vuelta. Cerquita, enfrente. ¿Sabés lo que siento? Lo que sienten los bebitos cuando se miran el dedo gordo del pie y descubren el mundo.
-A la realidad se le importa un pito lo que sientas.
-Y entonces ¿nos vamos a quedar llorando en los rincones?
-Seis por siete te da cuarenta y dos, en vez de noventa y cuatro, y te ponés furiosa: ¿quién es el hijo de puta que anda cambando los números?
-Pero… ¿me querés decir con qué se voltea una dictadura? ¿Con flechitas de papel?
-Con qué, no sé.
-¿Desde aquí se voltea? ¿Por control remoto?
-Ah, sí. La heroína solitaria busca la muerte. No; no es machismo pequeño-burgués. Es hembrismo.
-¿Y lo tuyo? Peor. Es egoísmo.
-O cobardía. Decilo.
-No, no.
-Decime maula. Decime desertor.
-No entendés, flaco.
-Sos vos la que no entendés.
-¿Por qué reaccionás así?
-¿Y vos?
-Ya sé que no necesitás probarte nada. No seas bobo.
-Y sin embargo, me dijista que…
-Y vos también me dijiste. ¿Vamos a volver a empezar? Tá. Yo estuve mal.
-Perdoname.
-Sería una estupidez pelearnos en estos pocos días que…
-Sí En estos pocos días.
-Flaco.
-¿Qué?
-¿Sabés una cosa, flaco? Estamos todos guachos.
-Sí.
-Todos. Guachos.
-Sí. Pero yo te quiero.

6.
Íbamos a visitar al capitán.
En tierra estaba como de paso, el Capitán. Su verdadera residencia era el mar, la lancha Forajida que se perdía lejos del horizonte en los días buenos.
Había levantado una toldería entre los robles, para los días malos, y allí se echaba a matear a la sombra, rodeado por sus perros flacos y las gallinas y los chanchos criados a la buena de Dios.
El capitán tenía músculos hasta en las cejas.
Nunca había escuchado un pronóstico del tiempo ni consultado una carta de navegación, pero conocía como nadie el mar aquel.
A veces, al atardecer, yo me iba a la playa para verlo llegar. Lo veía de pie en la proa, con las piernas abiertas y los puños en la cintura, acercándose a la costa, y le adivinaba la voz dando órdenes al timonel. El Capitán se iba arrimando, al borde de la ola brava; la montaba cuando él quería, cabalgaba sobre ella, la domaba; se hacía llevar suavecito hasta la costa.
El Capitán hacía lo suyo, y lo hacía bien, y amaba lo que hacía y lo que había hecho. Me gustaba escucharlo.
Si un norte se te ha perdido, por el sur anda escondido. El Capitán me enseñó a presentir los cambios de viento. También me enseñó por qué los tiburones, que no tienen marcha atrás ni otro olfato que el de la sangre, se enredan en los trasmallos, y cómo las corvinas negras comen mejillones en el fondo del mar, boca abajo, escupiendo las cáscaras, y cómo hacen el amor las ballenas en los helados mares del sur y asoman a la superficie con las colas enroscadas.
Había andado mucho mundo, el Capitán. Escucharlo era como emprender un largo viaje al revés, desde el destino hasta el puerto de partida, y por el camino aparecían el misterio y la locura y la alegría del mar y alguna vez, rara vez, también el mudo dolor. Las historias más antiguas eran las más divertidas y yo me imaginaba que en los años mozos, antes de las heridas de las que poco hablaba, el Capitán había sabido ser feliz hasta en los velorios.
A la toldería del Capitán llegaban, mientras charlábamos, el rumor de una sierra sinfín y los mugidos de las vacas en el tambo y también los martillazos del zapatero ablandando cueros sobre la plancha de hierro que sostenía en las rodillas.
Me hablaba de mi ciudad, que la conocía bien. Conocía el puerto, mejor dicho, y la bahía, pero sobre todo los callejones del bajo y los bares. Me preguntaba por ciertos cafetines y recovas y yo le decía que habían desaparecido y él se callaba y escupía tabaco.
-A estos tiempos de ahora, yo no les creo -decía el Capitán.
Una vez me dijo:
-Cuando las paredes duran menos que los hombres, las cosas no andan bien. En tu país las cosas no andan bien.
También hablaba del pasado de aquel pueblito de pescadores, que había conocido sus épocas de gloria cuando el hígado del tiburón valía su peso en oro y los marineros pasaban las noches de temporal con una puta francesa en cada rodilla y algún enano abanicando y los guitarreros cantando coplas de amor.
A Flavia la miró, desde el pique, con desconfianza.
Frunció el ceño y le habló bajito, para que yo no oyera.
-Cuando este hombre vino aquí -le mintió, señalándome- él mismo mató al caballo que lo trajo. Lo mató de un tiro.

7.
En plena noche nos despertaron los golpes y los gritos. Por poco no me voltean la puerta.
Nos fuimos volando, con Flavia, a lo del manco Justino. Agarré lo que pude.
Años atrás, un tiburón tigre había arrancado el brazo de Justino. El tiburón se le había dado vuelta cuando él lo estaba desenredando. Yo a Justino lo conocía poco, pero eso se sabía.
En el rancho, se tambaleó el farol a querosén.
La mujer del manco aullaba con las piernas abiertas. Tenía los muslos hinchados y violetas. En la piel tirante se veía una selva de venitas.
Le dije a Flavia que pusiera a hervir una olla de agua. Al manco, que andaba muy nervioso y tropezando, le ordené que esperara afuera. Un perro vino a esconderse bajo la cama y lo saqué a patadas.
Me eché con alma y vida sobre el vientre de la mujer. Ella aullaba como una bestia, aullaba y puteaba, no doy más, me duele, carajo, me muero, hirviendo de sudor, y ya la cabecita había asomado entre las piernas pero no salía, no salía nunca, y yo hacía fuerza con todo el cuerpo y en eso la mujer pegó un manotazo a un travesaño de palo, que casi se vino el techo abajo, y lanzó un grito largo y filoso.
Flavia estaba a mi lado.
Me quedé paralizado. La chiquilina había salido con dos vueltas de cordón enroscadas al cuello. Tenía la cara morada, pura hinchazón, sin rasgos, y estaba toda aceitosa y envuelta en mierda verde y sangre y tenía el dolor en la cara. No se le veían las facciones pero se le veía el dolor en la cara, y creo que yo pensé: pobrecita, pensé: ya, tan temprano.
Yo temblaba de la cabeza a los pies. Quise agarrarla. Me faltaban manos. Se resbaló.
Fue Flavia la que desenroscó el cordón. Yo atiné, no sé cómo, a atarle un par de nudos bien fuertes, con un piolín cualquiera, con una yilé corté el cordón de un tajo.
Y esperé.
Flavia la tenía en el aire, agarrado por los tobillos.
Le pegué un golpecito en la espalda.
Pasaban los segundos.
Nada.
Y esperamos.
Creo que el manco estaba en la puerta, de rodillas, rezando. La mujer gemía, se quejaba con un hilo de voz. Estaba lejos. Y nosotros esperando, con la gurisa cabeza abajo, y nada.
Volví a golpearle la espalda.
Me mareaba aquel olor inmundo y dulzón.
Entonces, de golpe, Flavia le abrazó la cabeza y se la llevó a la boca y la besó violentamente. Aspiró y escupió y volvió a aspirar y a escupir costras y flemas y baba blanca. Y por fin la gurisa lloró. Había nacido. Estaba viva.
Me la dio y la lavé. Entró gente. Flavia y yo salimos.
Estábamos exhaustos y atontados. Nos fuimos a sentar a la arena, junto al mar, y sin decirnos nada nos preguntábamos: ¿Cómo fue?, ¿cómo fue?
Y yo contesté:
-Nunca había estado. No sabía cómo era. Para mí fue la primera vez.
Y ella dijo:
-Yo tampoco.
Apoyó la cabeza contra mi pecho. Sentí la presión de sus dedos hundiéndose en mi espalda. Adiviné que tenía lágrimas presas entre las pestañas.
Después, al rato, preguntó, o se preguntó:
-¿Cómo será, tener un hijo? Un hijo de una.
Y dijo:
-Yo nunca voy a tener.
Y después vino un marinero, de parte del manco, a preguntar a Flavia cuál era su nombre. Precisaban el nombre para el bautismo.
-Mariana -dijo Flavia.
Me sorprendí. No dije nada.
El marinero nos dejó una botella de grapa. Bebí del pico. Flavia también.
-Siempre quise llamarme así -me dijo.
Y yo recordé que ese era el nombre que figuraba en el pasaporte que estaba haciendo -lento, lento- para que ella se fuera.

8.
Sumergí las fotos en té, para envejecerlas. Borré letra por letra, con unos ácidos franceses que tenía guardados. Pasé disán sobre la huella digital y después goma de pan y goma de tinta. Alisé las hojas con la plancha tibia. El pasaporte quedó desnudo. Lo fui vistiendo, de a poquito. Calqué sellos y firmas. Después froté las hojas con las uñas.

9.
Se acercaba el fin de año. Flavia llevaba un mes allí. La luna nació con los cuernos para arriba.
Lejos, no tan lejos, alguien se emputecía, alguien se rompía, alguien se volvía loco de soledad o de hambre. Se apretaba un botón, la máquina zumbaba, crepitaba, abría las mandíbulas de acero. Un hombre conseguía ver a su hijo preso después de mucho tiempo, a través de una reja, y lo reconocía solamente por los zapatos marrones que él le había regalado.
-Deciles a esos perros que se callen.
Flavia era culpable de comer caliente dos veces al día y tener abrigo en invierno, y libertad, y me dijo:
-Deciles a esos perros que se callen. Si se callan, me quedo.

10.
Nos dormimos tarde y desperté solo.
Me serví ginebra. La mano me temblaba. Apreté el vaso. Lo estrujé. Lo rompí. La mano me sangró.

11.
Como al mes, llegó Carrizo. Le costó decírmelo. No quise detalles. No quise guardar de ella la memoria de una muerte repugnante. Así que me negué a saber si la habían asfixiado con una bolsa de plástico  en la pileta de agua y mierda o si le habían reventado el hígado a patadas.
Pensé en lo poco que le había durado la alegría de llamarse Mariana.
12.
Decidí irme con Carrizo, al amanecer.
El viejo Matías, que era baqueano, nos preparó los caballos. Él nos iba a acompañar.
Me esperaron al otro lado del arroyo. Yo fui a despedirme del Capitán.
-¿No me va a dejar darle un abrazo?
El Capitán estaba de espaldas. Oyó mis explicaciones. Abrió la ventana, investigó el cielo, olió la brisa. Era un buen día para navegar.
Calentó agua, parsimonioso, para el mate. No decía nada y seguía dándome la espalda. Yo tosí.
-Andate -me dijo, ronco, por fin-. Andate de una vez.
-Te vamos a quemar la casa -me dijo- todo lo tuyo.
Monté y me quedé esperando, sin decidirme.
Entonces él salió y pegó un rebencazo en el anca del caballo.

13.
Íbamos al trote largo y pensé en ese cuerpo tierno y violento. Me perseguirá hasta el final, pensé. Cuando abra la puerta voy a querer encontrar algún mensaje de ella, y cuando me desplome para dormir en algún suelo o cama voy a escuchar y a contar los pasos en la escalera, uno por uno, o el crujido del ascensor, piso por piso, no por miedo a los milicos sino por las ganas locas de que ella esté viva y vuelva. La confundiré con otras. Le buscaré el nombre y la voz y la cara. Le sentiré el olor en la calle. Me voy a emborrachar y no me servirá de nada, pensé, y supe, como no sea con saliva o lágrimas de esa mujer.


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