1.
La trajo el temporal.
Llegó desde el norte,
cortando viento, en el carro del viejo Matías. La vi llegar, y se me aflojaron
las piernas. Tenía una vincha roja y el pelo revuelto por ráfagas de viento
arenoso.
El tiempo nos andaba
maltratando. Una semana atrás, la tormenta se había visto venir, porque estaba
oscuro el sur y en el cielo corrían los flecos de las nubes, blancas colas de
yegua, y en el mar saltaban como locas las toninas: la tormenta vino, y se
quedó.
Era noviembre. Las hembras
de los tiburones se arrimaban a parir a la costa: refregaban los vientres
contra la arena del fondo del mar.
Cuando la tormenta daba
tregua, en esos días, los caballos percherones metían las lanchas más allá de
la rompiente y los pescadores salían mar adentro. Pero el mar estaba muy
picado. Giraban los molinetes y las redes subían hechas un revoltijo de algas y
porquerías y con unos pocos tiburones muertos o moribundos. Se perdía el tiempo
desenredando y zurciendo los trasmallos. De golpe cambiaba el viento, acometía
brutalmente por el este o por el sur, se carbonizaba el cielo, las olas barrían
la cubierta: había que poner proa a la costa.
Tres días antes de que ella
legara, una lancha se había dado vuelta, traicionada por la ventolera. La marea
se había llevado a un pescador. No lo había devuelto.
Estábamos hablando de ese
hombre, el Calabrés, y yo estaba de espaldas, inclinado contra el mostrador.
Entonces me di vuelta, como llamado, y la vi.
2.
Esa noche contemplamos
juntos, contra la ventana abierta de mi casa, los ogonzados de los relámpagos
iluminando el rancherío. Esperamos juntos los truenos, la reventazón de la
lluvia.
-¿Te cocinás?
-Alguna cosa me hago, sí.
Papas, pescado…
Acodado en la ventana,
solo, yo pasaba las noches acariciando la botella de ginebra y esperando que
vinieran el sueño o los enfermos. Mi consultorio, piso de tierra y farol a
querosén, consistía en una cama turca y un estetoscopio, un par de jeringas,
vendas, agujas, hilo de coser y las muestras gratis de remedios que Carrizo me
mandaba, de vez en cuando, desde Buenos Aires. Con eso, y con dos años de
facultad me las arreglaba para zurcir hombres y pelear contra las fiebres. En
mis noches de aburrimiento yo sin querer deseaba alguna desgracia, para no
sentirme del todo inútil.
Radio, no escuchaba,
porque allá en la costa corría el peligro o la tentación de encontrarme con
alguna emisora de mi país.
-No vi ninguna mujer en el
pueblito éste. ¿También de eso te retiraste?
Yo dormía solo en mi cama
para faquires. Los elásticos del colchón habían atravesado la malla y las
puntas de las espirales de alambre asomaban peligrosamente. Había que dormir
acurrucado para no ensartarse.
-Sí -le dije, haciéndome
el gracioso-. Para mí se acabó la clandestinidad. Ya no tengo encuentros
clandestinos ni con mujeres casadas.
Nos callamos.
Fumé un cigarrillo, dos.
Al fin, le pregunté para
qué había venido. Me dijo que necesitaba un pasaporte.
-¿Todavía los hacés?
-¿Pensás volver?
Le dije que estando como
estaban las cosas, eso era pura estupidez. Que no existía el heroísmo inútil.
Que…
-Es cosa mía -me dijo-. Te
pregunté si todavía los hacés.
-Si precisás.
-¿Cuánto te lleva?
-Para los demás -le dije-
un día. Para ti una semana.
Se rió.
Esa noche cociné con ganas
por primera vez. Hice para Flavia una corvina a las brasas. Ella preparó una
salsa con lo poco que había.
Afuera llovía a cántaros.
3.
Nos habíamos conocido
cuando el estado de sitio. Teníamos que caminar abrazados y besarnos si se
acercaba cualquier bulto de uniforme. Los primeros besos fueron por razones de
seguridad. Los siguientes, por las ganas que nos teníamos.
En aquel tiempo, las
calles de la ciudad estaban vacías.
Los torturados y los
moribundos se decían sus nombres y se rozaban las puntas de los dedos.
Flavia y yo nos
encontrábamos en un lugar distinto cada vez, desesperados de pánico por los minutos
de atraso.
Abrazados, escuchábamos
las sirenas de los patrulleros y los sonidos del paso de la noche hacia el
alba. No dormíamos nunca. Desde afuera llegaban el canto del gallo, la voz del
botellero, el barullo de las latas de basura, y entonces desayunar juntos era
muy importante.
Nunca nos dijimos la
palabra amor. Eso se deslizaba de contrabando, cuando decíamos: “Llueve”, o
decíamos: “Me siento bien”, pero yo habría sido capaz de romperle a balazos la
memoria para que no recordara nada de ningún otro hombre.
-Alguna vez -decíamos-
cuando cambien las cosas.
-Vamos a tener una casa.
-Sería lindo.
Por las noches pudimos
pensar, mareados, que se luchaba para eso. Que para que eso fuera posible se
jugaba la gente.
Pero era una tregua.
Pronto supinos, ella y yo, que antes nos íbamos a olvidar o a morir.
4.
El cielo amaneció limpio y
azul.
Al atardecer vimos, a lo
lejos, puntitos que crecían, las lanchas de los pescadores. Volvían con las
bodegas repletas de tiburones.
Yo conocía esa agonía
horrible. Los tiburones, estrangulados por las agallas, se revolvían contra las
redes y lanzaban mordiscones ciegos antes de caer amontonados.
5.
-Aquí nadie va a
encontrarte. Quedate. Hasta que las cosas cambien.
-¿Cambian solas, las
cosas?
-¿Qué vas a hacer? ¿La
revolución?
-Yo soy una hormiguita.
Las hormiguitas no hacemos cosas tan enormes como la revolución o la guerra.
Llevamos hojitas o mensajes. Ayudamos un poco.
-Hojitas, puede ser.
Algunas plantas quedaron.
-Y alguna gente.
-Si: los viejos, los
milicos, los presos y los locos.
-No es tan así.
-No querés que sea tan
así.
-Estuve mucho tiempo fuera.
Lejos. Y ahora… ahora estoy casi de vuelta. Cerquita, enfrente. ¿Sabés lo que
siento? Lo que sienten los bebitos cuando se miran el dedo gordo del pie y
descubren el mundo.
-A la realidad se le
importa un pito lo que sientas.
-Y entonces ¿nos vamos a quedar
llorando en los rincones?
-Seis por siete te da
cuarenta y dos, en vez de noventa y cuatro, y te ponés furiosa: ¿quién es el
hijo de puta que anda cambando los números?
-Pero… ¿me querés decir
con qué se voltea una dictadura? ¿Con flechitas de papel?
-Con qué, no sé.
-¿Desde aquí se voltea?
¿Por control remoto?
-Ah, sí. La heroína
solitaria busca la muerte. No; no es machismo pequeño-burgués. Es hembrismo.
-¿Y lo tuyo? Peor. Es
egoísmo.
-O cobardía. Decilo.
-No, no.
-Decime maula. Decime
desertor.
-No entendés, flaco.
-Sos vos la que no
entendés.
-¿Por qué reaccionás así?
-¿Y vos?
-Ya sé que no necesitás
probarte nada. No seas bobo.
-Y sin embargo, me dijista
que…
-Y vos también me dijiste.
¿Vamos a volver a empezar? Tá. Yo estuve mal.
-Perdoname.
-Sería una estupidez
pelearnos en estos pocos días que…
-Sí En estos pocos días.
-Flaco.
-¿Qué?
-¿Sabés una cosa, flaco?
Estamos todos guachos.
-Sí.
-Todos. Guachos.
-Sí. Pero yo te quiero.
6.
Íbamos a visitar al
capitán.
En tierra estaba como de
paso, el Capitán. Su verdadera residencia era el mar, la lancha Forajida que se
perdía lejos del horizonte en los días buenos.
Había levantado una
toldería entre los robles, para los días malos, y allí se echaba a matear a la
sombra, rodeado por sus perros flacos y las gallinas y los chanchos criados a
la buena de Dios.
El capitán tenía músculos
hasta en las cejas.
Nunca había escuchado un
pronóstico del tiempo ni consultado una carta de navegación, pero conocía como
nadie el mar aquel.
A veces, al atardecer, yo
me iba a la playa para verlo llegar. Lo veía de pie en la proa, con las piernas
abiertas y los puños en la cintura, acercándose a la costa, y le adivinaba la
voz dando órdenes al timonel. El Capitán se iba arrimando, al borde de la ola
brava; la montaba cuando él quería, cabalgaba sobre ella, la domaba; se hacía
llevar suavecito hasta la costa.
El Capitán hacía lo suyo,
y lo hacía bien, y amaba lo que hacía y lo que había hecho. Me gustaba
escucharlo.
Si un norte se te ha
perdido, por el sur anda escondido. El Capitán me enseñó a presentir los
cambios de viento. También me enseñó por qué los tiburones, que no tienen
marcha atrás ni otro olfato que el de la sangre, se enredan en los trasmallos,
y cómo las corvinas negras comen mejillones en el fondo del mar, boca abajo,
escupiendo las cáscaras, y cómo hacen el amor las ballenas en los helados mares
del sur y asoman a la superficie con las colas enroscadas.
Había andado mucho mundo,
el Capitán. Escucharlo era como emprender un largo viaje al revés, desde el
destino hasta el puerto de partida, y por el camino aparecían el misterio y la
locura y la alegría del mar y alguna vez, rara vez, también el mudo dolor. Las
historias más antiguas eran las más divertidas y yo me imaginaba que en los
años mozos, antes de las heridas de las que poco hablaba, el Capitán había
sabido ser feliz hasta en los velorios.
A la toldería del Capitán
llegaban, mientras charlábamos, el rumor de una sierra sinfín y los mugidos de
las vacas en el tambo y también los martillazos del zapatero ablandando cueros
sobre la plancha de hierro que sostenía en las rodillas.
Me hablaba de mi ciudad,
que la conocía bien. Conocía el puerto, mejor dicho, y la bahía, pero sobre
todo los callejones del bajo y los bares. Me preguntaba por ciertos cafetines y
recovas y yo le decía que habían desaparecido y él se callaba y escupía tabaco.
-A estos tiempos de ahora,
yo no les creo -decía el Capitán.
Una vez me dijo:
-Cuando las paredes duran
menos que los hombres, las cosas no andan bien. En tu país las cosas no andan
bien.
También hablaba del pasado
de aquel pueblito de pescadores, que había conocido sus épocas de gloria cuando
el hígado del tiburón valía su peso en oro y los marineros pasaban las noches
de temporal con una puta francesa en cada rodilla y algún enano abanicando y
los guitarreros cantando coplas de amor.
A Flavia la miró, desde el
pique, con desconfianza.
Frunció el ceño y le habló
bajito, para que yo no oyera.
-Cuando este hombre vino
aquí -le mintió, señalándome- él mismo mató al caballo que lo trajo. Lo mató de
un tiro.
7.
En plena noche nos
despertaron los golpes y los gritos. Por poco no me voltean la puerta.
Nos fuimos volando, con
Flavia, a lo del manco Justino. Agarré lo que pude.
Años atrás, un tiburón
tigre había arrancado el brazo de Justino. El tiburón se le había dado vuelta
cuando él lo estaba desenredando. Yo a Justino lo conocía poco, pero eso se
sabía.
En el rancho, se tambaleó
el farol a querosén.
La mujer del manco aullaba
con las piernas abiertas. Tenía los muslos hinchados y violetas. En la piel
tirante se veía una selva de venitas.
Le dije a Flavia que
pusiera a hervir una olla de agua. Al manco, que andaba muy nervioso y
tropezando, le ordené que esperara afuera. Un perro vino a esconderse bajo la
cama y lo saqué a patadas.
Me eché con alma y vida
sobre el vientre de la mujer. Ella aullaba como una bestia, aullaba y puteaba,
no doy más, me duele, carajo, me muero, hirviendo de sudor, y ya la cabecita
había asomado entre las piernas pero no salía, no salía nunca, y yo hacía
fuerza con todo el cuerpo y en eso la mujer pegó un manotazo a un travesaño de
palo, que casi se vino el techo abajo, y lanzó un grito largo y filoso.
Flavia estaba a mi lado.
Me quedé paralizado. La
chiquilina había salido con dos vueltas de cordón enroscadas al cuello. Tenía
la cara morada, pura hinchazón, sin rasgos, y estaba toda aceitosa y envuelta
en mierda verde y sangre y tenía el dolor en la cara. No se le veían las
facciones pero se le veía el dolor en la cara, y creo que yo pensé: pobrecita,
pensé: ya, tan temprano.
Yo temblaba de la cabeza a
los pies. Quise agarrarla. Me faltaban manos. Se resbaló.
Fue Flavia la que
desenroscó el cordón. Yo atiné, no sé cómo, a atarle un par de nudos bien
fuertes, con un piolín cualquiera, con una yilé corté el cordón de un tajo.
Y esperé.
Flavia la tenía en el
aire, agarrado por los tobillos.
Le pegué un golpecito en
la espalda.
Pasaban los segundos.
Nada.
Y esperamos.
Creo que el manco estaba
en la puerta, de rodillas, rezando. La mujer gemía, se quejaba con un hilo de
voz. Estaba lejos. Y nosotros esperando, con la gurisa cabeza abajo, y nada.
Volví a golpearle la
espalda.
Me mareaba aquel olor
inmundo y dulzón.
Entonces, de golpe, Flavia
le abrazó la cabeza y se la llevó a la boca y la besó violentamente. Aspiró y
escupió y volvió a aspirar y a escupir costras y flemas y baba blanca. Y por
fin la gurisa lloró. Había nacido. Estaba viva.
Me la dio y la lavé. Entró
gente. Flavia y yo salimos.
Estábamos exhaustos y
atontados. Nos fuimos a sentar a la arena, junto al mar, y sin decirnos nada
nos preguntábamos: ¿Cómo fue?, ¿cómo fue?
Y yo contesté:
-Nunca había estado. No
sabía cómo era. Para mí fue la primera vez.
Y ella dijo:
-Yo tampoco.
Apoyó la cabeza contra mi
pecho. Sentí la presión de sus dedos hundiéndose en mi espalda. Adiviné que
tenía lágrimas presas entre las pestañas.
Después, al rato,
preguntó, o se preguntó:
-¿Cómo será, tener un
hijo? Un hijo de una.
Y dijo:
-Yo nunca voy a tener.
Y después vino un
marinero, de parte del manco, a preguntar a Flavia cuál era su nombre.
Precisaban el nombre para el bautismo.
-Mariana -dijo Flavia.
Me sorprendí. No dije
nada.
El marinero nos dejó una
botella de grapa. Bebí del pico. Flavia también.
-Siempre quise llamarme
así -me dijo.
Y yo recordé que ese era
el nombre que figuraba en el pasaporte que estaba haciendo -lento, lento- para
que ella se fuera.
8.
Sumergí las fotos en té,
para envejecerlas. Borré letra por letra, con unos ácidos franceses que tenía
guardados. Pasé disán sobre la huella digital y después goma de pan y goma de
tinta. Alisé las hojas con la plancha tibia. El pasaporte quedó desnudo. Lo fui
vistiendo, de a poquito. Calqué sellos y firmas. Después froté las hojas con
las uñas.
9.
Se acercaba el fin de año.
Flavia llevaba un mes allí. La luna nació con los cuernos para arriba.
Lejos, no tan lejos,
alguien se emputecía, alguien se rompía, alguien se volvía loco de soledad o de
hambre. Se apretaba un botón, la máquina zumbaba, crepitaba, abría las
mandíbulas de acero. Un hombre conseguía ver a su hijo preso después de mucho
tiempo, a través de una reja, y lo reconocía solamente por los zapatos marrones
que él le había regalado.
-Deciles a esos perros que
se callen.
Flavia era culpable de
comer caliente dos veces al día y tener abrigo en invierno, y libertad, y me
dijo:
-Deciles a esos perros que
se callen. Si se callan, me quedo.
10.
Nos dormimos tarde y
desperté solo.
Me serví ginebra. La mano
me temblaba. Apreté el vaso. Lo estrujé. Lo rompí. La mano me sangró.
11.
Como al mes, llegó
Carrizo. Le costó decírmelo. No quise detalles. No quise guardar de ella la memoria
de una muerte repugnante. Así que me negué a saber si la habían asfixiado con
una bolsa de plástico en la pileta de
agua y mierda o si le habían reventado el hígado a patadas.
Pensé en lo poco que le
había durado la alegría de llamarse Mariana.
12.
Decidí irme con Carrizo,
al amanecer.
El viejo Matías, que era
baqueano, nos preparó los caballos. Él nos iba a acompañar.
Me esperaron al otro lado
del arroyo. Yo fui a despedirme del Capitán.
-¿No me va a dejar darle
un abrazo?
El Capitán estaba de
espaldas. Oyó mis explicaciones. Abrió la ventana, investigó el cielo, olió la
brisa. Era un buen día para navegar.
Calentó agua,
parsimonioso, para el mate. No decía nada y seguía dándome la espalda. Yo tosí.
-Andate -me dijo, ronco,
por fin-. Andate de una vez.
-Te vamos a quemar la casa
-me dijo- todo lo tuyo.
Monté y me quedé
esperando, sin decidirme.
Entonces él salió y pegó
un rebencazo en el anca del caballo.
13.
Íbamos al trote largo y
pensé en ese cuerpo tierno y violento. Me perseguirá hasta el final, pensé.
Cuando abra la puerta voy a querer encontrar algún mensaje de ella, y cuando me
desplome para dormir en algún suelo o cama voy a escuchar y a contar los pasos
en la escalera, uno por uno, o el crujido del ascensor, piso por piso, no por
miedo a los milicos sino por las ganas locas de que ella esté viva y vuelva. La
confundiré con otras. Le buscaré el nombre y la voz y la cara. Le sentiré el
olor en la calle. Me voy a emborrachar y no me servirá de nada, pensé, y supe,
como no sea con saliva o lágrimas de esa mujer.
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