La
primera nota que me escribiste, la que deslizaste con disimulo dentro
del bolsillo de mi abrigo, fue la que produjo el chispazo. Yámame,
rezaban unas letras anónimas, escritas con carmín y prisa debajo de
un número de teléfono. Te llamé, claro está, no pude resistirme,
y al poco ya vivíamos juntos. Desde entonces, lo primero que hago
cada mañana al despertar es buscar el mensaje garabateado en un
papel que sueles dejarme, apoyado en la cafetera, antes de marcharte
a trabajar. Me estremecen tus confusiones sinuosas de bes y uves. Me
excitan tus acentos inventados, que se clavan, placenteros, en mis
ojos. Me pierden las haches intercaladas a tu antojo, entrometidas, y
me encienden las olvidadas, que dejan desnudas las palabras,
indefensas. Por eso, cuando no encuentro tus buenos días repletos de
errores, revuelvo el piso en busca de cualquier cosa que hayas
escrito, en la lista de la compra, en la agenda de teléfonos, en el
calendario que cuelga de la cocina o en un papel de tu billetera. Más
que lo que me dices, me encanta cómo te equivocas, aunque jamás te
lo he confesado. De todos modos, supongo que ya te habrás dado
cuenta porque la nota que dejaste esta mañana, mucho más larga que
de costumbre, estaba correctamente escrita. Decía que te marchas
para siempre y sólo tenía una falta de ortografía. En mi nombre.
Pervertidos. Catálogo de parafilias ilustradas. VVAA, 2012.
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