A
mediados de 1974 explotaban en Buenos Aires diez o doce bombas por la
noche. De distinto signo, pero explotaban. Despertarse a las dos o
las tres de la madrugada con varios estruendos en cadena, era casi
una costumbre. Hasta los niños se hacían a esa rutina.
Un
amigo porteño empezó a tomar conciencia de esa adaptación a partir
de una noche en que hubo una fuerte explosión en las cercanías de
su apartamento, y su hijo, de apenas cinco años, se despertó
sobresaltado.
“¿Qué
fue eso?”, preguntó. Mi amigo lo tomó en brazos, lo acarició
para tranquilizarlo, pero, conforme a sus principios educativos, le
dijo la verdad: “Fue una bomba”. “¡Qué suerte!”, dijo el
niño. “Yo creí que era un trueno”.
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