Para
pasar al otro lado del espejo, se necesita del valor temerario de un
niño de siete años, de su facultad para convertir el azul en
quetzal y la nube en garza. Él sabe que tiene que ascender por la
vertiente más peligrosa del espejo, trepar cuidadosamente para no
tropezar con el brillo, afianzar con firmeza el pie para evitar
hundirse en la garganta de los reflejos, y eludir el encuentro
cegador con los ojos de su doble. Entonces llegará a la cúspide y
pasará al resplandor del otro lado, descendiendo por la parte oscura
de la luna.
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