De
haber sabido lo que ocurriría después, ella habría ido a la
peluquería y también se habría comprado un vestido atrevido para
estrenarlo ayer, antes de precipitarse en el vacío desde el piso
ciento tres del enorme rascacielos, cuando trataba de alcanzar un
papel que el viento levantó de su mesa de trabajo y empujó hacia el
exterior. Ya en el aire, todo hacía presagiar un porrazo
incontestable pero, a la altura del piso cuarenta y dos, su cuerpo
cayó en brazos de un joven providencial, de aspecto agradable y
musculoso, que vestía un traje ajustado de lycra azul y rojo y una
capa de conjunto, muy elegante, que se alzaba tanto como su bello
tupé de color negro. A partir de ahí, el ascenso fue un paseo
delicioso hasta llegar a la calle, donde aquel galán se despidió
cortésmente y partió de regreso a las alturas, no sin antes decir
que sí, que hoy podrían volver a verse en el mismo lugar y a la
misma hora. Y hoy estrena ella un nuevo vestido, elegido a
conciencia, y se arregla con esmero para acudir a la cita con su
misterioso salvador. Y a la hora convenida se lanza sin temor por la
ventana de su estudio y aprovecha la caída en picado por la fachada
del inmueble para dar los últimos toques al maquillaje. Pero esta
vez nadie le espera frente a la planta cuarenta y dos. Y al llegar a
la catorce, convencida del plantón, se ve obligada a admitir que, si
ya es duro bajar de una nube y tocar de pies en el suelo, más duro
será tener que hacerlo de cabeza.
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