martes, 13 de septiembre de 2016

Un lugar llamado Chaián. Luisa Castro.

Manolo me llamó para decirme que me esperaba allí.

—¿Challán, como el cantante? 

—Sí, pero no es un restaurante, es un merendero o algo así. Estarán también Pepe y Pili. Está en el río, en el Tambre.

Manolo, con su mercedes antiguo comprado por 6oo euros. Tenía ganas de verlo. Y a los demás, los amigos de la facultad. Hacía al menos diez años que no sabía nada de ellos. No me costó llegar. Conduje desde el aeropuerto después de dejar a mis hijos, atravesé el polígono industrial en las afueras de Santiago y una vez allí me encaucé por la carretera que bordeaba el río hasta que vi el letrero: Chaián con i latina.

Qué sitio tan raro. Un lugar escondido bajo la carretera, un remanso arbolado junto al río. No había muchos coches, tres o cuatro familias dispuestas a pasar una tarde tranquila ocupaban las mesas y los bancos de madera. Pescadores y cazadores, aficionados del lugar acabando de comer o echándose una siesta. Ni siquiera me fijé en sus caras. Estaba segura de que mis pies me llevarían sin error hacia el grupo que yo buscaba, y enseguida vi entre las mesas a Manolo, y luego a los demás compañeros de la facultad: Pepe, Pilar, Alberto, y otros a quienes conocía menos. A todos ellos la vida les había unido y ahora formaban un grupo de amigos con sus hijos entorno, seis o siete pequeños de entre tres y ocho años, y una bebé de cinco meses dentro de su cochecito. Faltaba Lola. Hacía muchos años que Lola ya no estaba con nosotros.

A partir de una edad uno empieza a mirar con complacencia a su alrededor. La vida, como el río, se remansa en un espacio de turbulenta quietud. Decides detenerte, contemplar el río sin siquiera meterte, esas aguas tranquilas y oscuras donde chapotean los niños. Y miras atrás y piensas qué hubiera sido si nunca te hubieras separado de ellos, si en ese flujo de la corriente te hubieras aferrado al tronco matriz, muchas tardes en Chaián, tus niños amigos de estos niños, y Manolo mismo ¿no hubiera sido un buen marido? En este sitio donde las horas pasan sin darte cuenta, con nuestro vino y nuestras empanadas. Pero la corriente te llevó, y la misma corriente trajo a otros a tu lugar: Manolo, diez años en Oxford. Bogart, alemán y portugués. Enric, un catalán casado aquí. ¿Qué hacemos aquí? ¿Por qué parece que el tiempo no ha pasado y podemos hablar como si nos comprendiéramos?

La misma alegría que después de un examen. Aún no sabemos el resultado pero nos hemos presentado, no somos unos desertores, seguimos presentándonos a cada convocatoria, a cada humillación. Eso somos, hojas arremolinadas en el remanso del río después de la primera embestida de la corriente, después del primer extravío y la zambullida primera en la corriente. Pero aquí en Chaián todo es paz. Una paz apenas alterada por las pistolas de agua de los niños. Eres de las que no te mojas, te parapetas al lado del cochecito del bebé, te ríes mientras los ves jugar. Pepe y Manolo con dos pistolones de agua simulando una guerra que rompe por un momento la sensación de quietud del sitio, y el calor asfixiante, un calor que ni siquiera desaparece bajo las sombras de los árboles, un calor espantoso en este junio extraño, la canícula de “El Jarama”, a eso te recuerda, también de aquella canícula y de aquel calor nos habíamos examinado.

Junto a nosotros, en la mesa vecina, beben y nos miran un grupo de hombres sin mujeres ni niños. Es posible que también ellos, bebedores gregarios, sientan esta soledad del remanso de la corriente: pantalones cortos, cabezas rapadas, viejos y jóvenes pero con pinta homogénea, de manada.

Algunos van a bañarse al río. Otros nos quedamos.

—¿Y qué hacen esos aquí? —pregunta Manolo. 

—Qué van a hacer, lo mismo que tú —contesta Pilar—. Vienen a bañarse al río. Nada más. 
—Llevan dos horas bebiendo en la barra del kiosko que hay a la entrada —les digo—. Los vi al llegar, no son de fuera, me parecieron de aquí. 
—Son hooligans —dice Manolo, con su cara seria de uno de Touro que vuelve de Oxford. 
—Son cazadores —dice Alberto—, seguramente son una peña de cazadores. Hay muchos por aquí. 
—Tú no has visto a un cazador en tu vida —contesta Pepe, que es de Riotorto. 
—Estos son de una empresa —dice Pili que es de Ferrol—, de cualquier empresa del Polígono. Acaban de trabajar y vienen a cocerse aquí. 
—¿Y estáis seguros de que este río sirve para bañarse? ¿Lo tienen limpio? —me digo.
 

Los niños y las madres se bañan en las aguas quietas y oscuras del Tambre. Nuestros vecinos hooligans pasan de la modorra inicial a una alegría de adolescentes ebrios. De las cervezas al whisky. De la calma a la excitación. Uno de ellos trae un radiocassete y pone a todo volumen una canción que se repite machaconamente.

—Estos son sólo unos horteras. De cualquier sitio pero unos horteras. 

—Es de la Pantoja —dice Manolo con cara de incrédulo—, esa canción es de la Pantoja.

La canción se enreda en un estribillo repetitivo que ya empieza a metérsenos en los oídos:

—“Ereees fueeego que me queeema, me encieeende las venas...”

Al grupo de seis o siete hombres se suman algunos más, todos con las mismas pintas, y empiezan a bailar entre sí.

—¡Sí que es la Pantoja! —se ríe Pilar. 

—Pues maldita la gracia que me hace estar escuchando a la Pantoja en este sitio —dice Bogart—, ¿es que no se dan cuenta de que están en un lugar público? 
—“Ereees fueeego que me queeema...” 
—Para eso sirven los lugares públicos —digo—. Para eso se viene a Chaián. 
—Nunca había estado aquí, la verdad.
 

En las mesas vecinas las otras familias siguen comiendo, jugando a las cartas, leyendo. La voz del radiocassete se eleva por momentos. Nuestros vecinos hooligans son los amos del bosque.

—Se ve que conocen este lugar —dice Pepe—. Están como en su casa. Más bien somos nosotros los que empezamos a molestar. ¿No te da esa impresión? 

—De perdidos al río —dice Pilar, y se pone a bailar. 
—“Eeerees fueeego que me queeemaa...”

También baila Elisa, la madre del bebé de cinco meses. Y los niños, con sus toallas, se ríen y se mueven al son de la Pantoja.

—Mira, mira —dice Pepe—: están como cabras, acaban de colgar una revista pornográfica en el árbol.

A pocos metros de nosotros, en la rama de al lado, ondea como bandera a todo color una revista abierta por la mitad con el sexo y el pecho de una mujer a doble plana.

—Menudos guarros —dice Elisa—, esta no es gente de aquí.

María, en bikini, va y viene bailando y sirviéndonos vino a todos los de la mesa. Es la única que no se ha engordado en todos estos años.

—María, ponte el pantalón —dice Juan, y empieza a ponerse nervioso—, ponte el pantalón o vámonos de aquí. 

—No seas exagerado —replica María—, no se meten con nadie, sólo se están divirtiendo. 
—¡Vivan las tetas! —oímos que grita un tío del grupo.

Otro, con un hacha en la mano, se sube al árbol que nos da sombra y empieza a astillar una rama como un mono. Las madres recogen a sus niños en los brazos.

—¿Para qué traen un hacha? —pregunto——. ¿No les basta con apedrearnos con la Pantoja? No sé por qué hay que aguantar todo esto, yo creo que tendríamos que irnos de aquí. 

—“Eeeereees fueeego que me queeemaaa...” 
—Podríamos irnos, sí —dice Manolo, cada vez más serio. 
—Hay que pararlos —dice Bogart—; esa rama se nos va a caer encima. Ese tío está loco. 
—Déjalo —digo—, ya se baja, sólo están borrachos, sólo quieren llamar la atención. Mejor, vámonos. 
—Que se vayan ellos. 
—Ya se van, ya se van.

De repente, los hooligans desaparecen de nuestro lado, sólo se oye la música, discutimos si irnos o no cuando de pronto, en el fondo del merendero, junto al kiosko empezamos a ver volar sillas. Hay a lo lejos un gran estrépito de gritos de hombres. Aterradores.

—¡Se están peleando —oigo a Manolo—, están sacando cuchillos!

Empezamos a recoger pero no nos da tiempo.

—¡Los niños, coged a los niños! ¡Vienen hacia aquí!

Los gritos de María, Elisa y Pilar invaden el bosque. Nuestra mesa se queda vacía. Me falta el bolso, no veo a mis amigos, los niños y sus madres han huido hacia el fondo del bosque, no veo a Manolo.

—¡No corráis! —grito—. ¡Por favor, no corráis! ¡Van a machacaros si corréis!

En menos de un segundo se nos echa encima la avalancha de hombres enfurecidos corriendo bosque abajo hacia nosotros, con palos de hierro, hachas y cuchillos, con la cabeza abierta y la sangre manando de sus frentes rapadas. Vuelan botellas contra los árboles, contra los niños. 

—¡A por ellos! —oigo—. ¡A por estas malditas familias, hijos de puta, que ya no se puede venir al río, que todo esta lleno de putos niños!
 

Ahora no puedo saber. Hay peleas a mi alrededor, estoy sola, quiero irme de ahí, me han llevado el bolso, las llaves del coche están en el bolso, no, espera, no nos podemos ir, falta un niño, falta el niño de María, quiero irme, Manolo, ayúdame a irme ¿dónde estás? ¿Dónde están los niños? Pilar tiene un ataque de nervios, María ha perdido a su hijo, está en shock, vámonos de aquí, no, no, espera, vámonos por favor, vámonos con esa familia, ellos también se van, pero allí están los cabrones, están esperándonos a la salida. Manolo encuentra al niño, aquí está, coge en sus brazos al niño de María, me coge de la mano, me tiembla todo el cuerpo, pienso en mis hijos que por suerte no han venido conmigo y pienso que tengo que salvarme por ellos, que no me puedo morir ahora, que no me pueden matar estos cabrones. ¿Y el niño de María, tienes al niño? 

Ahora vámonos, por favor, qué hacéis aquí gimiendo y lamentándoos, esa gente no va a parar hasta que maten a alguien, han venido a robarnos y a matarnos, han venido a eso y no van a parar. Antes, que no hacían nada, queríais iros y ahora que ya han empezado os queréis quedar. ¿Qué os pasa? 
—Han llamado a la policía. Tranquila, tenemos que esperar. 
—¿Esperar a qué? ¿A qué nos maten?
 

Estamos ahí como conejos esperando a que nos maten, la manada de hombres sangrientos no tiene miedo a la policía, no se van..., nos están acorralando, si nos quedamos nos matarán. Quedarnos es una provocación. Huir también. Retirémonos sin correr pero retirémonos. Si nos matan nos van a matar igual pero yo no quiero dejarme matar, quiero irme, quiero irme de aquí.
 

No sé cómo hemos llegado hasta el coche. Estoy dentro del mercedes viejo de Manolo, del que compró por seiscientos euros, con un niño que no es mío y un marido que no es mío. No sabemos nada de nuestros amigos, pero tenemos que huir, ponemos en marcha el coche, cerramos las puertas con llave. Detrás de los cristales los cabezas rapadas nos miran amenazantes, con las frentes llenas de sangre, con barras de hierro en las manos, con estacas y cuchillos caminando a cámara lenta por detrás de los cristales. Parecen bueyes tranquilos, parecen animales sedados, como si alguien les hubiera inyectado una droga, como si hubieran matado a alguien. ¿Han matado a alguien, Manolo, han matado a alguien?

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