A veces soy madre de un niño de cuatro años. De un
niño de ojos marrones y cabello castaño. Veo sus manos aferradas a las
mías antes de cruzar la calle. Nos imagino a los dos parados en un paso de
peatones con la vista fija en el monigote rojo que no se decide a cambiar. Lo
veo en el tiovivo, subido a un descapotable azul que parece de juguete. En la
mesa de la cocina, torciéndole el gesto a la merluza. Sentado en el baño, con
los pies colgando, sin tocar el suelo. Le leo un cuento, sentada en una cama
que debería seguir en tu estudio. Ese estudio de paredes grises que una vez
fueron azules. Lo observo en el ascensor, de puntillas, intentando llegar hasta
el botón del piso tres.
A veces sucede. Está sucediendo ahora. Esas imágenes
son solo un destello. Las borro con un parpadeo enérgico. Después, ignoro
ese ruido que siento dentro del estómago, semejante al estruendo que provoca
aquel que pisa caracoles. Recompongo el gesto. Salgo del baño. Me acerco a la
cocina. Me siento delante de ti. Sigo comiendo. Mastico. Mastico.
Mastico.
Mastico y me preparo para contestarte.
— ¿En qué piensas?
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