La mañana que vino en busca de la anciana campesina
la encontró en la cocina poniendo un puchero con los garbanzos. Te esperaba
desde hace días —le comentó— pero ahora debes sentarte hasta que avíe a los
animales, me hallas en mal momento, Lucero está para parir. Le puso un pedazo
de queso, una hogaza y una jarra con miel y se fue al aprisco. Tras echar el
forraje a las cabras —doble medida por si tardaban en descubrirla— asistió a la
parturienta —esto le llevó bastante tiempo, pero ¿cómo iba a dejar sola a la
criatura?—, colmó las latas de sardinas con comida para los perros y desgranó
una mazorca para las gallinas. Al entrar en la cocina secándose las manos en el
mandil la encontró adormilada, con la cabeza apoyada en el mango de la dalla.
Ya estoy preparada —anunció—, ¿nos vamos ya o disponemos de tiempo para
comernos el cocido? La vieja hilandera miró la olla y respondió que no corría
prisa. ¡Ah! —dijo la anciana—, entonces voy a dar una vuelta a los quesos, y se
fue hacia la quesera. Cuando regresó, la parca no estaba y se había llevado el
puchero.
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