El duque de York, hermano del rey de Inglaterra,
fundó hace nueve años la Compañía de los Reales Aventureros. Los cultivadores
ingleses de las Antillas compraban sus esclavos a los negreros holandeses; y la
Corona no podía permitir que adquirieran artículos tan valiosos a los
extranjeros. La nueva empresa, nacida para el comercio con África, tenía
prestigiosos accionistas: el rey Carlos II, tres duques, ocho condes, siete
lores, una condesa y veintisiete caballeros. Como homenaje al duque de York,
los capitanes marcaban al rojo vivo las letras DY en el pecho de los tres mil
esclavos que cada año conducían a Barbados y Jamaica.
Ahora, la empresa ha pasado a llamarse Real Compañía
Africana. El rey inglés, que tiene la mayoría de las acciones,
estimula en sus colonias la compra de los esclavos, seis veces más caros que lo
que cuestan en África.
Los tiburones hacen el viaje hasta las islas, detrás
de los buques, esperando los cadáveres que caen desde la borda. Muchos mueren
porque no alcanza el agua y los más fuertes beben la poca que hay, o por culpa
de la disentería o la viruela, y muchos mueren de melancolía: se niegan a comer
y no hay modo de abrirles los dientes.
Yacen en hileras, aplastados unos contra otros, con
el techo encima de la nariz. Llevan esposadas las muñecas, y los grilletes
les dejan en carne viva los tobillos. Cuando el mar agitado o la lluvia obligan
a cerrar las troneras, el muy poco aire es una fiebre, pero con las troneras
abiertas también huele la bodega a odio, a odio fermentado, peor que el peor
tufo de los mataderos, y está el piso siempre resbaloso de sangre, flujos y
mierda.
Los marineros, que duermen en cubierta, escuchan los
gemidos incesantes que suenan desde abajo durante toda la noche; y al
amanecer los gritos de los que han soñado que estaban en su país.
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