domingo, 9 de junio de 2019

La Gabardina. Max Aub.


A mi novia, que me lo contó.

Todavía existía el carnaval. Es decir: hace muchos años. No importa: de todos modos no me van a creer. Se llamaba Arturo, Arturo Gómez Landeiro. No era mal parecido, solo una gran nariz le molestaba para andar por el mundo. No era una nariz descollante pero si una nariz un poco mayor de lo normal. Por ella pensó hacerse marino. Pero su madre no le dejó. Lo más sorprendente: que esto que cuento le sucediera a él; a veces me he preguntado el porqué sin atinar la contestación. Por lo visto las cosas extraordinarias le suceden a cualquiera; lo importante es cómo se enfrenta uno con la sorpresa. Si Arturo Gómez hubiese sido hombre excepcional no escribiría esto: se hubiera encargado él de referirlo, o hubiese seguido adelante. Pero se asustó y no me queda más remedio que contarlo, porque no me sé callar las cosas.
Aquello empezó el 28 de febrero de 19... Arturo cumplía aquel día -mejor dicho, aquella noche- veintitrés años, cuatro meses y unos cuantos días.
Que no se me olvide decir que era huérfano de padre, que su mamá le esperaba cada noche para verle regresar, entrar en su cuarto, meterse en la cama antes de acostarse a su vez; lo cual redundaba en cierta timidez que irradiaba del joven y hacía que sus amigos le tuvieran en poco y no contaran con él sino de tarde en tarde para sus honestas francachelas. Leía poco, primero porque, según la señora viuda de Gómez, aquello “estropeaba los ojos”; después porque el difunto -buen gallego- le había dado bastante quehacer con los libros, a los que fue aficionadísimo, con detrimento de otras obligaciones; burlón y amigo de cosas que quedaban en el aire (frases con sentido que no explicaba, repentinos accesos de alegría sin base a la vista, caprichos anómalos: quedarse todo el domingo en la cama fumando su pipa o -lo que era peor- desaparecer para reintegrarse al cristiano hogar diez o quince días más tarde, sin explicaciones decorosas). Doña Clotilde había tenido muy buen cuidado de preservar a su hijo de tan peregrinos antecedentes. Don Arturo, el desaparecido, aparentó no tomarlo en cuenta. Se murió un buen día, tranquilamente, sin despedirse de los suyos, lo cual pareció a su digna esposa un postrer desacato; además del susto que se llevó al despertar cerca del cadáver.
Aquel último día de febrero era domingo de carnaval, que así de adelantado era el año. Arturo -el hijo- entró en el salón de baile, con su terno negro, y se puso a mirar a su alrededor con tranquilidad y cuidado. Buscaba a Rafael, a Luis o a Leopoldo. No vio a ninguno de ellos. Se disgustó. Había llegado un cuarto de hora tarde, con toda intención: para que vieran que no le importaba mucho aquello, para hacerse valer, aunque fuese un poco. Y ahora resultaba que era el primero. No supo qué partido tomar: no conocía a las muchachas. Era Rafael quien se las tenía que presentar; aquel baile se efectuaba en un barrio lejano, que a medias desconocía. Se recostó en la pared y se dispuso a esperar. Naturalmente, en este momento la vio.
Estaba sola, en el quicio de una puerta casi frontera. Los separaba el remolino. Parecía perdida, miraba como recordando, haciendo fuerza con los ojos para acostumbrarse. Su mirada recorrió la estancia, dio con él, pero sus pupilas siguieron adelante, como si arrastrara con todo, red pescadora. Arturo era tímido, lo cual le empujó a decidirse, tras una apuesta consigo mismo. La cuestión era atravesar a nado el centro del salón repleto de parejas. El mozo se proveyó del número suficiente de “ustedes perdonen”, “perdones”, y “por favores” y se lanzó a la travesía; ésta se efectuó sin males, con solo girar con cuidado y deslizarse -pensó que audazmente- reduciendo el esqueleto del pecho. Además tocaban una polca, lo que siempre ayuda. Ofreció ceremoniosamente sus servicios. La muchacha que miraba al lado contrario, volviéndose lentamente hacia él, sin pronunciar palabra, le puso la mano en el hombro. Bailaban.
La mirada de la joven tuvo sobre Arturo un efecto extraordinario. Eran ojos transparentes, de un azul absolutamente inverosímil, celestes, sin fondo, agua pura. Es decir: color aire, clarísimo, de cielo pálido, inacabable. Su cuerpo parecía sin peso. Entonces, ella sonrió. Y Arturo, felicísimo, sintió que él también, queriendo o sin querer, sonreía.
Todo daba vueltas. Vueltas y más vueltas. Y no únicamente porque se tratara de un vals. Él se sentía clavado, fijo, remachado a los ojos claros de su pareja. Lo único que deseaba era seguir así, indefinidamente. Sonreía como un idiota. La muchacha parecía feliz. Bailaba divinamente. Arturo se dejaba llevar. Se daba cuenta, desde muy lejos, que nunca había bailado así, y se felicitaba. Aquello duró una eternidad. No se cansaba. Sus pies se juntaban, se volvían a separar, rodando, rodando, de una manera perfecta. Aquella muchacha era la más ligera, la más liviana bailarina que jamás había existido. Nunca supo cuándo acabó aquello. Pero es evidente que hubo un momento en el cual se encontraron sentados en dos sillas vecinas, hablando. Ya no quedaba casi nadie en la sala. Los farolillos, las cadenetas de papel, las serpentinas que adornaban trivialmente el techo parecían cansados. Las tirillas de papel de colores caían aquí, allá, desmadejadamente. Los confetis pinteaban el suelo con su viruela de colores, dándole aire de cielo al revés, cansado, inmóvil, quizá muerto. El quinteto ratonero tomaba cerveza.
Como la muchacha no quería dar ni su apellido ni su dirección -su nombre, Susana-, Arturo decidió seguir con ella pasara lo que pasara. Con esta determinación a cuestas se sintió más tranquilo. Se quedaron los últimos. El salón, de pronto, apareció desierto, más grande de lo que era, las sillas abandonadas de cualquier manera, la luz vacilante haciendo huir las paredes en cuya blancura dudosa se proyectaban, desvaídas, toda clase de sombras. El muchacho no pudo resistir el impulso de decir el “¿nos vamos?” que le estaba pujando por la garganta hacía tiempo. Susana le miró sin expresión y se fue lentamente hacia la puerta. Arturo recogió su gabardina y salieron a la calle. Llovía a cántaros, ella no tenía con qué cubrirse. Su trajecillo blanco aparecía en la penumbra como algo muy triste. Se quedaron parados un momento. Susana seguía sin querer decir dónde vivía.
—¿Y va a volver a pie a su casa?
—Sí.
—Se va a calar.
—Esperaré.
Arturo tomó su aire más decidido, adelantando la mandíbula:
—Yo también.
—No. Usted no.
—Yo, sí.
Arturo se estrujaba la mente, deseoso de decir cosas que llegaran adentro, pero no se le ocurría nada; absolutamente nada. Se sentía vacío, vuelto del revés. No le acudía palabra alguna, la garganta seca, la cabeza deshabitada. Hueco. Después de una pausa larga tartamudeó:
—¿No nos volveremos a ver?
Susana le miró sorprendida como si acabara de proponerle un fantástico disparate. Arturo no insistió. Seguía lloviendo sin trazas de amainar. El agua había formado charcos y las gotas trenzaban el único ruido que los unía.
—¿Hacia dónde va usted?
Como si no recordara sus negativas anteriores Susana indicó vagamente la derecha, hacia las colinas.
—¿Esperamos un rato más? —propuso el muchacho.
—Ella denegó con la cabeza.
No puedo.
—¿La esperan?
—Siempre.
Fue tal la entonación resignada y dulce que Arturo se sintió repentinamente investido de valor, como si, de un golpe, estuviese seguro de que Susana necesitaba su ayuda. Su corta imaginación creó, en un instante, un tutor enorme, cruel; una tía gordísima, bigotuda, con manos como tenazas acostumbradas a espantosos pellizcos, promotora de penitencias insospechables. Se hubiese batido en ese momento con cualquiera, valiente a más no poder. Pasó un simón. Arturo lo detuvo con un gesto autoritario. Por propia iniciativa no había subido jamás a ninguno. Sólo recordaba el que tomó el día en que fue a buscar al médico cuando su madre se puso mala, hacía más de cinco años. Su voz salió demasiado alta, queriendo aparecer desenvuelto:
—Tenga. (Y puso su gabardina sobre los hombros de la muchacha.) Suba usted.
Susana no se hizo rogar.
—¿Dónde vamos?
Pareció más perdida que nunca, sin embargo musitó una dirección y el auriga hizo arrancar el coche. Arturo no cabía en sí de gozo y miedo. Evidentemente, era persona mayor. ¿Qué diría su madre si le viese? Su madre que, en ese momento, le estaba esperando. Se alzó de hombros. Temblaba por los adentros. Con toda clase de precauciones y muy lentamente cogió la mano de la muchacha entre la suya. Estaba fría, terrible, espantosamente fría.
—¿Tiene frío?
—No.
Arturo no se atrevía a pasar su brazo por los hombros de la muchacha como era su deseo y, creía, su obligación.
—Tiene las manos heladas.
—Siempre.
¡Si se atreviera a abrazarla, si se atreviera a besarla! Sabía que no lo haría. Tenía que hacerlo. Llamó a rebato todo su valor, levantó el brazo e iba a dejarlo caer suavemente sobre el hombro contrario de Susana cuando a la luz pasajera de un reverbero, vio cómo le miraba, los ojos transparentes de miedo. Ante la súplica Arturo se dejó vencer, encantado; se contentaba con poco, lo sucedido le bastaba para muchos días. De pronto, Susana se dirigió al cochero con su voz dulce y profunda:
—Pare, hágame el favor.
—Todavía no hemos llegado, señorita.
—No importa.
—¿Vive usted aquí? -preguntó Arturo.
—No. Unas casas más arriba, pero no quiero que me vean llegar. O que me oigan...
Bajó rápida. Seguía lloviendo. Se arropó con la gabardina como si ésta fuese ya prenda suya.
—Mañana la esperaré aquí, a las seis.
—No.
—Si, mañana.
No contestó y desapareció. Arturo bajó del coche y alcanzó todavía a divisarla entrando en un portal. Se felicitaba por haberse portado como un hombre. De eso no le cabía duda. Estaba satisfecho de la entonación autoritaria de su última frase con la que estaba seguro de haberlo solucionado todo. Ella acudiría a la cita. Además, ¿no se había llevado su gabardina en prenda?
Fue su primera noche verdaderamente feliz. Se regodeaba de su primicia, de su auténtica conquista. La había realizado solo, sin ayuda de nadie, la había ganado por su propio esfuerzo. Sería su novia. Su novia de verdad. Su primera novia. Todo era nuevo.
A las cinco y media del día siguiente paseaba la calle desigualmente adoquinada. La casa era vieja, baja, de un solo piso, lo cual le tranquilizó porque hubo momentos en los que le preocupó pensar que viviesen allí varias familias. El cielo no se había despejado, corrían gruesos nubarrones y un vientecillo cicatero. ¿Me devolverá la gabardina?, pensó sin querer. (La noche anterior su madre pudo suponer que la había dejado colgada en el perchero. Pero hoy tenía que volver para cenar y tendría que explicar su llegada a cuerpo).
Tocaron las seis en Santa Águeda. Seguía paseando arriba y abajo, sin impaciencia. Empezó a llover. Se resguardó en un portal frontero al de la casa de su amada. Las seis y media. Arreciaron lluvia y viento. Se levantó el cuello de la chaqueta. Las gotas hacían su ruidillo manso en el empedrado brillante de la calle solitaria. Tocaron las siete, seguidas, mucho tiempo después, por la media. Hacía tiempo que la noche había caído. Tocaron las ocho. Entonces se le ocurrió una idea: ¿Por qué no presentarse en la casa con el pretexto de la gabardina? Al fin y al cabo, era natural.
Pensado y hecho. A lo más que alcanzaron sus piernas atravesó la calle; penetró en el portal. El zaguán estaba oscuro. Llamó a la primera puerta que le pareció la principal. Se oyeron pasos quedos y entreabrieron. Era una viejecilla simpática.
—¿Usted dirá?
—Mire usted, señora...
—Pase.
Arturo entró, un poco asombrado de su propia audacia, aconchado en su timidez.
—Siéntese. Usted perdonará. No esperaba visita. Viene tan poca gente. No veo a nadie.
Era el mismo tono de voz, la misma nariz, el mismo óvalo de cara. Debía ser su madre, o su abuela.
—¿No está la señorita Susana?
La viejecita se quedó sin poder articular palabra, asombrada, lela.
—¿No está?
La anciana susurró temblorosa:
—¿Por quién pregunta?
La voz de Arturo se hizo más insegura.
—Por la señorita Susana. ¿No vive aquí?
La vieja le miraba empavorecida. Desasosegado, Arturo sintió crecer monstruosamente su desconcierto por el espinazo. Intentó justificarse.
—Anoche le dejé mi gabardina. Me pareció verla entrar en esta casa... Es una joven como de dieciocho años. Con los ojos azules, azules claros.
Sin lugar a dudas, la vieja tenía miedo. Se levantó y empezó a retroceder mirando con aturrullamiento a Arturo. Este se incorporó sin tenerlas todas consigo. Por lo visto la desconfianza era mutua. La vieja tropezó con la pared y llevó su brazo hacia una consola. El muchacho siguió instintivamente la trayectoria de la mano, que no buscaba sino apoyo; al lado de donde se detuvo temblorosa, las venas azules muy salientes en la carne traslúcida y manchada de ocre -recordando que el orín no es sólo signo de hierro carcomido sino de la vejez- vio un marco de plata repujada y en él a Susana, sonriendo.
La anciana se deslizaba ahora hacia la puerta de un pasillo, apoyándose en la pared, sin darse cuenta de que empujaba con su hombro una litografía ovalada en un marco de ébano negro que, muy ladeada, acabó por caerse. Del ruido y del susto anterior la vieja se deslizó, medio desvanecida, en una silla de reps rojo oscuro. Arturo adelantó a ofrecerse en lo que pudiera. En su atolondramiento había más asombro que otra cosa. Sin embargo, pensó: “¿Le habrá pasado algo a mi gabardina?” La viejecilla le miró adelantarse con pavor; parecía dispuesta a gritar pero el hálito se le fue en un ayear temblequeante.
—¿Qué le sucede, señora? ¿Le puedo ayudar en algo?
Arturo volteó ligeramente la cara hacia la fotografía, la vieja siguió su mirada.
—¿Ella?
—Sí.
—Es mi sobrina Susana. -Hizo una pausa, luego, mucho más bajo, añadió-: Murió hace cinco años.
A Arturo se le erizaron los pelos. No porque creyese lo que acababa de decirle la anciana, sino porque supuso que estaba loca, y no había vestigio de otra vida en la casa. Solo el ruido de la lluvia.
—¿No me cree?
—Sí, señora. Pero yo juraría...
Ambos se miraron demudados.
—Estuvimos en un baile.
La frase hirió de lleno la cara de la anciana. Se le sacudieron todas sus finas arrugas.
—Su padre no la dejó ir nunca. Él está en América. ¡Que Dios le perdone...! ¿Usted no me cree?
—Si, señora.
De pronto, el tono de voz de aquella mujer diminuta calmó a Arturo. “Seguramente no es peligrosa -pensó-, lo único que importa es llevarle la corriente.”
—Si usted quiere podemos ir al cementerio y verá su nicho.
—Si, señora.
—Me pongo la manteleta. Es cuestión de un minuto...
Arturo se quedó solo. El miedo le empujó: de puntillas se fue hacia la puerta. Pero el cuidado le hizo perder tiempo. No llegaba aún al umbral cuando la viejecilla estaba ya de vuelta.
Salieron. Había dejado de llover, la noche estaba clara entre nubes que huían. Subiendo alcor arriba hasta llegar a la explanada donde estaba el camposanto, los pies se les pusieron pesados del lodo. El viento había amainado, el frescor de la tierra lo rejuvenecía todo. Llamaron en vano. Por lo visto el guardián había salido o se había dormido profundamente. Arturo porfió en volver: la creía bajo su palabra. (Debía de ser muy tarde. Su madre le estaría esperando.) Iban a marcharse cuando la viejecilla hizo un último intento y se dio cuenta de que la verja sólo estaba entornada. Como era de esperar, los goznes chirriaron deteniéndoles, por si acaso, sin saber por qué. Entraron. No había luna, pero la luz de las estrellas empezaba a ser suficiente para discernir las sendas y los cipreses. Los charcos brillaban. Las ranas. Avanzaron sin titubeos hasta llegar ante una larga pared. Los nichos recortaban sus medios puntos de más sombra.
—¿Tiene usted una cerilla?
Arturo tentó su bolsillo, sacó su fosforera, rascó el mixto, y a la luz vacilante, que adquirió en la oscuridad una proporción desmesurada, pudo leer, tras un cristal:
Aquí descansa Susana Cerralbo y Muñoz.
Falleció a los dieciocho años.
El 28 de febrero de 1897.
Entre el mármol y el vidrio, en un marco idéntico al de la sala, sonreía Susana.
Arturo dejó caer lentamente el brazo que sostenía el fósforo, el cabo encendido cayó en tierra. Lo siguió mecánicamente con la vista, al llegar al suelo descubrió, seca y plegada con cuidado, su gabardina. La recogió. Miró boquiabierto y desorbitado a la vieja. Desde lo lejos se acercaba una luz. Era el sepulturero.
—¿Qué buscan? ¿No saben que a estas horas está prohibido andar por aquí?
Tras la tapia, pasando, una voz moza cantaba:
Rascayú, cuando mueras: ¿qué harás tú?
Tú serás un cadáver nada más.
Rascayú, cuando mueras: ¿qué harás tú?
Arturo echó a correr. Luego, como siempre, pasaron los años. (Con mudos pasos el silencio corre, como dijo Lope.)
El joven, que pronto dejó de serlo, se hizo muy amigo de la viejecilla. En su casa, mientras las tardes se iban a rastras, cojeando, hablaban interminablemente de Susana. Murió hace poco, soltero, virgen y pobre. Lo enterraron en el nicho vecino del de la muchachita sin que nadie lograra explicarse su intransigente deseo. La vieja desapareció, no sé cómo; la casa fue derruida.
La gabardina pasó de mano en mano sin deteriorarse. Era una de esas prendas que heredan los hijos o los hermanos menores, no cuando les quedan pequeñas a los afortunados o crecidos, sino porque no le sientan bien a nadie. Corrió mundo: el Rastro en Madrid, los Encantes de Barcelona, el Mercado de las Pulgas en París, estuvo en la tienda de un ropavejero, en Londres. Acabo de verla, ya confeccionada para niño, en la Lagunilla, en México, que los trajes crecen y maduran al revés.
La compró un hombre triste para una niña blanca y ojerosa que no le soltaba la mano.
—¡Qué bien le sienta!
La niña pareció feliz. No se hagan ilusiones: se llama Lupe.


1 comentario: