Los objetos con más
tendencia a perderse son los relojes regalados por alguien muy querido y las
cadenas de oro. También las carpetas con apuntes manuscritos en los días anteriores
a un examen, nuestro rotulador rojo favorito y las llaves de casa, aunque éstas
tiendan a hacerlo sólo de manera temporal.
Resulta llamativo también
el empeño en ser olvidados en los taxis que muestran los paraguas en los días
de lluvia y las bufandas al comenzar el invierno. Las gafas de sol de óptica,
por el contrario, manifiestan una mayor disposición a perderse en los meses de
más calor.
A día de hoy parece
probado que existe una relación de proporcionalidad directa entre la
importancia de los objetos y su tendencia a desaparecer: el número de teléfono
de una mujer de ojos oscuros, anotado al vuelo en un ticket de compra en la
cola de unos grandes almacenes, tendrá más posibilidades de no ser encontrado
jamás cuanto más diáfana sea la claridad con la que creamos haber visto en
ellos a la mujer por la que daríamos, llegado el caso, nuestra vida. También
las personas muestran en ocasiones tendencia a perderse. En especial los niños,
porque aún desconocen la rutina, y los viejos, porque la quieren olvidar.
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