Últimamente
me sigue a todas partes un perro amarillo. Nada más salir de casa siento su
trote lánguido a mis espaldas. Intento ignorarlo y evito pararme para ahorrarme
preguntas ociosas. Ya no recuerdo cuándo fue la primera vez, pero debo
reconocer que el animal nunca se me acerca a más de dos pasos, ni me importuna.
En las pocas ocasiones que se han cruzado nuestras miradas, he sentido el contacto
de un alma gemela, inteligente y sensible, que me comprende y aún quisiera
consolarme.
Durante
un tiempo creí que, encerrándome en casa, acabaría cansándose y desistiendo en
su persecución, pero no ha sido así: en vez de eso, irrumpía en mis sueños y me
importunaba con su aullido lleno de reproches. Por otra parte, cuando he
querido darle esquinazo (saliendo a deshoras, tomando el autobús), he fracasado
tan estrepitosamente como cuando he intentado acercarme a él, y acariciarlo y
hablarle. Sus movimientos son tan esquivos e insoslayables como los de una
sombra con respecto a su cuerpo.
Al
fin he desistido de comprenderlo. Escucho la lluvia, contemplo el sol en mi
ventana. Últimamente incluso me pregunto si será de veras un perro amarillo. Si
eso tendrá algún significado oculto, por ejemplo relacionado con mi alma o mi
vida. Si es así, me alegro de no haber sido un hombre ambicioso ni
sobresaliente, y no cargar con un león rojo o un elefante a mis espaldas.
Reconozco que no son más que ocurrencias, fantasías para consolarme y no caer
definitivamente en la angustia.
La llave dorada. Carlos Almira Picazo, 2014.
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