Durante más
de diez años habíamos vivido sin problemas en este edificio habitado por
empleados gubernamentales o profesores de escuela como yo hasta que un día en
el terreno baldío que se ve desde la ventana de nuestro cuarto piso apareció
una vieja y esquelética mendiga despiojándose al sol y como nos dio lástima le
llevábamos por las noches mi mujer o yo las sobras de nuestra comida a aquel
lugar de muebles despanzurrados y maquinarias paralíticas y latas herrumbrosas
y ratas furtivas y la mendiga se arrojaba al plato de cartón apenas lo poníamos
en el suelo y devoraba el contenido lanzando temerosas miradas a un lado y a
otro como si alguien fuese a robarla pero al poco tiempo ya no se resignaba a
esperarnos y poco después de caer la noche la oíamos subir la escalera con sus
pies pesados y tocaba a nuestra puerta y gemía larga y rítmicamente si
tardábamos en abrir y en presentarle lo que sin duda ya consideraba un obligado
tributo y así una noche tras otra y a veces nos hundíamos en la habitación más
retirada conteniendo el aliento y mi mujer apretándose temblorosa contra mi
pecho mientras la mendiga permanecía allá junto a la puerta del departamento
lloriqueando sin pausa y mecánicamente de modo que como temíamos el escándalo
de los vecinos terminábamos saliendo y dándole la pitanza bajando los ojos ante
los suyos resentidos o irónicos y ella se alejaba envolviendo el plato en su
raída y remendada y sucia capa bajo cuyo peso se inclinaba y así
inexorablemente por no sabemos cuánto tiempo hasta que los vecinos que ya se
quejaban mucho ante nosotros hicieron que la policía se llevara a la mendiga y
con algún remordimiento nos sentimos exentos de aquella servidumbre sin prever
que una semana después se presentaría un hombre con aspecto de pulcro burócrata
que decía venir de cierta sociedad y nos entregó una caja con unos sucios
andrajos que fácilmente reconocimos sobre todo por la remendada caja y nos hizo
firmar un recibo informándonos de que éramos depositarios de esos bienes y no
lo entendimos del todo sino hasta unos días después cuando mi mujer se asomó a
la ventana y lanzó un grito y empezó a llorar y yo me asomé y allí en el
terreno baldío había otra mendiga tal vez menos vieja y menos flaca enteramente
desnuda y rascándose las costras y mirando hacia nuestra ventana y entonces
comprendimos que había que bajar llevando mi mujer el plato de sobras y yo la
caja con los andrajos y que no serviría de nada cambiarse de casa ni de colonia
ni de ciudad ni tal vez de país.
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