Mis padres murieron hace
más de treinta años pero, aun así, hay noches en que su falta me desconsuela
tanto que no consigo dormir. Cuando no aguanto más el insomnio, tomo el
teléfono y marco el número de la vieja casa en que me crie. Hasta ahora nunca
ha fallado: aunque aquella casa ya no existe –hace ocho años construyeron un
centro comercial en su lugar– mi madre siempre me atiende. “Hola, ¿quién
habla?”, la oigo decir con su inconfundible voz. Aliviado, cuelgo y me voy a la
cama sin responderle: me preocupa que, de contestarle alguna vez, el milagro ya
no ocurra nunca más.
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