Tras la noche, el
amanecer pinta de nuevo a nuestro alrededor el camino sin asfalto, los maizales
a punto de cosechar y los dos olmos secos del ribazo. Mi coche del siglo veinte
rompe con una pincelada de plomo la armonía de este cuadro impresionista. Todo
ahora es silencio, incluso el canto del gallo y los ladridos de los perros a la
mañana. Tú permaneces inmóvil en tu asiento, medio desnuda. En el parabrisas,
la mentira y el alcohol de la noche se condensan y se deslizan en un llanto
callado, sin sollozos, que humedece la pintura y emborrona el margen inferior
del lienzo de cristal. No hace falta decir que es la hora de regresar. La
guantera me vomita de una sola arcada mis gafas de sol y se queda boquiabierta.
Escondo mi mirada bajo una escala de grises antes de dar el contacto y
preguntarte dónde vives. Aunque bien podría haberte preguntado quién eres. O
quién soy.
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