Hacía mucho tiempo que el Bustler no estaba tan silencioso.
Permanecía en el espaciopuerto de Sirio, los tubos fríos, el casco
rayado por las partículas, con aspecto de un agotado corredor de
fondo al final de la maratón. Existía una buena razón para ello:
había regresado de un largo viaje no desprovisto de problemas.
Ahora,
en el puerto, se había ganado un merecido descanso, al menos
temporalmente. Paz, dulce paz. No más preocupaciones, no más
crisis, no más sobresaltos, no más espantosos apuros como efectuar
la caída libre al menos dos veces al día. Sólo paz.
¡Ja!
El
capitán McNaught descansaba en su cabina, los pies sobre el
escritorio, mientras disfrutaba al máximo su relajación. Los
motores estaban apagados, su infernal golpeteo ausente por vez
primera durante meses. Allí afuera, en la gran ciudad, cuatrocientos
de sus tripulantes armaban escándalo bajo un brillante sol. Al
atardecer, cuando el Primer Oficial Gregory regresara para hacerse
cargo de la guardia, él saldría al fragante crepúsculo y daría
una vuelta por la civilización de luces de neón.
Esto
era lo bueno de permanecer en tierra largo tiempo. Los hombres podían
relajarse, disminuir la tensión acumulada, cada cual según sus
gustos. Sin deberes, sin preocupaciones, sin peligros, sin
responsabilidades en el espaciopuerto. Un asilo de seguridad y
confort para los cansados vagabundos.
De
nuevo, ¡ja!
Burman,
el oficial de radio, entró en la cabina. Era uno de la media docena
que quedaban de servicio, y su expresión era la de un hombre que
puede pensar en veinte cosas mejores para hacer.
–Acabo
de captar una retransmisión, señor.
Le
entregó un papel y esperó a que el otro lo leyera, por si había
respuesta.
Tomando
la hoja, McNaught retiró los pies de encima del escritorio, se sentó
erguido, y leyó el mensaje en voz alta:
–«Cuartel
General de Tierra a Bustler, Permanezca en Siriopuerto y espere
nuevas órdenes. Contralmirante Vane W. Cassidy llegará 17. Feldman.
Comando Op. de Marina, Siriosec.»
Levantó
la mirada, toda felicidad borrada de sus correosas facciones, y
gruñó.
–¿Algo
va mal? –preguntó Burman, ligeramente alarmado.
McNaught
señaló los tres delgados libros que había sobre el escritorio.
–El
que está en medio. Página veinte.
Hojeándolo,
Burman encontró un párrafo que decía: «Vane W. Cassidy, Contralm.
Jefe Inspector de Naves y Almacenes».
Burman
tragó con dificultad.
–¿Quiere
eso decir que...?
–Así
es –dijo McNaught, sin ningún entusiasmo–. De nuevo, la
inspección y toda su murga: estropajo y jabón, escupir y pulir.
–Adoptó una expresión oficial, y el tono adecuado–: Capitán,
sólo tiene usted setecientas noventa y nueve raciones de emergencia.
Su asignación es de ochocientas. Nada en su diario a bordo justifica
la que falta. ¿Dónde está? ¿Qué ocurrió con ella? ¿Por qué en
uno de los armarios de la tripulación faltan un par de tirantes
entregados reglamentariamente? ¿Ha informado de esta pérdida?
–¿Por
qué se meten con nosotros? –preguntó Burman, aterrorizado-. Nunca
nos habían incordiado antes.
–Precisamente
por eso –informó McNaught, haciendo una mueca a la pared–. Es
nuestro turno para que nos metan en el potro. –Su mirada halló el
calendario–. Tenemos tres días... ¡y vamos a necesitarlos! Diga
al Segundo Oficial Pike que venga en seguida.
Burman
se retiró abatido. Al poco tiempo entraba Pike. Su expresión
confirmaba el viejo refrán de que las malas noticias viajan
rápidamente.
–Haga
un pedido para cuatrocientos litros de pintura plástica –ordenó
McNaught–. Gris Navy, de la calidad aprobada. Haga otro para ciento
veinte litros de esmalte blanco interior. Llévelos al almacén del
espaciopuerto ahora mismo y diga que lo entreguen a las seis de esta
tarde junto con el juego de brochas y esprays reglamentario. Tome
también cualquier material de limpieza que sea gratis.
–A
los hombres no les va a gustar eso –indicó Pike débilmente.
–Les
gustará –aseguró McNaught–. Una nave brillante y reluciente,
flamante, es buena para la moral. Es lo que dice el libro. Muévase y
tramite el pedido. Cuando vuelva, busque las hojas de almacén y
equipo y tráigalas aquí. Debemos comprobar las existencias antes de
que llegue Cassidy. Una vez haya llegado, no tendremos posibilidad de
disimular lo que falte o esconder algún artículo extra que tengamos
en nuestro poder.
–Muy
bien, señor.
Pike
salió con la misma expresión que Burman tenía.
Reclinado
en su silla, McNaught murmuró para sí. Tenía la sensación de que
algo iba a provocar problemas en el último instante. La falta de
cualquier artículo sería bastante seria a no ser que estuviera
respaldada por un informe previo, y un excedente sería malo, muy
malo. Lo primero significaba descuido o falta de disciplina; lo
último suponía el hurto de una propiedad gubernamental en
circunstancias toleradas por el comandante.
Por
ejemplo, estaba el caso reciente de Williams, del crucero pesado
Swift. Había oído hablar de ello en una espaciotaberna cuando salía
de Bootes. Williams se había encontrado con que tenía once rollos
de alambre para cercas electrificables cuando lo reglamentario eran
diez. Se precisó de un consejo de guerra para decidir si el rollo
extra –que tenía un formidable valor de cambio en cierto planeta–
había sido robado de los espacioalmacenes o, en el argot espacial,
«teleportado a bordo». Williams había sido amonestado, y eso no
favorecía la promoción.
Aún
seguía gruñendo su descontento cuando Pike regresó con una carpeta
llena de papeles.
–¿Empezará
ahora mismo, señor?
–Debemos
hacerlo –adoptó un aire marcial, y se despidió mentalmente de su
tiempo libre y de su ansia de luces de neón–. Necesitaremos
trabajar duro para efectuar la inspección. Debemos revisar a fondo
los armarios de la tripulación.
Salió
de la cabina, hacia la proa, y Pike le siguió con melancólica
desgana.
Al
pasar la abierta compuerta principal, Peaslake les observó, subió
apresuradamente la rampa y se colocó detrás de ellos. Legítimo
miembro de la tripulación, se trataba de un enorme perro cuyos
antepasados habían sido más entusiastas que selectivos. Llevaba con
orgullo un gran collar con esa inscripción: «Peaslake; propiedad
del S.S. Bustler». Sus obligaciones principales, que cumplía a la
perfección, eran mantener fuera de la nave a los roedores
alienígenas y, en raras ocasiones, husmear peligros que no eran
visibles para los ojos humanos.
Los
tres desfilaron hacia delante, McNaught y Pike con la actitud de
hombres que sacrificaban ceñudamente su placer por exigencias de su
deber, y Peaslake con la voluntad anhelante de alguien dispuesto a
cualquier nuevo juego, fuese cual fuese.
Al
llegar a la cabina de proa, McNaught se dejó caer en el asiento del
piloto y tomó la carpeta que el otro le entregaba.
–Usted,
mejor que yo, sabe lo que hay aquí. Mis dominios están en la sala
de investigación. Así que yo leeré mientras usted hace las
comprobaciones. –Abrió la carpeta, empezando en la primera
página–: K1. Compás de vara, tipo D, uno.
–Comprobado
–dijo Pike.
–K2.
Indicador de distancia y dirección, electrónico, tipo JJ, uno.
–Comprobado.
–K3.
Medidores de gravedad de babor y estribor, modelos Casini, un par.
–Comprobado.
Peaslake
colocó su cabeza en el regazo de McNaught, parpadeó
conmovedoramente y lloriqueó. Empezaba a darse cuenta de lo que
sentían los otros. Aquella tediosa comprobación e inventariado era
un juego infernal. Consoladoramente, McNaught iba rascando las orejas
de Peaslake a medida que descendía en la lista.
–K187.
Almohadones de gomaespuma para piloto y copiloto, un par.
–Comprobado.
Cuando
el Primer Oficial Gregory hizo su aparición ya estaban en el pequeño
cubil de comunicaciones, y en la penumbra tanteaban a su alrededor.
Hacía rato que Peaslake se había marchado aburrido.
―M24.
Minialtavoces de reserva, ocho centímetros, tipo T2, un juego de
seis.
―Comprobado.
Observándolos,
a Gregory se le saltaron los ojos de las órbitas.
―¿Qué
ocurre? –dijo.
–Habrá
una inspección general –McNaught miró su reloj–. Vaya a ver si
almacén ha entregado el pedido, y si no, averigüe por qué. Luego
será mejor que me eche una mano y dejemos que Pike disfrute de unas
horas de descanso.
―¿Significa
eso que el permiso ha sido cancelado?
―Apueste
por ello, hasta que Hizonner haya venido y se haya largado. –Miró
a Pike–. Cuando vaya a la ciudad, busque por allí y envíeme a
toda la tripulación que pueda encontrar. Sin discusiones ni excusas.
Tampoco quiero justificaciones ni retrasos. Es una orden.
Pike se
mostró descontento y Gregory le lanzó una mirada. Se marchó y
volvió:
–Almacén
traerá las cosas dentro de veinte minutos.
Con una
torva mirada, contempló cómo Pike se marchaba.
–M47.
Cable intercomunicador, con protección de tejido de acero, tres
rollos.
–Comprobado
–dijo Gregory, pateándose mentalmente por haber vuelto en momento
tan inoportuno.
La
tarea continuó hasta entrada la noche, y se reanudó a primera hora
de la mañana. Por entonces, las tres cuartas partes de la
tripulación estaba trabajando duramente fuera y dentro de la nave,
realizando su labor como si fueran sentencias por crímenes
proyectados pero no cometidos todavía.
El
avance por los corredores y escalerillas de la nave tenía que
hacerse al estilo de los cangrejos, con unos nerviosos esquives
laterales. Una vez más se demostraba que la forma de vida terrestre
sufría el ancestral miedo a la pintura fresca. El primero que
ensuciara lo recién pintado se vería expulsado de este mundo
durante diez años.
En esas
condiciones, a media tarde del segundo día, McNaught tuvo la certeza
de que su presentimiento se había realizado. Recitaba la novena
página, mientras Jean Blanchard confirmaba la presencia y actual
existencia de todos los artículos enumerados. A dos tercios de su
trayecto hacia abajo se dieron de bruces, metafóricamente hablando,
y empezaron a hundirse.
McNaught
recitaba aburridamente:
―V1097.
Tazón para beber, esmaltado, uno.
―Aquí
está –decía Blanchard, tocándolo.
–V1098.
Perofi, uno.
–¿Quoi?
–preguntó Blanchard, mirándole.
–V1098.
Perofi, uno –repitió McNaught–. Bueno, ¿por qué me mira tan
sorprendido? Estamos en la cocina de la nave. Usted es el cocinero
jefe. Se supone que debe saber lo que hay en la cocina, ¿no? ¿Dónde
está ese perofi?
–Nunca
oído hablarrr de eso –declaró Blanchard con firmeza.
–Pues
debería. Está escrito en la hoja de inventario con letra clara y
legible. Perofi, uno, dice aquí. Estaba aquí cuando fuimos
abastecidos hace cuatro años. Lo comprobamos nosotros mismos y
firmamos el conforme.
–Yo
no firrrmé porrr nada llamado perrrofi –negó Blanchard–. En la
cuisina no hay nada así.
–¡Mire!
McNaught
lanzó una mueca y le mostró la hoja.
Blanchard
la miró e hizo un gesto despectivo.
–Yo
tengo aquí horrrno electrrrónico, uno, herrrvidorrres blindados,
con capacidad grrraduada, un juego. Yo tengo cazos para bain marie,
seis. Perrro no perrrofi. Yo no oído nunca hablarrr de eso. Yo no sé
qué cosa es. –Extendió sus manos y se alzó de hombros–. Ningún
perrrofi.
–Tiene
que haberlo –insistió McNaught–. Y lo peor, cuando Cassidy
llegue aquí será un infierno si eso no aparece.
–Encuéntrrrelo
usted –sugirió Blanchard.
–Tiene
usted un título en arte culinario de la Escuela Internacional de
Hostelería. Tiene un diploma del Colegio de Cocina Cordón Bleu.
Tiene otro con tres estrellas del Centro de Alimentación de la
Marina Espacial –señaló McNaught–. ¡Todo eso y no sabe lo que
es un perofi!
–¡Nom
d'un chien! –exclamó Blanchard, agitando los brazos–. Yo le he
dicho diez mil veces que no hay ningún perrrofi. Nunca ha habido
ningún perrrofi. Ni el mismo Escoffierrr podriría encontrrrarrr un
perrrofi sin haberrrlo. ¿Acaso soy un mago?
–Es
parte del equipo de cocina –mantuvo McNaught–. Debe serlo porque
está en la página nueve, y la página nueve indica que su sitio
está en la cocina, a cargo del jefe de la misma.
–¡Y
un cuerrrno! –replicó Blanchard, y apuntó a una caja de metal en
la pared–. Interrrcomunicadorrr con arrriba. ¿Es esto de cocina?
McNaught
reflexionó.
–No
–transigió–, es de Burman. Sus aparatos están por toda la nave.
–Entonces
prrregúntele porrr ese maldito perrrofi –dijo Blanchard, triunfal.
–Lo
haré. Si no es suyo, debe ser de él. Acabemos primero esta
comprobación. Si no lo hago concienzudamente, Cassidy me arrancará
la insignia. –Su mirada buscó en la lista–. V1099. Collar
grabado, de piel, con adornos de latón, para uso del perro. No hay
necesidad de comprobar eso. Lo he visto hace cinco minutos. – Hizo
una señal en la línea y continuó–: V1100. Canasta para dormir,
de caña trenzada, una.
–Aquí
está –dijo Blanchard, enviándola a un rincón de una patada.
–V1101.
Almohadón, de gomaespuma, para la canasta de dormir, uno.
–Medio
–contradijo Blanchard–. En cuatrrro años se ha comido la otrrra
mitad.
–Tal
vez Cassidy nos permita hacer un vale para uno nuevo. No importa.
Estará correcto mientras podamos mostrar la mitad que tenemos
–McNaught se levantó, cerrando la carpeta–. Esto es todo lo de
aquí. Veré a Burman acerca del artículo que falta.
El
grupo del inventario se marchó.
Burman
desconectó el receptor UHF, se quitó los auriculares, y levantó
interrogadoramente una ceja.
–En
la cocina hemos encontrado que falta un perofi –explicó McNaught–.
¿Dónde está?
–¿Por
qué me lo pregunta? La cocina corresponde a Blanchard.
–No
del todo. Un montón de sus cables pasan por allí. Tiene dos cajas
terminales, así como un desconectador automático y un
intercomunicador. ¿Dónde está el perofi?
–Nunca
he oído hablar de eso –dijo Burman, intrigado.
–¡No
me diga eso! –gritó McNaught–. ¡Ya estoy harto de oírselo
decir a Blanchard! Hace cuatro años teníamos un perofi. Lo dice
aquí. Esta es la copia de lo que comprobamos y firmamos. Dice que
firmamos por un perofi. Por lo tanto, debemos tener uno. Hay que
encontrarlo antes de que Cassidy venga.
–Lo
siento, señor –se lamentó Burman–. No puedo ayudarle.
–Piénselo
bien –aconsejó McNaught–. Arriba en la proa hay un indicador de
dirección y distancia. ¿Cómo lo llama usted?
―Un
didín –dijo Burman, desconcertado.
―¿Y
cómo llama a eso? –continuó McNaught, señalando el transmisor de
pulsaciones.
―El
transup.
―Apodos,
¿no? Didín y transup. Ahora estruje su cerebro y recuerde a qué
llamaba perofi hace cuatro años.
―Que
yo sepa, nada ha sido llamado nunca perofi –aseguró Burman.
―¿Entonces
por qué firmamos por uno? –exigió McNaught.
―Yo
no firmé nada. Es usted quien lo firmo.
–Mientras
usted y otros hacían la comprobación. Hace cuatro años,
probablemente en la cocina, yo dije: «Perofi, uno», y usted o
Blanchard lo señalaron y dijeron: «Comprobado». Confié en la
palabra de otro. He de confiar en la palabra de los especialistas. Yo
soy un piloto experto, familiarizado con los últimos cacharros de
navegación, pero no con lo demás. Por lo tanto, me veo obligado a
confiar en los que saben lo que es un perofi, o que deberían
saberlo...
Burman
tuvo una idea brillante:
–Se
depositaron todo tipo de cosas raras en la compuerta principal, los
corredores y la cocina cuando fuimos abastecidos. Tuvimos que
clasificar gran cantidad de cosas y meterlas donde correspondían,
¿lo recuerda? El perofi de marras podría estar hoy en cualquier
sitio. Ni Blanchard ni yo somos necesariamente responsables de ello.
–Voy
a ver qué dicen los demás oficiales –concedió McNaught,
aceptando este punto de vista–. Gregory, Worth, Sanderson o
cualquier otro puede que esté sentado encima. Dondequiera que se
halle hay que encontrarlo; o al menos notificar si ha sido consumido.
Salió.
Burman hizo una mueca, se colocó los auriculares y continuó
manipulando sus aparatos. Una hora más tarde, McNaught regresó con
el ceño fruncido.
–Decididamente,
no hay nada así en la nave –anunció airado–. Nadie sabe nada.
Nadie puede siquiera adivinar de qué se trata.
–Táchelo
e indique que se ha perdido –sugirió Burman.
–¿Ahora
que estamos en tierra? Sabe tan bien como yo que las pérdidas deben
consignarse en el momento en que se producen. Si le digo a Cassidy
que el perofi se perdió hacia el oeste, en el espacio, querrá saber
cuándo, dónde, cómo y por qué no fue registrado en su momento.
Habrá un verdadero tumulto si resulta que el cacharro está valorado
en medio millón de créditos. No puedo hacer que desaparezca con un
pase de manos.
–Entonces,
¿cuál es la respuesta? –inquirió Burman, cayendo inocentemente
en la trampa.
–Hay
una y sólo una –anunció McNaught–. Usted creará un perofi.
–¿Quién?
¿Yo? –dijo Burman, con los pelos erizados.
–Usted
y sólo usted. Estoy totalmente seguro de que, de cualquier manera,
eso es cosa suya.
–¿Por
qué?
–Porque
es un típico apodo de los que usted utiliza para designar su
material. Apostaría un mes de paga a que ese perofi es algún tipo
de artefacto científico. Algo relacionado con aterrizajes a ciegas.
–El
transmisor-receptor para aterrizar a ciegas se llama cegato –informó
Burman.
–¡Eso
es! –dijo McNaught, como si aquello solucionara el asunto–. Usted
construirá un perofi. Estará terminado mañana por la tarde, a las
seis, y listo para mi inspección. Tiene que ser más convincente que
atractivo. De hecho, su función será resultar convincente.
Burman
se levantó, los brazos colgando, y dijo con gravedad:
–¿Cómo
puedo construir un perofi cuando ni siquiera sé lo que es?
–Tampoco
lo sabe Cassidy –indicó McNaught, mirándole de soslayo–.
Cassidy es más un inspector de cantidades que otra cosa. Se conforma
con contar cosas, certificar que existen, y aceptar afirmaciones de
que funcionan satisfactoriamente o que están gastadas. Todo lo que
necesitamos es inventar un artefacto imponente y decirle que es un
perofi.
–¡Santo
cielo! –dijo Burman, fervientemente.
–No
confiemos en la dudosa asistencia bíblica –reprobó McNaught–.
Hagamos uso de los cerebros que Dios nos ha dado. Coja su soldador y
haga un perofi de primera calidad para mañana a las seis de la
tarde. ¡Es una orden!
Salió,
satisfecho con aquella solución. Detrás de él, Burman miró
obscuramente a la pared y se humedeció los labios una, dos veces.
El
Contralmirante Vane W. Cassidy llegó a la hora en punto. Era un tipo
bajo, panzudo, con unos ojos que se parecían a los de un pez muerto
hacía tiempo. Su paso era enormemente afectado.
–Ah,
capitán, espero que lo tenga todo en orden.
–Normalmente
lo está –aseguró McNaught, voluble–. Velo para que así sea
–dijo con convicción.
–¡Bien!
–aprobó Cassidy–. Me gustan los comandantes que toman en serio
sus responsabilidades. Aunque, lamento decirlo, hay algunos que no lo
hacen. –Pasó a través de la compuerta principal, y sus ojos de
bacalao se fijaron en el fresco esmalte blanco–. ¿Por dónde
prefiere empezar, por la proa o por la popa?
–Mis
hojas de equipo empiezan por la proa. Mejor que sigamos ese orden.
–Muy
bien. –Trotó oficialmente hacia la nariz de la nave, haciendo una
pausa en su camino para acariciar a Peaslake y examinar su collar–.
Bien alimentado, por lo que veo. ¿Ha demostrado su utilidad?
–En
Mardia salvó cinco vidas al ladrar un aviso.
–Supongo
que los detalles se registrarían en el diario de a bordo.
–Sí,
señor. El diario está esperando su inspección en el cuarto de
mapas.
–Pasaremos
por allí a su debido tiempo.
Al
llegar a la cabina de proa, Cassidy se sentó, aceptando la carpeta
que le entregaba McNaught, y empezó a revisarla con una rapidez
profesional.
–K1.
Compás de vara, tipo D, uno.
–Aquí
está, señor –dijo McNaught, mostrándoselo.
―¿Aún
funciona correctamente?
―Sí,
señor.
Continuaron
por el cubil de intercomunicadores, la sala del ordenador, y una
sucesión de otras dependencias hasta llegar a la cocina. Allí,
Blanchard lucía ropas blancas, limpias y recién planchadas,
observando con aprensión al recién llegado.
–V147.
Horno electrónico, uno.
–Voici
–dijo Blanchard, señalándolo con desdén.
–¿Es
adecuado? –inquirió Cassidy, obsequiándole con una mirada de sus
ojos de pescado.
–No
es lo bastante grrrande –declaró Blanchard, mostrando con un gesto
expresivo toda la cocina–. Nada es suficientemente grrrande. El
lugarrr es demasiado pequeño. Todo es demasiado pequeño. Yo soy el
chef de cuisina, y la cuisina es como un ático.
–Esto
es una nave de guerra, no un transporte de lujo –espetó Cassidy, y
frunció el ceño a la hoja de inventario–. VMS. Desconectador
automático de tiempo, horno electrónico, uno.
–Éste
es –escupió Blanchard, dispuesto a tirarlo por la compuerta más
cercana si Cassidy se lo autorizaba.
Continuando
hacia abajo, Cassidy se acercaba cada vez más, mientras iba en
aumento la tensión nerviosa. Cuando llegó al punto crítico dijo:
–V1098.
Perofi, uno.
–¡Morbleu!
–dijo Blanchard, sacando chispas por los ojos–. Ya lo dije antes
y lo vuelvo a decirrr, nunca hubo...
–El
perofi está en la cabina de radio, señor –interpuso rápidamente
McNaught.
–¿De
veras? –Cassidy dio otra ojeada a la hoja–. ¿Por qué está
registrado junto con el equipo de cocina entonces?
–Lo
dejaron en la cocina cuando nos equiparon, señor. Es uno de esos
instrumentos portátiles que dejaron para que los instaláramos donde
nos pareciera mejor.
–¡Hmmmm!
Entonces debería haber sido transferido a la lista de la cabina de
radio. ¿Por qué no lo hicieron así?
–Creí
que sería mejor esperar a que usted diera su autorización, señor.
Los
ojos de bacalao registraron gratitud.
–Muy
amable por su parte, capitán. Lo transferiré ahora. –Tachó la
línea en la hoja nueve, puso su visto bueno y la registró en la
hoja dieciséis, poniendo otra vez su visto bueno–. V1099. Collar
grabado, de piel... Oh, sí, ya lo he visto. Lo llevaba el perro.
Hizo
una señal. Una hora más tarde, entraba contoneándose en la cabina
de radio. Burman se levantó y cuadró sus hombros, pero no pudo
evitar que sus pies y sus manos se movieran inquietos. Tenía los
ojos salidos, y los desviaba continuamente hacia McNaught, pidiendo
silenciosamente ayuda. Era como un hombre que tuviera un puerco espín
en sus pantalones.
–V1098.
Perofi, uno –dijo Cassidy en su tono habitual de no aceptar
insensateces.
Moviéndose
con las contracciones espasmódicas de un robot no muy bien
coordinado, Burman indicó una pequeña caja llena de diales,
conmutadores y luces de colores. Parecía el resultado de la
pesadilla de un radioaficionado. Conectó un par de conmutadores y
las luces se encendieron, parpadeando enigmáticas combinaciones.
–Aquí
está, señor –informó con dificultad.
–¡Ah!
–Cassidy se levantó de la silla y se aproximó para verlo de
cerca–. No recuerdo haber visto antes ese aparato. Pero hay tantos
modelos distintos de las mismas cosas... ¿Aún funciona
correctamente?
–Sí,
señor.
–Es
uno de los de mayor utilidad en la nave –contribuyó McNaught, para
mayor convicción.
–¿Para
qué sirve? –inquirió Cassidy, invitando a Burman a que mostrara
su sabiduría ante él.
Burman
palideció.
McNaught
intervino apresuradamente:
–Una
explicación completa sería bastante complicada y técnica, pero,
resumiendo, permite obtener un equilibrio entre campos
gravitacionales opuestos. Las variaciones en las luces indican la
extensión y el grado de desequilibrio en un momento determinado.
–Es
una idea genial –añadió Burman, temeroso ante la explicación–,
basada en la Constante de Finagle.
–Ya
veo –dijo Cassidy, sin ver nada en absoluto.
Se
sentó de nuevo e hizo una señal en el perofi antes de continuar:
–Z44.
Centralita automática, cuarenta líneas de intercomunicación, una.
–Aquí
está, señor.
Cassidy
la observó antes de volver la mirada al papel. Los otros utilizaron
este momento de distracción para secarse el sudor de la frente.
La
victoria había sido ganada.
Todo
iba bien.
Por
tercera vez, ¡ja!
El
contraalmirante Vane W. Cassidy se despidió complacido, y al cabo de
una hora la tripulación corría libremente por la ciudad.
McNaught
se turnó con Gregory para disfrutar de las alegres luces, y durante
cinco días todo fue paz y alegría.
Al
sexto día, Burman recibió un mensaje, lo dejó caer sobre el
escritorio de McNaught, y esperó su reacción. Mostraba
satisfacción, la alegría de alguien cuya virtud está a punto de
ser recompensada.
«Cuartel
General de Tierra a Bustler. Regrese inmediatamente para revisión y
equipamiento. Se instalará planta de energía mejorada. Feldman.
Comand. Op. de la Marina. Siriosec.»
–Volvemos
a la Tierra –comentó McNaught alegremente–. Una revisión supone
al menos un mes de permiso. –Miró a Burman–. Diga a todos los
oficiales de guardia que vayan a la ciudad en seguida y ordenen
volver a la tripulación. Los hombres vendrán corriendo cuando sepan
el motivo.
–Sí,
señor –dijo Burman, sonriente.
Todo el
mundo aún sonreía dos meses más tarde, cuando Siriopuerto había
quedado atrás y el Sol había crecido hasta formar un pequeño
círculo en la centelleante niebla del campo de estrellas de proa.
Once semanas de viaje aún, pero valía la pena. De regreso a la
Tierra. ¡Hurra!
En la
cabina del capitán, las sonrisas se desvanecieron abruptamente una
tarde cuando Burman sufrió un repentino ataque. Entró, y fue
mordiéndose el labio inferior mientras aguardaba a que McNaught
terminara de escribir en el diario.
Finalmente,
McNaught empujó el libro a un lado, levantó la mirada y frunció el
ceño.
–¿Qué
ocurre ahora? ¿Tiene dolor de estómago o algo parecido?
–No,
señor. He estado pensando.
–¿Y
eso duele mucho?
–He
estado pensando –insistió Burman en tono fúnebre–. Vamos de
regreso para una revisión. ¿Sabe lo que eso significa? Saldremos de
la nave y una nube de expertos entrará en ella... –Contempló
trágicamente al otro–. He dicho expertos.
–Claro
que serán expertos –convino McNaught–. Los equipos no pueden ser
comprobados y transformados en chatarra por un atajo de imbéciles.
–Haría
falta algo más que un simple experto para convertir al perofi en
chatarra –indicó Burman–. Hará falta un genio.
McNaught
cayó hacia atrás, cambiando de expresión como si de máscaras se
tratase.
–¡Por
Judas! Me había olvidado completamente de esa cosa. Cuando lleguemos
a Tierra no podremos engañar a esos muchachos sabihondos.
–No,
señor, no podremos –apoyó Burman, que no añadió «ya más»,
aunque su rostro lo gritaba–. Usted me metió en esto. Ahora debe
sacarme. –Esperó un rato mientras McNaught pensaba intensamente, y
luego dijo–: ¿Qué sugiere usted, señor?
Lentamente
la sonrisa de satisfacción volvió a las facciones de McNaught
mientras contestaba:
–Destruya
el artefacto y métalo en el desintegrador.
–Eso
no solucionará el problema –dijo Burman–. Continuará faltando
un perofi.
–No,
porque voy a notificar su pérdida debido a riesgos del vuelo
espacial. –Cerró un ojo en un enfático guiño–. En este momento
estamos en vuelo libre...
Cogió
un cuaderno de mensajes y garabateó en él mientras Burman aguardaba
de pie, enormemente aliviado:
«Bustler
a Cuartel General de Tierra. V1098, perofi, uno, se partió en dos
bajo tensión gravitacional cuando pasábamos a través del campo del
doble sol Héctor Major-Minor. Material utilizado como combustible.
McNaught, Comandante. Bustler.»
Burman
se llevó el mensaje a la cabina de radio y lo transmitió a la
Tierra. Todo fue paz y tranquilidad durante otros dos días. La
próxima vez que acudió a la cabina del capitán, lo hizo corriendo
y preocupado.
–Llamada
general, señor –anunció sin aliento, y metió el mensaje en manos
del otro:
«Cuartel
General de Tierra a todos los sectores. Urgente e Importante. Todas
las naves aterrizarán inmediatamente. Los navíos en vuelo con
misión oficial se dirigirán al espaciopuerto más próximo y
aguardarán instrucciones. Welling. Comando Alarma y Rescate.
Tierra.»
–Algo
ha reventado –comentó McNaught, sin alarmarse. Se dirigió al
cuarto de mapas, seguido por Burman, y consultó los mapas. Marcó
luego en el teléfono intercomunicador y habló con Pike, en la proa:
–Hay
pánico. Todas las naves tienen que aterrizar. Debemos dirigirnos a
Zaxtedpuerto, a unos tres días de distancia. Cambie el rumbo
inmediatamente. Diecisiete grados a estribor, declinación diez
–luego colgó, gimiendo–: Se nos ha esfumado el dulce mes en
Tierra. Nunca me ha gustado Zaxted. Apesta. La tripulación se
sentirá morir con todo esto, y no les culpo.
–¿Qué
piensa usted que ha ocurrido, señor? –preguntó Burman, inquieto y
molesto a un tiempo.
–¡Quién
sabe! La última llamada general ocurrió hace siete años, cuando el
Starider estalló a mitad de su ruta hacia Marte. Obligaron a
aterrizar a todas las naves mientras investigaban la causa. –Se
frotó la barbilla, pensativo, antes de continuar–: Y la alarma
anterior a esa otra ocurrió cuando toda la tripulación del Blowgun
enloqueció. Sea lo que sea ahora, puede estar seguro de que se trata
de algo serio.
–¿No
será el comienzo de una guerra espacial?
–¿Contra
quién? –McNaught hizo un gesto de desprecio–. Nadie tiene las
naves con las cuales oponerse a nosotros. No, se trata de algo
técnico. Ya lo sabremos en su momento. Se nos informará antes de
llegar a Zaxted o poco después.
Y se
les informó.
Seis
horas más tarde, Burman entró precipitadamente con expresión llena
de horror.
–¿Qué
te preocupa ahora? –preguntó McNaught, mirándole.
–El
perofi –tartamudeó Burman, gesticulando como si apartara
invisibles arañas.
–¿Qué
ocurre con eso?
–Hay
un error de trascripción. En su copia debería decir perro ofi.
El
comandante se le quedó mirando fijamente.
–¿Perro
ofi? –repitió McNaught, pronunciándolo como si fuera una palabra
sucia.
–Véalo
usted mismo.
Dejando
caer el mensaje sobre el escritorio, Burman salió bruscamente,
haciendo que la puerta oscilara sobre sus goznes.
McNaught
frunció el ceño y recogió el mensaje.
«Cuartel
General de Tierra a Bustler. Su informe V1098, Peaslake, perro
oficial de la nave. Detalle completas circunstancias en que el animal
se partió en dos bajo tensión gravitacional. Interrogue tripulación
e informe síntomas concurrentes experimentados por la misma. Urgente
e Importante. Welling. Comando Alarma y Rescate. Tierra.»
En la
soledad de su cabina, McNaught había empezado a morderse las uñas.
De vez en cuando bizqueaba los ojos para ver cuánto faltaba para
morderse la carne.
Astounding Science Fiction, 1955.
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