El prodigio ocurría diariamente
al caer el sol. Como una lluvia oscurescente, acerada y oscilante,
aquellos ángeles sobrevolaban el skyline de la ciudad en rápidos y
majestuosos planeos. Desde que se desencadenó el milagroso fenómeno,
toda la metrópolis se hallaba al borde del colapso: autobuses,
tranvías y carros eran sistemáticamente abandonados en medio de
calles y avenidas. El hormiguero humano iba y venía en tropel, con
un runrún de asombro, abriéndose paso a empujones. Todos querían
estar lo más cerca posible de aquel suceso ultraterreno. En la radio
menudeaban tertulias de expertos que debatían acaloradamente el
sentido misterioso de semejante hito. En la calle, sobre las aceras y
el asfalto, grupos espontáneos de hombres y mujeres de todas las
razas y credos salmodiaban alegremente sus plegarias.
Pero entonces, inopinadamente,
ocurrió lo peor: sin previo aviso los ángeles se precipitaron,
veloces, sobre la muchedumbre, huérfanos de piedad, como expertos o
siniestros kamikazes.
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