El terrorista
gritó “Dios es grande” y apretó el detonador. El aire cimbró
con la onda explosiva. Los vidrios de los edificios cercanos se
pulverizaron y se activaron las alarmas de los carros. Hombres,
mujeres, niños, un perro, varias decenas de hormigas que subían por
un árbol y un cuervo que sobrevolaba la escena saltaron en pedazos
entre una columna de humo.
Al
rato, la nube de polvo, carne, vidrio, hojas, sangre y plumas terminó
de depositarse sobre la avenida. Escuché las sirenas que se
acercaban, y con ellas llegaron policías, guardas militares y
paramédicos. Los vi caminar entre los cuerpos, en busca de alguien
que pudiera necesitar ayuda. La confusión era tal que nadie se dio
cuenta en qué momento otro terrorista se deslizó entre la multitud
y reventó por segunda vez el lugar de los hechos.
Cuando
juntaron los cadáveres no se sabía de quién era una mano, un pie,
una cabeza. Intentaron armar algunos cuerpos, pero no se sabía qué
era de quién.
De
mi cuerpo lo único auténtico era la cabeza. El tronco creo que era
del terrorista porque estaba muy desfigurado. Un brazo era de un
paramédico, a juzgar por el guante de látex que revestía su mano.
El resto, definitivamente tampoco era mío.
Quise
gritarles a los que armaban ese rompecabezas que colocaran todo en su
lugar, pero no tenía voz: en mi garganta se alojó, no sé cómo,
una pluma del cuervo.
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