Estamos
en el comienzo del comienzo.
WELLS
—Buenos días, querido maestro. ¿Qué tal? ¿Cómo
está usted?
—Ya lo está usted viendo; siempre en mi taller,
enfrascado en mi grande obra.
—¿Habla usted de esa obra magna, admirable,
que todos esperamos: La prehistoria?
—En efecto; en ella estoy ocupado en estos
momentos. Ya poco falta para que la dé por terminada
definitivamente.
—¿Habrá usted llegado acaso a los linderos de las
épocas modernas, históricas?
—Acabo, sí señor, de poner los últimos trazos a
mi descripción del período de la electricidad.
—¿Será un interesante período ese de la
electricidad?
—Es el último estado de la evolución del hombre
primitivo; ya desde aquí comienza la profunda transformación que
los historiadores conocen, es decir, comienza la era del verdadero
hombre civilizado.
—Perfectamente, querido maestro. Y ¿ha logrado
usted muchas noticias de este oscuro y misterioso período?
—He logrado, ante todo, determinar cómo vivían
estos seres extraños que nos han precedido a nosotros en el
usufructo del planeta. Sé, por ejemplo, de una manera positiva que
estos seres vivían reunidos, amontonados, apretados en
aglomeraciones de viviendas que, al parecer, se designaban con el
nombre de ciudades.
—Es verdaderamente curioso, extraordinario lo que
usted me cuenta. Y ¿cómo podían vivir estos seres en esas
aglomeraciones de viviendas? ¿Cómo podían respirar, moverse,
bañarse en el sol, gozar del silencio, sentir la sensación
exquisita de la soledad? Y ¿cómo eran esas viviendas? ¿Eran todas
iguales? ¿Las hacían diversas, cada cual a su capricho?
—No; estas casas no eran todas iguales; eran
diferentes; unas mayores, otras más chicas; otras molestas,
angostas.
—¿Ha dicho usted, querido maestro, que unas eran
angostas, molestas? Y dígame usted, ¿cómo podía ser esto? ¿Cómo
podía haber seres que tuviesen el gusto de habitar en viviendas
molestas, estrechas, antihigiénicas?
—Ellos no tenían este capricho; pero les forzaban
a vivir de este modo las circunstancias del medio social en que se
movían.
—No comprendo nada de lo que quiere decirme.
—Quiero decir que en las épocas primitivas había
unos seres que disponían de todos los medios de vivir, y otros, en
cambio, que no disponían de estos medios.
—Es interesante, extraño, lo que usted dice. ¿Por
qué motivos estos seres no disponían de medios?
—Estos seres eran los que entonces se llamaban
pobres.
— ¡Pobres! ¡Qué palabra tan curiosa! Y ¿qué
hacían esos pobres?
—Esos pobres trabajaban.
—¿Esos pobres trabajaban? Y si trabajaban esos
pobres, ¿cómo no tenían medios de vida? ¿Cómo eran ellos los que
vivían en las casas chiquitas?
—Esos pobres trabajaban; pero no era por cuenta
propia.
—¿Cómo, querido maestro, se puede trabajar si no
es por cuenta propia? No le entiendo a usted; explíqueme usted esto.
—Quiero decir, que estos seres que no tenían
medios de vida, con objeto de allegarse la subsistencia diaria se
reunían a trabajar en unos edificios que, según he averiguado,
llevaban el título de fábricas.
—Y ¿qué iban ganando con reunirse en esas
fábricas?
—Allí todos los días les daban un jornal.
—¿Dice usted jornal? ¡Será este algún vocablo
de la época!
—Jornal es, efectivamente, una palabra cuya
significación hoy no comprendemos: jornal era un cierto número de
monedas, que diariamente se les adjudicaba por su trabajo.
—Un momento, querido maestro; perdóneme usted otra
vez. He oído que ha dicho usted monedas. ¿Qué es esto de monedas?
—Monedas eran unos pedazos de metal redondos.
—¿Para qué eran estos pedazos de metal redondos?
—Estos pedazos, entregándolos al poseedor de una
cosa, este poseedor entregaba la cosa.
—Y este poseedor, ¿no entregaba las cosas si no se
le daba estos pedazos de metal?
—Parece ser que, en efecto, no las entregaba.
—¡Eran unos seres extraños estos poseedores! ¿Y
para qué querían ellos estos pedazos de metal?
—Parece ser también que cuantos más pedazos de
estos se tenía era mejor.
—¿Era mejor? ¿Por qué? ¿Es que estos pedazos no
los podía tener todo el que los quisiera?
—No, no podían tenerlos todos.
—¿Por qué motivos?
—Porque el que los tomaba sin ser suyos era
encerrado en una cosa que llamaban cárcel.
—¡Cárcel! ¿Qué significa esto de cárcel?
—Cárcel era un edificio donde metían a unos seres
que hacían lo que los demás no querían que hiciesen.
—¿Y por qué se dejaban ellos meter allí?
—No tenían otro remedio: había otros seres con
fusiles que les obligaban a ello.
—¿He oído mal? ¿Es fusiles lo que acaba usted de
decir?
—He dicho, sí, señor, fusiles.
—¿Qué es esto de fusiles?
—Fusiles eran unas armas de que iban provistos
algunos seres.
—¿Y con qué objeto llevaban los fusiles?
—Para matar a los demás hombres en las guerras.
—¡Para matar a los demás hombres! Esto es enorme,
colosal, querido maestro. ¿Se mataban los hombres unos con otros?
—Se mataban los hombres unos con otros.
—¿Puedo creerlo? ¿Es cierto?
—Es cierto; le doy a usted mi palabra de honor.
—Me vuelve usted a dejar estupefacto, maravillado,
querido maestro. No sé qué es lo que usted trata de regalarme con
sus últimas palabras.
—¿He hablado del honor?
—Ha hablado usted del honor.
—Perdone usted; esta es mi obsesión actual; este
es el punto flaco de mi libro; esta es mi profunda contrariedad. He
repetido instintivamente una palabra que he visto desparramada con
profusión en los documentos de la época y cuyo sentido no he
llegado a alcanzar. Le he explicado a usted lo que eran las ciudades,
los pobres, las fábricas, el jornal, las monedas, la cárcel y los
fusiles; pero no puedo explicarle a usted lo que era el honor.
—Tal vez esta era la cosa que más locuras y
disparates hacía cometer a los hombres.
—Es posible…
viernes, 8 de julio de 2022
La prehistoria. Azorín.
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