Y después de todo hacía un tiempo
ideal. Ni hecho a la medida, no hubiesen podido tener un día más
adecuado para el garden party. No hacía viento, lucía el sol, y no
se divisaba una sola nube en todo el cielo. El azul solo estaba
velado por una calina de luz dorada, como ocurre a veces a principios
de verano. El jardinero andaba atareado desde muy temprano, segando
el césped y rastrillándolo bien, hasta dejar perfectos la hierba y
los oscuros y llanos rosetones en los que crecían las margaritas que
parecían recién bruñidos. Y uno tenía también la sensación de
que las rosas habían comprendido que eran las únicas flores que
realmente impresionan a la gente que acude a un garden party; las
únicas flores que todo el mundo reconoce sin miedo a una
equivocación. Cientos, sí, literalmente cientos de ellas, se habían
abierto durante la noche; los verdes rosales se doblaban bajo su peso
como si aquella noche hubieran sido visitados por los arcángeles.
Todavía
no habían terminado de desayunar cuando llegaron los hombres que
debían plantar el entoldado.
—Mamá,
¿dónde quieres que levanten la marquesina?
—Hijita,
no me lo preguntes a mí. Este año he decidido ponerlo todo en
vuestras manos. Olvidad que soy vuestra madre y tratadme como si
fuese un invitado de honor.
Pero
Meg no iba a ir a dar instrucciones a los hombres. Se había lavado
el pelo antes de desayunar y estaba sentada tomándose el café con
un turbante verde en la cabeza y un par de rizos oscuros y húmedos
pegados a las mejillas. Josefa, la mariposa, bajaba siempre vestida
con unas enaguas de seda y la chaqueta de un kimono.
—Tendrás
que ir tú, Laura; tú eres el artista de la familia.
Y
Laura salió corriendo, llevando todavía en la mano un trocito de
pan con mantequilla. Es fantástico encontrar una excusa para poder
comer afuera y, además, le encantaba poder arreglar cosas; siempre
le había parecido que era capaz de hacerlo mucho mejor que los
otros.
En
uno de los caminitos del jardín había cuatro hombres en mangas de
camisa, esperando. Llevaban gruesos palos enrrollados en las lonas y
grandes bolsas de herramientas colgadas a la espalda. Tenían un
aspecto que imponía. Ahora Laura deseó no llevar aquel pedacito de
pan con mantequilla en la mano, pero no podía dejarlo en ninguna
parte y mucho menos tirarlo al suelo. Notó que se ruborizaba e
intentó parecer severa e incluso un poco corta de vista mientras se
aproximaba a ellos.
—Buenos
días —dijo, imitando la voz de su madre. Pero sonó tan
terriblemente afectada que se avergonzó y empezó a tartamudear como
una niña—: Ah…, sí…, ya han llegado ¿eh?…, es por el
entoldado, ¿verdad?
—Exactamente,
señorita —dijo el más fornido de los cuatro hombres, un individuo
enjuto y pecoso, cambiándose de hombro la bolsa de las herramientas,
echándose el sombrero de paja hacia atrás y dirigiéndole una
sonrisa—. Hemos venido a poner el entoldado.
Su
sonrisa era tan franca, tan animosa, que Laura recobró los ánimos.
¡Qué ojos tan bonitos tenía, chiquitos, pero de un azul tan
intenso! Y ahora miró a los otros, y vio que también sonreían.
“Anímese, no nos la vamos a comer”, parecían decir sus
sonrisas. ¡Qué simpáticos eran los trabajadores! ¡Y qué mañana
tan espléndida! No, no debía hablar del día; debía mostrarse
eficiente. La marquesina.
—Bien,
¿qué les parece la explanada de los lirios? ¿Estaría bien ahí?
Y
señaló hacia donde estaban los lirios con la mano que no sostenía
el pedacito de pan con mantequilla. Los hombres se giraron mirando en
aquella dirección. Uno bajito hizo una mueca con el labio inferior y
el más alto frunció el ceño.
—No
me gusta mucho —dijo—. No resaltará bastante. Mire, con una cosa
como un entoldado —dijo volviéndose hacia Laura con sus modales
naturales— lo que va bien es ponerlo en un sitio en donde salte a
la vista, si entiende lo que quiero decir.
La
educación de Laura la obligó a considerar por un instante si era
suficientemente respetuoso que un obrero le hablase de aquel modo y
del “saltar a la vista”. Pero entendía lo que él quería decir.
—Una
esquina de la pista de tenis —sugirió—. Aunque la orquesta
estará también en una esquina.
—Hum…,
va a haber una orquesta, ¿eh? —dijo otro de los trabajadores. Este
era un tipo pálido, y tenía una mirada macilenta mientras
escudriñaba el campo de tenis. ¿En qué pensaba?
—No
es más que una orquestina —explicó Laura amablemente. Tal vez no
le importase tanto si la orquesta era pequeña. Pero el obrero más
alto intervino.
—Mire,
señorita, lo mejor es que lo montemos ahí. Junto a esos árboles.
¿Ve? Ahí. Quedará muy bien.
Junto
a las karakas. Pero entonces las karakas quedarían escondidas. Y
eran tan bonitas, con sus hojas anchas y relucientes, y los racimos
amarillos del fruto. Eran como los árboles que una se imagina
creciendo en una isla desierta, orgullosos, solitarios, irguiendo sus
hojas y frutos hacia el sol en una especie de silencioso esplendor.
¿Tenían que quedar ocultos por el entoldado?
Pues
sí. Los hombres ya habían cargado con palos y lonas y se
encaminaban al lugar indicado. Solo el más alto quedó atrás. Y se
inclinó, cortó un tallito de lavanda, se llevó el pulgar y el
índice a la nariz y aspiró el aroma. Cuando Laura advirtió su
gesto olvidó por completo las karakas, maravillada de que el hombre
gustase de aquellas cosas —gustase de poder oler el aroma de la
lavanda—. De todos los hombres que conocía, ¿cuántos hubiesen
tenido aquel gesto? Oh, qué extraordinariamente simpáticos son los
trabajadores, pensó. ¿Por qué no tendría amigos trabajadores en
lugar de todos aquellos muchachos atontados que la sacaban a bailar y
que eran invitados a cenar los domingos? Se hubiera llevado muchísimo
mejor con hombres como aquellos.
Todo
eso es culpa, decidió, mientras el más alto de los trabajadores
dibujaba algo en la parte posterior de un sobre, algo que debía ser
atado en alto o que podía quedar colgando, todo eso es culpa de
estas absurdas distinciones de clase. Aunque ella, por su parte, no
les hacía el menor caso. Ni pizca de caso, ni un átomo… Y se
empezó a oír el cloc, cloc de los mazos de madera.
Uno
silbaba, otro cantaba. “¿Estás ahí, chaval?” “¡Chaval!”
Qué amistoso era aquel trato, qué…, qué… Simplemente para
demostrar lo contenta que estaba, para probar al obrero más alto que
se sentía totalmente a sus anchas y que despreciaba todos aquellos
estúpidos convencionalismos, Laura dio un mordisco al trocito de pan
con mantequilla mientras contemplaba el dibujo. Se sentía
exactamente como una trabajadora más.
—¡Laura,
Laura! ¿Dónde estás? ¡Laura, al teléfono! —gritó una voz
desde la casa.
—¡Ya
voy! —Y salió corriendo, por el césped, el senderito y escaleras
arriba, por la terraza, hacia el porche. En el recibidor, su padre y
Laurie estaban cepillándose los sombreros, listos para salir hacia
el despacho.
—Oye,
Laura —dijo Laurie apresuradamente—, mira si puedes darle un
vistazo a mi esmoquin antes de esta tarde. Por si hay que plancharlo.
—De
acuerdo —respondió. Pero, de pronto, no pudo contenerse y corrió
hacia su hermano y le dio un rápido abrazo—. Oh, me encantan las
fiestas, ¿a ti no? —dijo, jadeando.
—A
mí también me gustan bastante —replicó Laurie con su cálida voz
infantil, abrazando a su hermana, y dándole una amable palmadita—.
Anda, niña, corre al teléfono.
El
teléfono.
—Sí,
sí; claro, sí, no faltaría más. ¿Kitty? Buenos días, guapa. ¿A
comer? Pues naturalmente. Encantada. Aunque será una comida de
sobras, las migas de los emparedados, los merengues rotos y las
sobras. Sí, ¿no te parece una mañana espléndida? ¿El blanco?
Desde luego, yo me lo pondría. Un momento, no te retires. Que me
llama mamá —y Laura se echó hacia atrás en el asiento—. ¡Mamá!
¿Qué dices? ¡No te oigo!
La
voz de la señora Sheridan llegó desde lo alto de las escaleras:
—Dile
que se ponga aquel sombrerito tan encantador que llevaba el domingo
pasado.
—Mamá
dice que te pongas aquel sombrerito encantador que llevabas el
domingo. Dios mío. La una. Adiós, Kitty, adiós.
Laura
colgó el auricular, se llevó ambas manos a la cabeza, respiró
profundamente, se desperezó y volvió a dejar caer los brazos.
—¡Uf!
—suspiró, y en cuanto acabó su suspiro volvió a incorporarse
velozmente. Permaneció un instante quieta, escuchando. Todas las
puertas de la casa parecían estar abiertas. La mansión estaba
despierta, llena de pasos rápidos y apagados, de apresuradas voces.
La puerta de gamuza verde que llevaba a las regiones de la cocina se
abría y cerraba con un golpe amortiguado. Y ahora llegó un sonido
absurdo, largo, apagado. El gran piano al ser movido en sus torpes
ruedecillas. ¡Y el aire! Había que pararse para advertirlo. ¿Era
el aire siempre así? Una ligera brisa parecía juguetear entrando
por la parte alta de los ventanales y escapando de nuevo por las
puertas. Y el sol caía formando dos luceros diminutos, uno sobre el
tintero y otro sobre el marco de plata de una fotografía, igualmente
juguetones. Dos maravillosas manchitas. Sobre todo la que cabriolaba
en la tapa del tintero. Cálida. Una cálida estrellita de plata. Le
hubiera gustado besarla.
Sonó
el timbre de la puerta delantera, y se oyó el fru-frú de la falda
estampada de Sadie bajando las escaleras. Murmullos de una voz
varonil; y Sadie que respondía:
—No
sé nada de nada. Espere un momento. Preguntaré a la señora
Sheridan.
—¿Qué
ocurre, Sadie? —dijo Laura yendo hacia el recibidor.
—Es
el florista, señorita Laura.
Y
lo era. El florista. Allí, en el umbral de la puerta, con una
bandejita baja pero enorme, repleta de tiestecillos de lirios
rosados. Ninguna otra flor. Únicamente lirios —lirios y más
lirios, enormes flores rosadas, abiertas, radiantes, casi
sorprendentemente vivas en sus vividos tallitos escarlatas.
—¡Oh,
Sadie! —dijo Laura, y el sonido de su exclamación fue como un
pequeño gemido.
Se
agachó, como si quisiese calentarse con aquel resplandor de los
lirios; sintió como si los tuviese en los dedos, en los labios,
creciéndole en el pecho.
—Debe
ser un error —musitó débilmente—. No hemos encargado tantos.
Salie, ve a buscar a mamá.
Pero
en aquel preciso instante apareció la señora Sheridan.
—Sí,
sí, están bien —dijo tranquilamente—. Sí, los he encargado yo.
¿No te parecen magníficos? —dijo apretando el brazo de Laura—.
Ayer pasé frente a la floristería y los vi en el escaparate. Y de
pronto pensé que por una vez en la vida podía darme el gusto de
tener todos los lirios que quisiera. Y la fiesta es una excelente
excusa.
—Pero
creía que habías dicho que no ibas a meterte en nada —dijo Laura.
Sadie ya se había ido. El hombre de la floristería continuaba
afuera, junto a la camioneta del reparto. Rodeó con un brazo el
cuello de su madre y muy, muy dulcemente, le dio un mordisquito en la
oreja.
—Hijita,
estoy segura de que no te gustaría tener una madre que pecase de
lógica, ¿verdad? No me hagas eso. Mira que vuelve ese señor.
El
hombre volvía con más lirios, otra canasta llena.
—Póngalos
todos juntos, por favor. Aquí dentro, al lado de la puerta, a ambos
lados del porche —dijo la señora Sheridan—. ¿No crees que ahí
estarán bien, Laura?
—Oh,
estupendamente, mamá.
En
la sala de estar, Meg, Josefa y el bueno de Hans por fin habían
logrado retirar el piano.
—Veamos.
Si ponemos este sofá chéster contra la pared y sacamos todo lo que
queda en la sala excepto las sillas… ¿Qué os parece?
—Bien.
—Hans,
lleva estas mesitas al fumador y trae una escoba para barrer las
señales de la alfombra y…, un momento Hans… —a Josefa le
encantaba dar órdenes a los criados y a ellos les encantaba
obedecerlas. Siempre les hacía sentir que participaban en una
especie de teatro—. Por favor, dile a mi madre y a la señorita
Laura que vengan inmediatamente.
—Como
usted diga, señorita Josefa.
Esta
se volvió hacia Meg.
—Quiero
ver cómo suena este piano, por si esta tarde me piden que cante.
Probémoslo. Podemos cantar Oh, qué cansada vida.
¡Pim!
¡Ta-ta-ta! ¡Ti-ta! El piano resonó tan apasionadamente que el
rostro de Josefa cambió. Juntó las manos. Y miró triste y
enigmáticamente a su madre y a Laura, que entraban en la sala de
estar, empezando a cantar:
Oh,
qué cansada es la vida,
todo
es tristeza y suspiro.
El
amor emigra,
cansada
es la vida,
una
lágrima brilla
y
se va el amor.
Adiós,
para siempre… ¡Adiós!
Pero
a la palabra “¡Adiós!”, aunque el piano sonaba más desesperado
que nunca, su rostro se iluminó con una sonrisa resplandeciente, que
no tenía nada de desolada.
—¿Verdad
que no ando mal de voz, mami? —dijo Josefa, contenta.
Cansada
es la vida,
la
esperanza marchita.
Un
sueño…, un despertar.
Pero
en ese instante Sadie les interrumpió.
—¿Qué
ocurre, Sadie?
—Perdone,
señora, la cocinera dice que si tiene la lista de los emparedados.
—¿La
lista de los emparedados? —repitió, ausente, la señora Sheridan.
Y por su cara sus hijas adivinaron que no la tenía—. Déjame
pensar. —Y añadió con resolución—: Sadie, por favor, dile a la
cocinera que se la daré dentro de diez minutos.
Sadie
salió.
—Veamos,
Laura —dijo su madre rápidamente—, ven conmigo al fumador.
Apunté los nombres detrás de un sobre y en algún sitio debe andar.
Tendrás que escribirlos tú. Meg, tú sube arriba ahora mismo y
sácate esa cosa húmeda de la cabeza. Y tú, Josefa, ya puedes ir
corriendo y terminar de vestirte. ¿Me oís, niñas, o queréis que
se lo diga a vuestro padre cuando vuelva esta noche? Y…, y, Josefa,
si vas a la cocina, tranquiliza a la cocinera, ¿de acuerdo? Esta
mañana le tengo verdadero pánico.
El
sobre en cuestión apareció por fin tras el reloj del comedor,
aunque la señora Sheridan era incapaz de imaginar cómo podía haber
ido a parar allí.
—Alguna
de vosotras me lo debe haber cogido del bolso, porque recuerdo
claramente haber apuntado… Crema de queso y natilla de limón. ¿Has
hecho estos?
—Sí.
—Huevo
y… —la señora Sheridan alejó el sobre para leer mejor—.
Parece que ponga ratones, pero no puede ser ratones, ¿verdad?
—Aceitunas,
mamá —dijo Laura, leyendo por encima del hombro de su madre.
—Ah,
claro está, aceitunas. Parece una combinación horrible. Huevo y
aceitunas.
Por
fin concluyeron y Laura llevó los rótulos a la cocina, en donde
encontró a Josefa tranquilizando a la cocinera, cuyo aspecto era
perfectamente apacible.
—Jamás
he visto emparedados tan deliciosos —exclamó Josefa embelesada—.
¿Cuántas clases ha dicho que había, cocinera? ¿Quince?
—Quince,
señorita Josefa.
—Bueno,
pues la felicito.
La
cocinera barrió las migas con un largo cuchillo de cortar el pan y
sonrió satisfecha.
—Ha
llegado el de casa Godber —anunció Sadie, saliendo de la despensa.
Había visto pasar al hombre por la ventana.
Aquello
significaba que habían llegado los bollos de nata. La casa Godber
era famosa por sus bollos de nata. No había nadie que se atreviese a
hacerlos en casa.
—Tráelos
y ponlos sobre la mesa, niña —ordenó la cocinera.
Sadie
entró con los bollos y volvió a la puerta. Naturalmente Josefa y
Laura eran demasiado mayores para continuar preocupándose por los
dulces, pero, a pesar de todo, estuvieron de acuerdo en que los
bollos de Godber parecían muy, muy apetitosos. La cocinera había
empezado a arreglarlos, quitándoles el azúcar en polvo que sobraba.
—¿No
te hacen recordar todas las fiestas a las que has ido? —comentó
Laura.—Supongo que sí —dijo Josefa, mucho más práctica, y a
quien nunca le gustaba regresar al pasado—. La verdad es que tienen
un aspecto delicioso, hinchaditos y esponjosos.
—Anda,
niñas, coged uno —dijo la cocinera con su voz amable—. La señora
no va a enterarse.
Oh,
imposible. ¿Imaginas comer un bollo tan temprano, acabadas de
desayunar? Una se estremecía solo de pensarlo. Pero al cabo de dos
minutos Josefa y Laura estaban chupándose los dedos con esa mirada
absorta y reconcentrada que pone uno al tomar nata.
—Salgamos
al jardín por la puerta trasera —sugirió Laura—. Quiero ver
cómo va el trabajo de los hombres del entoldado. Son unos hombres
simpatiquísimos.
Pero
la puerta trasera se hallaba bloqueada por la cocinera, Sadie, el
mandadero de Godber y Hans.
Algo
debía haber ocurrido.
—Toc-toc-toc
—asentía la cocinera como una gallina espantada. Sadie tenía la
mano apoyada en la mejilla, como si tuviese dolor de muelas. Y Hans
contraía el rostro en un esfuerzo por comprender. El único que
parecía divertirse era el mandadero de la casa Godber. Era él quien
había traído la noticia.
—¿Qué
ocurre? ¿Qué ha sucedido?
—Ha
habido un terrible accidente —dijo la cocinera—. Un hombre
muerto.
—¡Un
hombre muerto! ¿Dónde? ¿Cuándo? ¿Cómo?
Pero
el mandadero de la casa Godber no iba a permitir que otros se
aprovecharan de su historia, y muchísimo menos delante de sus
narices.
—¿Sabe
esas casitas que están ahí, un poco más abajo, señorita?
¿Si
las conocía? No faltaría más.
—Pues
un hombre joven que vive en ellas, uno llamado Scott, un carretero.
Esta mañana su caballo se ha desbocado al encontrarse con un
tractor, en la esquina de la calle Hawke. El pobre ha salido
despedido de espaldas y ha caído de cabeza. Muerto.
—¡Muerto!
—exclamó Laura mirando fijamente al hombre.
—Cuando
le han recogido ya estaba muerto —dijo el mandadero de la casa
Godber con fruición—. Cuando yo subía hacia aquí llevaban el
cadáver a la casa. —Y, dirigiéndose a la cocinera, añadió—:
Deja a la mujer con cinco pequeños.
—Josefa,
ven un momento —dijo Laura tomando a su hermana por una manga y
llevándola por la cocina hasta llegar al otro lado de la puerta de
gamuza verde. Una vez allí se detuvo, recostándose contra la
puerta—. ¡Josefa! —dijo horrorizada—, ¿cómo haremos para
suspender la fiesta?
—¿Suspender
la fiesta? —exclamó sorprendida Josefa—. ¿Qué quieres decir?
—Suspender
el garden party, naturalmente. —¿En qué estaba pensando Josefa?
Pero
Josefa aún parecía más sorprendida.
—¿Suspender
el garden party? Laura, guapita, no digas ridiculeces. Nadie espera
que lo suspendamos. No seas extravagante.
—Pero
no vamos a dar una fiesta en nuestro jardín con un hombre de cuerpo
presente en una de las casitas de enfrente.
Aquello
sí que era grotesco. En realidad las casitas formaban una especie de
callejuela apartada y estaban en la falda de la cuesta que llevaba a
la casa. Entre ambas quedaba todo el anchuroso camino. Era cierto que
estaban demasiado cerca. Seguramente eran la mácula más importante
al panorama que se divisaba desde la mansión, y no tenían ningún
derecho a estar en aquella vecindad. Eran unas casuchas infames
pintadas de color pardusco, chocolate. En sus jardincillos delanteros
lo único que había eran rabos de coles, gallinas pelonas y latas de
tomate. Incluso el humo que salía de sus chimeneas olía a pobreza.
Formaba harapos y girones brumosos y no los grandes penachos
plateados que brotaban de las chimeneas de los Sheridan. En la
callejuela vivían lavanderas, barrenderos y un zapatero, y un hombre
que tenía la fachada de su casa completamente cubierta por pequeñas
jaulas de pájaros. Los rapazuelos holgaban a sus anchas. Cuando los
Sheridan eran pequeños se les había prohibido acudir allí por
culpa de las palabrotas que pudiesen oír y de posibles contagios.
Pero ya de mayores, Laura y Laurie habían pasado algunas veces por
la callejuela en sus paseos. Era una zona sórdida y repugnante.
Cuando pasaban por allí siempre sentían un escalofrío. Así y todo
había que conocerlo todo; debían verse todas las caras de la
realidad. Por eso pasaban por allí.
—Imagínate
qué efecto le producirá a esa pobre mujer la música de la orquesta
—dijo Laura.
—¡Oh,
Laura, por Dios! —Josefa empezaba a estar enfadada de verdad—. Si
vas a prohibir que toque la orquesta cada vez que alguien tiene un
accidente, te garantizo una vida muy dura. Lo siento tanto como tú.
También me da lástima. —Su mirada se hizo más dura. Miró a su
hermana como acostumbraba a mirarla de pequeñas cuando se peleaban—.
Por muy sentimental que seas no conseguirás devolver la vida a un
pobre obrero borracho —dijo quedamente.
—¡Un
borracho! ¿Quién ha dicho que estuviese borracho? —dijo Laura
volviéndose furiosa hacia su hermana. Y reaccionó diciendo
exactamente las mismas palabras que acostumbrara a decir en tales
ocasiones—: Ahora mismo se lo voy a contar a mamá.
—Ve,
Laura, ve —la animó José.
—Mamá,
¿puedo pasar? —preguntó Laura haciendo girar la gran manecilla de
vidrio.
—Claro,
hija. Pero ¿qué te ocurre? ¿Qué haces tan acalorada? —preguntó
la señora Sheridan dándose media vuelta frente al tocador. Se
estaba probando un sombrero nuevo.
—Mamá,
acaba de matarse un hombre —empezó a contar Laura.
—¿En
nuestro jardín? —la interrumpió su madre.
—¡No,
no!
—¡Oh,
qué susto me has dado! —espetó la señora Sheridan suspirando
aliviada, y quitándose el gran sombrero que colocó sobre sus
rodillas.
—Mamá
¿quieres escucharme? —suplicó Laura. Jadeando, casi
atragantándose, le contó aquel tremendo suceso—. Naturalmente
tenemos que suspender la fiesta, ¿verdad? —suplicó—. Imagínate
la orquesta y toda la gente invitada. Nos oirían, mamá: ¡son casi
vecinos nuestros!
—Pero,
hijita, piensa un poco con la cabeza. Solo nos hemos enterado de lo
ocurrido por casualidad. Si alguien hubiese muerto de muerte natural,
y lo cierto es que no entiendo muy bien cómo siguen viviendo
hacinados en esos agujeros sucios, no hubiésemos suspendido la
fiesta, ¿de acuerdo?
La
única respuesta que Laura podía dar al planteamiento de su madre
era un “sí”, pero de algún modo presentía que todo el
planteamiento estaba equivocado. Tomó asiento en el sofá de su
madre y pellizcó la orla de un cojín.
—Mamá,
¿no crees que es mostrarnos tremendamente crueles? —preguntó.
—¡Hijita!
—exclamó la señora Sheridan incorporándose y acercándose a ella
con el sombrero en las manos. Y antes de que Laura hubiese tenido
tiempo de detenerla, ya le había colocado el sombrero en la cabeza—.
Toma, hija —anunció—, es tuyo. Te viene a la medida. A mí me
hace demasiado joven. Nunca te había visto tan elegante. ¡Mírate
al espejo! —añadió, entregándole un espejito de mano.
—Pero,
mamá… —volvió a empezar Laura. Era incapaz de mirarse en el
espejo y tuvo que girarse.
Y
la señora Sheridan perdió la paciencia, igual como había ocurrido
con Josefa.
—No
seas absurda, Laura —dijo fríamente—. Esa gente no espera ningún
sacrificio de nosotros. Y no es muy agradable echar a perder la
diversión de los demás, como tú estás haciendo.
—No
lo comprendo —musitó Laura, saliendo rápidamente de la habitación
de su madre y precipitándose en su propio dormitorio. Al entrar lo
primero que vio fue, casualmente, su agraciada figura juvenil
reflejada en el espejo, el sombrero negro engalanado de doradas
margaritas y una larga cinta de terciopelo negro. No se había
imaginado que le fuese a sentar tan bien. ¿Tendrá mamá razón?,
pensó. Y empezó a desear que sí, que la tuviese. ¿De verdad me
estoy mostrando extravagante? Tal vez fuese una extravagancia.
Durante un segundo volvió a ver fugazmente a aquella pobre mujer y a
sus hijuelos, y a los hombres entrando el cadáver en la casa. Pero
todo parecía confuso, irreal, como una de esas fotos de los
periódicos. Volveré a pensar en ello cuando termine la fiesta,
decidió. Y, por alguna razón, le pareció que aquella era la
actitud más sensata…
A
la una y media habían terminado de almorzar. A las dos y media ya
estaban a punto para empezar la batalla. La orquesta, con sus
uniformes verdes, había llegado y estaba aposentada en un rincón de
la pista de tenis.
—¡Querida!
—exclamó Kitty Maitland—. ¿No te parecen igualitos que ranas?
Tenías que haberles colocado alrededor del estanque y poner al
director en el centro, sobre una hoja de nenúfar.
Llegó
Laurie y las saludó mientras subía rápidamente a cambiarse. Al
verle, Laura volvió a recordar el accidente. Quería contárselo. Si
Laurie estaba de acuerdo con Josefa y con su madre era que estaba
bien. Le siguió hasta el recibidor.
—¡Laurie!
—¿Qué
hay? —respondió él, ya a medio subir las escaleras, pero cuando
se giró y descubrió a su hermana, pegó un resoplido y abrió los
ojos de par en par—. ¡Hermanita, estás imponente! —dijo—.
¡Llevas un sombrero que es una verdadera preciosidad!
Laura
comentó débilmente.
—¿Tú
crees? —y le sonrió, sin atreverse a decirle nada.
Poco
después empezaron a llegar los invitados, cada vez en mayor número.
La orquesta empezó a tocar; los camareros contratados corrían de la
casa al entoldado. Mirara uno a donde mirase se veían parejas
paseando, inclinándose a observar las flores, saludando,
dirigiéndose al jardín. Eran como aves deslumbrantes que hubiesen
ido a posarse en el jardín de los Sheridan por una tarde, antes de
proseguir camino hacia…, hacia ¿dónde? ¡Ah, qué felicidad
hallarse con gente que rebosa felicidad, estrechar la mano, rozar las
mejillas, sonreír a los ojos!
—¡Laura,
querida, estás hecha una monada!
—¡Hijita,
qué bien te sienta ese sombrero!
—¿Sabes
que tienes un aspecto un poco español? Nunca te había visto tan
atractiva.
Y
Laura, ruborizada, respondía amablemente:
—¿Han
tomado té? ¿No quiere un helado? Los helados de granadilla son
realmente deliciosos. —Corrió hacia su padre y le pidió—:
Papaíto, ¿podemos dar algo de beber a los músicos?
Y
aquella tarde perfecta fue avanzando lentamente, difuminándose
lentamente, cerrando lentamente sus pétalos.
—Ha
sido una fiesta verdaderamente encantadora…
—Un
éxito…
—El
mejor garden party al que hemos asistido últimamente…
Laura
ayudó a su madre a despedir a los invitados. Permanecieron juntas,
de pie, en el porche, hasta que todos se hubieron ido.
—Uf,
ya se ha terminado, menos mal —suspiró la señora Sheridan—.
Avisa a los demás, Laura. Vamos a tomar un poco de café. Estoy
rendida. Sí, ha sido un éxito sensacional. Pero, ¡uy!, estas
fiestas. ¡No sé cómo podéis insistir siempre en dar fiestas y más
fiestas!
Y
todos tomaron asiento bajo el entoldado desierto.
—Anda,
papá, toma un emparedado. Los letreritos los he escrito yo.
—Gracias,
hija —dijo el señor Sheridan despachando el emparedado de un solo
bocado. Tomó otro—. Supongo que no os habréis enterado de un
horrible accidente que ha ocurrido esta mañana —dijo.
—Dios
mío —dijo la señora Sheridan, levantando una mano—, sí que nos
hemos enterado. Por poco nos agua la fiesta. Laura quería que
suspendiésemos el party.
—¡Oh,
mamá! —protestó Laura, que no deseaba que bromeasen sobre aquel
incidente.
—De
todos modos ha sido algo horripilante —prosiguió el señor
Sheridan—. El pobre hombre estaba casado. Vivía ahí abajo en el
callejón, y, según he oído contar, deja mujer y media docena de
niños.
Por
unos instantes se produjo un extraño silencio. La señora Sheridan
tamborileó con los dedos en su taza. Lo cierto era que su marido
estaba mostrando muy poco tacto…
De
pronto levantó la cabeza. En la mesa quedaban muchísimos
emparedados, pastelillos, bollos, nadie los había tocado, y se
echarían a perder. Había tenido una de sus brillantes ideas.
—Ya
sé —dijo—. Llenemos una canastilla y mandémosle a esa pobre
criatura un poco de comida que es absolutamente excelente. De
cualquier modo para los niños será un manjar suculento. ¿No os
parece? Además seguramente tendrá vecinos que irán a darle el
pésame y todas esas cosas. Es perfecto que ya lo tengamos todo
preparado. ¡Laura! —llamó, levantándose de un brinco—. Tráeme
la canastilla grande que está en el armario de las escaleras.
—Pero,
mamá, ¿crees realmente que es una buena idea? —intervino la
muchacha.
Y
otra vez, qué curioso era, pareció que fuese distinta a todos los
demás. Llevarle las sobras de su fiesta. ¿Iba realmente a apreciar
aquello la pobre mujer?
—¡Pues
claro está que lo es! ¿Qué demonios te ocurre hoy? Hace un par de
horas insistías en que nos mostrásemos compadecidos, y ahora…
¡Oh,
estaba bien! Laura salió corriendo en busca de la canastilla, que su
madre llenó con un montón rebosante de comida.
—Llévasela
tú misma, hija —dijo—. Puedes ir tal como vas. No, espera, lleva
también unos lirios. A la gente de su condición los lirios les
impresionan mucho.
—Los
tallos le van a echar a perder la falda de encaje, mamá —dijo
Josefa, tan práctica como de costumbre.
Era
cierto. Suerte que lo había dicho.
—Entonces
lleva sólo la canastilla. Y, ¡Laura…! —añadió su madre
siguiéndola fuera del entoldado—, bajo ningún concepto no…
—¿Qué,
mamá?
No,
era mejor no poner aquellas ideas en la cabeza de la pobre niña.
—¡Nada,
nada! Anda, corre.
Empezaba
a oscurecer y Laura cerró las puertas de la verja del jardín. Un
enorme perrazo pasó corriendo como una exhalación. El camino tenía
un brillo blanquecino, y en el fondo de la hondonada las casuchas
quedaban envueltas por las sombras. Qué tranquilo parecía todo
después de aquella tarde. Bajaba el pequeño cerro dirigiéndose a
un hogar en el que había un hombre muerto, pero no acababa de
hacerse a la idea. ¿Por qué le costaba tanto? Se detuvo un
instante. Y le pareció que todos los besos, las voces, el tintineo
de las cucharillas, las risas, el aroma del césped pisoteado,
reverberaban en su interior. No le cabía nada más. ¡Qué extraño!
Miró el pálido celaje y lo único que pudo pensar fue: “Sí, la
fiesta ha sido un gran éxito”.
Había
llegado al cruce del camino. Allí empezaba el callejón oscuro,
lleno de humo. Mujeres envueltas en chales, tocadas con gorras de
hombre, de tweed, se afanaban de un lado a otro. Los hombres estaban
apoyados en las cercas. Algunos niños jugaban en los umbrales de las
casuchas. Un leve zumbido se elevaba de todas aquellas míseras
casas. En algunas se veía un destello de luz, y una sombra, como un
cangrejo, moviéndose de un lado a otro de la ventana. Laura bajó la
cabeza y apretó el paso. Ahora hubiese deseado llevar puesto el
abrigo. ¡Qué llamativo resultaba su vestido! Y el gran sombrero con
la cinta de terciopelo. ¡Si tan sólo hubiese llevado otro sombrero!
¿La estaban mirando? Seguro. Había cometido un error yendo; desde
el primer momento había tenido la impresión de estar cometiendo un
error. ¿Iba a dar media vuelta ahora?
No,
era demasiado tarde. Aquella era la casa. Tenía que serlo. Afuera se
había formado un lóbrego grupito de gente. Junto al portillón
había una anciana muy vieja con una muleta, sentada en una silla,
mirando. Tenía los pies envueltos en un papel de periódico. Las
voces se fueron acallando a medida que Laura se aproximó. El grupo
de gente se abrió dejando un pasillo. Era como si la estuviesen
esperando, como si hubiesen sabido de antemano que se dirigía hacia
ellos.
Se
sintió terriblemente nerviosa. Echándose la cinta de terciopelo
tras el hombro, preguntó a una mujer que estaba allí parada:
—¿Es
esta la casa de la señora Scott?
Y
la mujer, con una sonrisa enigmática, respondió:
—Sí,
mocita.
¡Ah,
poder escapar de todo aquello! Incluso llegó a musitar:
—Dios
mío, ayúdame —mientras avanzaba por el estrecho caminillo y
llamaba a la puerta.
Poder
escapar a aquellas miradas que la seguían, o, al menos, poder
taparse con algo, aunque fuese con uno de los chales de aquellas
mujeres. Me limitaré a dejar la canastilla y me voy, decidió. No
esperaré ni a que la vacíen.
La
puerta se abrió. Una mujer vestida de negro apareció en el umbral.
Laura
dijo:
—¿Es
usted la señora Scott?
Pero,
ante su horror, la mujer respondió:
—Entre,
por favor —y cerró la puerta, dejándola encerrada en aquel
corredor.
—No
—replicó Laura—. No pensaba entrar. Sólo quería dejarles esta
canastilla. Me manda mi madre…
La
mujercilla en el tenebroso corredor pareció no haberla oído.
—Por
favor, venga por aquí, señorita —dijo con voz untuosa, y Laura la
siguió.
De
pronto se encontró en una mísera cocina, de techo bajo, iluminada
por un ahumante candil. Junto al fuego estaba sentada una mujer.
—Em
—dijo la criatura que le había franqueado la entrada—. ¡Em! Es
una señorita. —Y se volvió hacia Laura, comunicándole
intencionadamente—: Yo soy su hermana, señorita. Tiene que
disculparla, ¿comprende?
—Oh,
claro, naturalmente —dijo Laura—. Por favor, por favor, no la
moleste. Sólo…, sólo quería dejar…
Pero
en aquel instante la mujer sentada junto al fuego se dio media
vuelta. Su rostro abotargado, enrojecido, con los ojos y labios
hinchados, tenía un aspecto espantoso. Se hubiese dicho que no
entendía qué razón había llevado a Laura hasta allí.
¿Qué
significaba aquello? ¿Qué hacía aquella extraña en la cocina con
una canastilla? ¿Qué era todo aquello? Y el mísero rostro vuelve a
sumirse en su abstracción.
—Bueno,
mujer —dijo la hermana—, ya se las daré yo las gracias a la
señorita.
Y
volvió a empezar:
—Tiene
que perdonarla, señorita, comprende, ¿verdad? —y su rostro,
también abotargado, intentó esbozar una untuosa sonrisa.
Laura
sólo quería salir de allí, escapar. De nuevo estaban en el
pasillo. Se abrió una puerta y entró directamente en el aposento en
donde yacía el muerto.
—Querrá
verlo, ¿verdad? —dijo la hermana de Em, y pasó rozando junto a
Laura y se acercó a la cama—. No tenga miedo, mocita —su voz se
había tornado afectuosa y astuta, y retiró cariñosamente la
sábana—, ha quedado como un retrato. No se le nota nada.
Acérquese, guapa.
Laura
se aproximó.
Allí
yacía un hombre joven, profundamente dormido —durmiendo tan
apacible y profundamente que se hallaba lejos, muy lejos, de ambas.
Ah, un sueño tan remoto y apacible. Estaba soñando. Y no iba a
despertar nunca más. Su cabeza estaba ligeramente hundida en la
almohada y tenía los ojos cerrados: bajo sus párpados cerrados ya
no verían nunca más. Su sueño se lo había llevado.
¿Qué
le importaban ya los garden parties, las canastillas de emparedados o
los vestidos bordados? Se hallaba muy lejos de todas aquellas cosas.
Y era espléndido, hermosísimo. Mientras ellos reían y la orquesta
desgranaba sus melodías, aquella maravilla había llegado a aquel
callejón. Feliz…, feliz… Todo va bien, decía aquel rostro
dormido. Todo es tal y como debe ser. Estoy contento.
Pero,
a pesar de todo, era imposible no echarse a llorar, y no podía dejar
la habitación sin decirle algo. Laura dejó escapar un sollozo
infantil:
—Disculpe
mi sombrero —dijo.
Y
ahora ya no esperó a la hermana de Em. Supo encontrar el camino por
el corredor hasta la puerta, y por el caminillo, pasando junto a
todas aquellas gentes macilentas. En la esquina del callejón
encontró a Laurie. Salió de entre las sombras.
—¿Eres
tú, Laura?
—Sí.
—Mamá
empezaba a inquietarse. ¿Ha ido todo bien?
—Sí,
bastante bien. ¡Oh, Laurie! —exclamó cogiéndole del brazo y
apretándose contra él.
—Vaya,
no estarás llorando, ¿verdad? —Preguntó su hermano.
Laura
negó con la cabeza. Pero lloraba.
Laurie
le echó un brazo al hombro.
—No
llores —dijo su voz cálida, cariñosa—. ¿Ha sido horrible?
—No
—sollozó ella—. Ha sido maravilloso. Pero Laurie… —Se detuvo
y miró a su hermano—. ¿No es la vida… —balbuceó—, no es la
vida…? —Pero era incapaz de explicar lo que la vida era. No
importaba. Laurie la había comprendido.
—Lo
es, querida —dijo él.
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