Recibí carta de un antiguo
compañero de universidad, un aristócrata, un acaudalado
terrateniente. Me invitaba a su finca.
Yo sabía que el hombre estaba
muy enfermo, ciego y medio impedido, que apenas podía andar... Y fui
a verlo.
Me lo encontré en una avenida
de su enorme parque. Arrebujado en una pelliza, aunque estábamos en
pleno verano, enclenque y corcovado, con unas lentes verdes
protegiéndole los ojos, era llevado en una silla de ruedas por dos
lacayos enfundados en ricas libreas...
—Le doy la bienvenida,
—profirió con voz sepulcral—, a mi heredad, aquí, a la sombra
de mis árboles centenarios.
Sobre su cabeza extendía su
inmensa copa un poderoso roble milenario.
Y pensé: «¿Oyes eso, gigante
milenario? Ese gusano mediomuerto, que se arrastra a tus pies, ¡te
llama «mi árbol»!
En ese instante corrió una
ligera brisa, haciendo susurrar el tupido follaje del gigante... Y me
pareció que el viejo roble dejó escapar un risa queda y bondadosa,
respondiendo tanto a mi pensamiento, como a la presunción del
enfermo.
Poemas en prosa, 1994.
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