domingo, 3 de julio de 2022

Los pueblos silenciosos. Ray Bradbury.

A orillas del seco mar marciano se alzaba un pequeño pueblo blanco, silencioso y desierto. No había nadie en las calles. Unas luces solitarias brillaban todo el día en los edificios. Las puertas de las tiendas estaban abiertas de par en par, como si la gente hubiera salido rápidamente sin cerrar con llave. Las revistas traídas de la Tierra hacía ya un mes en el cohete plateado, aleteaban al viento, intactas, ennegreciéndose en los estantes de alambre frente a las droguerías.
El pueblo estaba muerto; las camas vacías y heladas. Sólo se oía el zumbido de las líneas eléctricas y de las dinamos automáticas, todavía vivas. El agua desbordaba en bañeras olvidadas, corría por habitaciones y porches, y nutría las flores descuidadas de los jardines. En los teatros a oscuras, las gomas de mascar que aún conservaban las marcas de los dientes se endurecían debajo de los asientos.
Más allá del pueblo había una pista de cohetes. Allí donde la última nave se había elevado entre llamaradas hacia la Tierra, se podía respirar aún el olor penetrante del suelo calcinado. Si se ponía una moneda en el telescopio y se apuntaba hacia el cielo, quizá pudieran verse las peripecias de la guerra terrestre. Quizá pudiera verse cómo estallaba Nueva York. Quizá pudiera verse la ciudad de Londres, cubierta por una nueva especie de niebla. Quizá pudiera comprenderse, entonces, por qué habían abandonado este pueblecito marciano. La evacuación, ¿había sido muy rápida? Bastaba entrar en una tienda cualquiera y apretar la tecla de la caja registradora. Los cajones asomaban tintineando con monedas brillantes. La guerra terrestre era sin duda algo terrible.
Por las desiertas avenidas del pueblo, silbando suavemente y empujando a puntapiés, con profunda atención, una lata vacía, avanzó un hombre alto y flaco. Los ojos le brillaban con una mirada oscura, mansa y solitaria. Movía las manos huesudas dentro de los bolsillos, repletos de monedas nuevas. De vez en cuando tiraba alguna al suelo, riendo entre dientes, y seguía caminando, regando todo con monedas brillantes.
Se llamaba Walter Gripp. En las lejanas colinas azules tenía un lavadero de oro y una cabaña, y cada dos semanas bajaba al pueblo y buscaba una mujer callada e inteligente con quien pudiera casarse. Durante varios años había vuelto a la cabaña decepcionado y solo. ¡Y la semana anterior había encontrado el pueblo en este estado!
Se había sorprendido tanto que había entrado rápidamente en una tienda de comestibles y había pedido un sándwich triple de carne.
—¡Voy! —gritó con una servilleta en un brazo.
Se movió con rapidez, sacando de algún sitio unos embutidos y unas rodajas de pan de la víspera, quitó el polvo de una mesa, se invitó a sí mismo a sentarse, y comió hasta que tuvo que buscar una droguería donde pidió bicarbonato. El droguero, el propio Walter Gripp, se lo sirvió en seguida, con una cortesía asombrosa.
Luego se metió en los jeans todo el dinero que pudo encontrar, cargó un cochecito de niño con billetes de diez dólares y se fue traqueteando por las calles del pueblo. Al llegar a los suburbios comprendió que estaba haciendo tonterías. No necesitaba dinero. Llevó los billetes de diez dólares a donde los había encontrado, sacó un dólar de su propia billetera —el precio de los sándwiches— lo metió en la caja registradora, añadiendo como propina una moneda de veintiocho centavos.
Aquella noche disfrutó de un baño turco caliente, un sabroso bistec adornado de setas delicadas, un jerez seco importado, y fresas con vino. Luego se puso un traje de franela azul y un sombrero de fieltro que se le balanceaba de un modo extraño en la cima de la afilada cabeza. Metió una moneda en un fonógrafo automático, que tocó Aquella mi vieja pandilla, y echó otras veinte monedas en otros veinte fonógrafos del pueblo. Las calles solitarias y la noche se llenaron de la música triste de Aquella mi vieja pandilla, mientras el alto, delgado y solo, Walter Gripp se paseaba con las manos frías en los bolsillos acompañado por el leve crujido de un par de zapatos nuevos.
Pero todo esto había ocurrido la semana anterior. Ahora dormía en una cómoda casa de la avenida Marte, se levantaba a las nueve, se bañaba y recorría perezosamente el pueblo en busca de unos huevos con jamón. Todas las mañanas congelaba una tonelada de carne, verduras y tartas de crema de limón; cantidad suficiente para diez años, hasta que los cohetes volvieran de la Tierra, si volvían.
Ahora, esta noche, se paseaba arriba y abajo mirando las hermosas y sonrosadas mujeres de cera de los coloridos escaparates. Por primera vez comprendió qué muerto estaba el pueblo. Se sirvió un vaso de cerveza y sollozó en voz baja.
—Bueno —dijo—, estoy realmente solo.
Entró en el teatro Elite para proyectarse una película y distraer su soledad. En el teatro vacío y hueco, parecido a una tumba, unos espectros grises y negros se arrastraron por la vasta pantalla. Estremeciéndose, huyó de aquel lugar fantasmagórico.
Atravesaba deprisa una calle lateral, ya decidido a volver a casa, cuando de pronto oyó el campanilleo de un teléfono. Escuchó.
—En una casa está sonando un teléfono —se dijo.
Apresuró el paso.
—Alguien tendría que contestar ese teléfono —musitó.
Se sentó ociosamente en el borde de la acera para sacarse una piedra del zapato.
—¡Alguien! —gritó de pronto, incorporándose de un salto—. ¡Yo! Dios mío, ¿qué me ocurre?
Miró alrededor. ¿Qué casa? Aquélla.
Corrió por el césped, subió las escaleras, entró en la casa, bajó a un vestíbulo oscuro.
Arrebató el auricular.
—¡Hola!
Buzzzzzzzzz.
—¡Hola! ¡Hola!
Habían colgado.
—¡Hola! —gritó, y golpeó el teléfono—. ¡Idiota, estúpido! —se gritó a sí mismo—. ¡Sentado en la acera, como un condenado idiota! —Sacudió el aparato—. ¡Suena, suena otra vez! ¡Vamos!
No había pensado que en Marte pudiera haber otros hombres. No había visto a nadie en toda la semana y había imaginado que los otros pueblos estaban tan desiertos como éste.
Ahora, mirando el horrible aparato telefónico, negro y pequeño, se estremeció de pies a cabeza. Una vasta red unía todos los pueblos de Marte. ¿De cuál de las treinta ciudades había venido la llamada?
No lo sabía.
Esperó. Fue a tientas hasta la cocina, descongeló unas frambuesas, y comió desconsoladamente.
—No había nadie en el otro extremo de la línea —murmuró—. Un poste cayó en alguna parte y el teléfono sonó solo.
Pero ¿no había oído un clic? Alguien había colgado, muy lejos.
Durante el resto de la noche no se movió del vestíbulo.
—No por el teléfono —se dijo a sí mismo—. No tengo otra cosa que hacer.
Escuchó el tictac de su reloj.
—Ella no volverá a telefonear —dijo—. No llamará nunca más a un número que no contesta. ¡Quizás en este momento marca otros números de otras casas del pueblo! Y aquí estoy yo sentado… ¡Un minuto! —Se rió—. ¿Por qué estoy diciendo «ella»? —Parpadeó—. Lo mismo podía haber sido «él».
El corazón le latió más lentamente. Se sentía decepcionado y decaído. Le hubiera gustado tanto que fuera «ella».
Salió de la casa y se detuvo en medio de la calle a la débil luz del alba.
Escuchó. Ningún sonido. Ni pájaros, ni coches. Sólo el corazón que le golpeaba el pecho: un latido, una pausa, y otra vez un latido. Escuchaba con tanta atención que le dolía la cara. El viento soplaba gentilmente, oh, tan gentilmente sacudiéndole los faldones de la chaqueta.
—Calla… —susurró—. Escucha.
Se balanceó moviéndose en un círculo lento, volviendo la cabeza de una casa silenciosa a otra.
Telefoneará a otros números y luego a otros, pensó. Ha de ser una mujer. ¿Por qué? Sólo una mujer podría estar llamando y llamando. Un hombre no. Un hombre es más independiente. ¿He telefoneado yo a alguien? No. Ni se me ha ocurrido. Ha de ser una mujer. ¡Tiene que ser una mujer, por Dios!
Escucha.
Lejos, bajo las estrellas, sonó un teléfono.
Walter Gripp echó a correr. Se detuvo y escuchó. La campanilla sonaba débilmente. Corrió unos pasos más. La llamada era ahora más clara. Se precipitó por una callejuela. ¡Más aún! Pasó delante de seis casas, y otras seis. ¡Más y más clara! Eligió una casa. La puerta estaba cerrada con llave.
El teléfono sonaba dentro.
—¡Maldita sea!
Gripp sacudió el picaporte.
El teléfono chilló.
Gripp lanzó una silla del porche contra la ventana del vestíbulo y saltó detrás de la silla.
Antes de que Gripp lo tocara, el teléfono dejó de sonar.
Walter Gripp recorrió la casa, destrozó los espejos, arrancó los cortinajes y pateó el horno de la cocina. Al fin, agotado, tomó la delgada guía telefónica de Marte. Cincuenta mil nombres.
Comenzó por el primero. Amelia Ames. Llamó a su número, en Nueva Chicago, a ciento cincuenta kilómetros, del otro lado del mar muerto.
No contestaron.
El segundo abonado vivía en Nueva Nueva York, a ocho mil kilómetros, más allá de las montañas azules.
No contestaron.
Llamó al tercero, al cuarto, al quinto, al sexto, al séptimo y al octavo, con dedos temblorosos, que sostenían apenas el receptor.
—¿Hola? —contestó una voz de mujer.
—¡Hola! ¡Hola! —le gritó Walter.
—Aquí el contestador automático —recitó la misma voz—. La señorita Helen Arasumian no está en casa. ¿Quiere usted dejar un mensaje para que ella lo llame? ¿Hola? Aquí el contestador automático. La señorita Helen Arasumian no está en casa. ¿Quiere usted dejar un mensaje?
Walter Gripp colgó el auricular.
Se quedó sentado, torciendo la boca.
Un instante después llamaba al mismo número.
—Cuando vuelva la señorita Helen Arasumian, dígale que se vaya al diablo.
Llamó a las centrales telefónicas de Empalme Marte, Nueva Boston, Arcacia y Ciudad Roosevelt, pues era lógico que la gente llamara desde esos lugares. Se comunicó luego con los ayuntamientos y las otras oficinas públicas de los pueblos. Telefoneó a los mejores hoteles. A las mujeres les gustaba el lujo.
De pronto dejó de llamar y batió las palmas, echándose a reír. ¡Por supuesto! Buscó en la guía telefónica y llamó al mayor salón de belleza de la ciudad de Nueva Texas. ¡Sólo en uno de esos diamantinos y aterciopelados salones podía entretenerse una mujer! Allí estaría, con una capa de barro sobre la cara o sentada bajo un secador.
El teléfono sonó. Alguien en el otro extremo de la línea levantó el auricular.
—¿Hola? —dijo una voz de mujer.
—Si es una grabación —anunció Walter Gripp— iré ahí y haré pedazos el lugar.
—No es una grabación —dijo la voz—. ¡Hola! ¡Hola! ¡Oh, hay alguien vivo! ¿Dónde está usted?
La mujer gritó, deleitada.
Walter Gripp casi tuvo un colapso.
—¡Usted! —dijo tambaleándose con los ojos extraviados—. Dios santo, qué suerte, ¿cómo se llama?
—Genevieve Selsor. —La mujer sollozó en el receptor—. ¡Oh, me siento tan contenta al escucharlo, quienquiera que usted sea!
—Walter Gripp.
—¡Walter, hola, Walter!
—Hola, Genevieve.
—¡Walter! Qué nombre tan bonito. Walter, Walter.
—Gracias.
—¿Dónde estás, Walter?
La voz de mujer era tan dulce, tan amable y delicada… Walter apretó el auricular contra la oreja para que ella pudiera murmurarle dulcemente en el oído. Sintió que se le aflojaban las piernas. Le ardían las mejillas.
—Estoy en el pueblo Marlin…
Un zumbido.
—¿Hola? —dijo Gripp.
Un zumbido.
Sacudió la horquilla. Nada.
En alguna parte el viento había derribado un poste. Genevieve Selsor había llegado y había desaparecido con idéntica rapidez.
Gripp llamó de nuevo, pero la línea estaba muerta.
—De todos modos ya sé dónde encontrarla.
Salió corriendo de la casa. Sacó del garaje del desconocido, marcha atrás, el coche-escarabajo. El sol se elevaba en el cielo cuando cargó en el asiento de atrás la comida que había en la casa, y partió carretera abajo a ciento veinte kilómetros por hora, hacia la ciudad de Nueva Texas. «Mil quinientos kilómetros —pensó—. Genevieve Selsor, no te muevas, ¡muy pronto tendrás noticias mías!»
Fuera del pueblo tocó la bocina en todas las vueltas del camino. A la puesta del sol, después de una jornada agotadora en el volante, se detuvo al borde del camino, se sacó los zapatos, se tumbó en el asiento y deslizó el sombrero gris sobre los ojos fatigados. Sopló el viento, y las estrellas brillaron suavemente sobre él en el nuevo crepúsculo. Alrededor se elevaban las milenarias montañas de Marte. La luz estelar se reflejó en las torres de un pueblecito marciano que se alzaba en las colinas azules, no más grande que un juego de ajedrez.
Entre dormido y despierto, Gripp murmuraba: Genevieve. Genevieve. Oh, Genevieve, dulce Genevieve, cantó suavemente, los años vendrán, los años se irán, pero Genevieve, dulce Genevieve… Tenía una sensación de calor. Oía aún la voz fresca y dulce que susurraba, cantando: ¡Hola, oh hola! ¡Walter! No es una grabación. ¿Dónde estás, Walter? ¿Dónde estás?
Suspiró y alargó una mano hacia Genevieve a la luz de la luna. Los largos y oscuros cabellos flotaban en el viento. Eran muy hermosos. Y los labios, como rojas pastillas de menta. Y las mejillas, como rosas recién cortadas. Y el cuerpo, como una neblina clara y suave. Y la tibia y dulce voz le cantaba una vez más la vieja y triste canción: Oh, Genevieve, dulce Genevieve, los años vendrán, los años se irán…
Se quedó dormido.
Llegó a Nueva Texas a medianoche.
Se detuvo, frente al Salón de Belleza Deluxe, gritando.
Genevieve aparecería en seguida, toda perfumes, toda risas.
No salió nadie.
—Estará dormida. —Gripp se acercó a la puerta—. ¡Aquí estoy! —llamó—. ¡Hola, Genevieve!
El pueblo dormía en el silencio del doble claro de luna. En alguna parte el viento sacudió un toldo.
Walter empujó la puerta de vidrio y entró en el salón.
—¡Eh! —dijo con una risa inquieta—. No te escondas. ¡Sé que estás ahí!
Escudriñó todos los compartimientos.
Encontró un pañuelo minúsculo en el suelo. El perfume era tan dulce que Gripp trastabilló.
—Genevieve —dijo.
Recorrió en coche las calles, pero no vio a nadie.
—Si es una broma…
Aminoró la velocidad.
—Espera un momento. La charla se cortó bruscamente. Quizás ella fue a Marlin mientras yo venía a Nueva Texas. Habrá tomado la antigua carretera marítima. Nos desencontramos en el camino. ¿Cómo iba a saber que yo vendría a buscarla? No se lo dije. Y cuando la línea se cortó, ¡tuvo tanto miedo que corrió a Marlin a buscarme! Y mientras, ¡yo aquí, Señor, qué tonto soy!
Golpeó la bocina y salió disparado del pueblo.
Condujo durante toda la noche.
¿Y si no está esperándome en Marlin?, pensó. No. Ella tenía que estar en Marlin. Y él correría hacia ella, la abrazaría y hasta la besaría, en la boca, una vez.
Genevieve, dulce Genevieve, silbó y lanzó el coche a ciento cincuenta kilómetros por hora.
Al amanecer, Marlin estaba tranquilo. Unas luces amarillas brillaban aún en algunas tiendas, y un fonógrafo automático que había sonado continuamente durante cien horas calló al fin con un chasquido eléctrico. El silencio era ahora total. El sol calentaba las calles y el cielo helado y vacío.
Walter entró en la calle principal con los faros todavía encendidos y dio un doble bocinazo: seis veces en una esquina, otras seis en la siguiente. Estaba pálido, fatigado; las manos le resbalaban sobre el volante húmedo.
—¡Genevieve! —gritó en la calle desierta.
Se abrió la puerta de un salón de belleza. Walter detuvo el coche.
—¡Genevieve!
Corrió atravesando la calle. Genevieve Selsor lo esperaba en el umbral. Sostenía en los brazos una caja de bombones de chocolate. Los dedos que acariciaban la caja eran rollizos y pálidos. Salió del umbral y la luz reveló una cara redonda, con ojos como huevos enormes, hundidos en una masa blanca de miga de pan. Las piernas eran grandes y redondas como tocones de árbol. Caminaba con paso desmañado. El pelo, de indefinido color pardusco, parecía haber sido hecho y rehecho como un nido de pájaros. No tenía labios, y como compensación llevaba estampadas en la cara unas grandes rayas rojas y grasientas, que tan pronto se abrían en una deleitada sonrisa, como se cerraban en una expresión de repentina alarma. Las cejas depiladas eran como finas antenas.
Walter se detuvo. Dejó de sonreír. Se quedó mirándola.
La caja de bombones cayó a la acera.
—¿Eres tú Genevieve Selsor? —preguntó Walter. Le zumbaban los oídos.
—¿Eres tú Walter Griff?
—Gripp.
—Gripp —se corrigió ella.
—¿Cómo estás? —preguntó Walter con una voz ahogada.
Genevieve le estrechó la mano.
—¿Cómo estás?
Tenía los dedos untados de chocolate.
—Bueno —dijo Walter Gripp.
—¿Qué? —preguntó Genevieve Selsor.
—He dicho «bueno» —dijo Walter.
—Oh.
Eran las ocho de la noche. Habían pasado el día en el campo y Walter preparó para la cena un filete de lomo que a ella no le gustó, primero porque estaba crudo, y luego porque estaba demasiado asado o quemado, o algo similar. Walter se rió y dijo:
—Vamos a ver una película.
Ella dijo que le parecía bien y apoyó los dedos sucios de chocolate en el brazo de Walter. Pero sólo quería ver esa película de Clark Gable, de hacía cincuenta años.
—¿No te parece verdaderamente estupendo? —preguntaba con una risita—. ¿No te parece estupendo? —La película terminó—. Pásala otra vez —ordenó ella.
—¿Otra vez? —preguntó él.
—Otra vez —dijo ella. Y cuando Walter volvió a la butaca, Genevieve se apretó contra él, acariciándole el cuerpo torpemente con manos como zarpas—. No eres exactamente lo que yo esperaba, pero eres simpático —admitió.
—Gracias —dijo él, tragando saliva.
—¡Oh, ese Gable! —dijo Genevieve pellizcándole una pierna.
Después de la película fueron de compras por las calles silenciosas. Genevieve rompió un escaparate donde había varios vestidos y se puso el más ostentoso. Se volcó un frasco de perfume en la cabeza y pareció un perro mojado.
—¿Cuántos años tienes? —le preguntó Walter.
Genevieve, chorreando perfume, lo arrastró por la calle.
—Adivina.
—Oh, treinta.
—Pues bien —anunció ella muy tiesa—, sólo tengo veintisiete. Mira, ¡otra tienda de dulces! Francamente, desde que estalló la guerra llevo una vida bien regalada. Nunca me gustó mi familia. Eran todos unos tontos. Se fueron a la Tierra hace dos meses. Yo iba a embarcar en el último cohete, pero preferí quedarme, ¿sabes por qué?
—¿Por qué?
—Porque todos se metían conmigo. Por eso me quedé; para echarme perfume encima el día entero y beber diez mil cervezas y comer dulces y bombones sin que la gente me esté diciendo: «¡Oh, cuidado, eso tiene muchas calorías!». Y aquí estoy.
Walter cerró los ojos.
—Y aquí estás.
—Se ha hecho tarde —dijo Genevieve mirándolo.
—Sí.
—Estoy cansada.
—Es curioso; yo estoy muy despejado.
—Oh —dijo ella.
—Seguiría en pie toda la noche. En Mikes hay un buen disco. Ven, lo pondré para ti.
—Estoy cansada.
Genevieve lo miró con ojos astutos y brillantes.
—Qué raro. Yo en cambio estoy muy despierto —dijo Walter.
—Ven conmigo al salón de belleza. Quiero enseñarte algo.
Genevieve lo hizo pasar por la puerta de vidrio, y lo empujó hasta una caja blanca.
—Cuando vine de Nueva Texas traje esto —dijo desatando una cinta rosada—. Pensé: Soy la única dama en Marte y allá está el único hombre y… bueno. —Levantó la tapa de la caja y desdobló unos crujientes y rosados papeles de seda—. Mira.
Walter Gripp miró.
—¿Qué es? —preguntó estremeciéndose.
—¿No lo ves, tonto? Todo encajes, todo blanco, todo hermoso y lo demás.
—No, no sé qué es.
—¡Un traje de novia, tonto!
—¿De veras? —tartamudeó Walter.
Cerró los ojos. La voz de Genevieve era suave, fresca y dulce como en el teléfono, pero cuando abría los ojos y la miraba…
Dio un paso atrás.
—Qué bonito.
—¿No es cierto?
—Genevieve. —Walter miró hacia la puerta.
—¿Qué?
—Tengo que decirte una cosa.
Genevieve se le acercó. Una espesa nube de perfume le envolvía la cara redonda y blanca.
—¿Qué?
—Lo que tengo que decirte es…
—¿Qué?
—¡Adiós!
Y antes que Genevieve gritara, Walter Gripp ya estaba fuera del salón y se había metido en el coche.
Genevieve corrió detrás y se detuvo en el borde de la acera. Walter puso el motor en marcha.
—¡Walter Griff, vuelve! —gimió Genevieve agitando los brazos.
—Gripp —corrigió él.
—¡Gripp! —gritó ella.
El coche echó a correr por la calle silenciosa, indiferente a los gritos y pataleos de la mujer. El humo del tubo de escape movió el vestido blanco que Genevieve apretaba contra las manos regordetas, y las estrellas brillaron, y el coche se alejó en el desierto, perdiéndose en la oscuridad.
Walter Gripp viajó sin detenerse durante tres noches y tres días. Una vez le pareció que lo seguía otro coche, y sudando, estremeciéndose, tomó un camino lateral, y atravesando el solitario mundo marciano, dejó atrás las ciudades muertas y siguió y siguió una semana y un día más, hasta que hubo quince mil kilómetros entre él y la ciudad de Marlin. Entonces se detuvo en un pueblo pequeño llamado Holtville Springs, donde había unas tiendas diminutas que él podía iluminar de noche y unos restaurantes donde se sentaba a esperar la comida. Y desde entonces vivió allí con dos grandes congeladoras, provisiones para cien años, cigarros para diez mil días y una buena cama con un mullido colchón.
Y si de vez en cuando, a lo largo de los años, suena el teléfono, él no contesta.

Crónicas marcianas. 1950.
 

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