¿Cómo se llama?
-Porfirio.
¿Quiénes
son sus padres?
-Antonio
y Margarita.
¿Dónde
nació?
-En
América.
¿Qué
edad tiene?
-Treinta
y tres años.
¿Soltero
o casado?
-Soltero.
¿Oficio?
-Albañil.
¿Sabe
que se le acusa de haber dado muerte a la hija de su patrona?
-Sí,
lo sé.
¿Tiene
algo más que declarar?
-Que
soy inocente.
El
juez entonces mira vagamente al acusado y le dice:
-Usted
no se llama Porfirio; usted no tiene padres que se llamen Antonio y
Margarita; usted no nació en América; usted no tiene treinta y tres
años; usted no es soltero; usted no es albañil; usted no ha dado
muerte a la hija de su patrona; usted no es inocente.
-¿Qué
soy entonces? –exclama el acusado.
Y
el juez, que lo sigue mirando vagamente, le responde:
-Un
hombre que cree llamarse Porfirio; que sus padres se llaman Antonio y
Margarita; que ha nacido en América; que tiene treinta y tres años;
que es soltero; que es albañil; que ha dado muerte a la hija de su
patrona; que es inocente.
-Pero
estoy acusado –objeta el albañil-. Hasta que no se prueben los
hechos estaré amenazado de muerte.
-Eso
no importa –contesta el juez, siempre con su vaguedad
característica-. ¿No es esa misma acusación tan inexistente como
todas sus respuestas al interrogatorio? ¿Como el interrogatorio
mismo?
-¿Y
la sentencia?
-Cuando
ella se dicte, habrá desaparecido para usted la última oportunidad
de comprenderlo todo –dice el juez; y su voz parece emitida como
desde un megáfono.
-¿Estoy,
pues, condenado a muerte? –gimotea el albañil-. Juro que soy
inocente.
-No;
acaba usted de ser absuelto. Pero veo con infinito horror que usted
se llama Porfirio; que sus padres son Antonio y Margarita; que nació
en América; que tiene treinta y tres años; que es soltero; que es
albañil; que está acusado de haber dado muerte a la hija de su
patrona; que es inocente; que ha sido absuelto, y que, finalmente,
está usted perdido.
Muecas para escribientes, 1968.
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