jueves, 6 de mayo de 2021

Los mendigos. Lord Dunsany.

Bajaba por Piccadilly no hace mucho, recordando canciones de cuna y añorando viejos romances.
Al ver a los tenderos ir y venir con sus negras blusas y sus sombreros negros, recordé el verso, viejo en los anales de la poesía infantil: Los mercaderes de Londres van vestidos de escarlata.
¡Todas las calles estaban tan poco románticas, tan espantosas! Nada podía hacerse por ellas, pensé, nada. Interrumpiéronme en mis pensamientos los ladridos de los perros. Todos los perros de la calle parecían estar ladrando, todas las clases de perros, no sólo los pequeños, sino los grandes también. Los perros ladraban contra el Este, hacia el camino que yo traía. Me volví para mirar y tuve esta visión, en Piccadilly, en el lado opuesto a las casas, después que cruzan ustedes la fila de coches.
Altos hombres encorvados bajaban por la calle envueltos en capas maravillosas. Todos eran de rostro pálido y de negra cabellera, y la mayor parte con extrañas barbas. Andaban pausadamente, apoyados en báculos, y tendían sus manos en demanda de limosna.
Todos los mendigos habían bajado a la ciudad.
Yo les hubiera dado un doblón de oro grabado con las torres de Castilla, pero no tenía semejante moneda. No parecían gentes a quienes fuese propio ofrecer la misma moneda que se saca para pagar el taxi. (¡Oh maravillosa palabra contrahecha, seguramente palabra de paso en alguna parte de una Orden siniestra!) Unos vestían capas color púrpura con anchos embozos verdes, y el verde embozo era en algunas una estrecha franja; y otros llevaban capas de viejo y marchito rojo, y otros capas violeta, y ninguna era negra. Pedían elegantemente, como los dioses podrían pedir almas.
Me detuve junto a un farol, y vinieron hacia él, y uno le habló, llamándole hermano farol; y dijo: «¡Oh farol, nuestro hermano de la sombra! ¿Hay muchos naufragios para ti en la mareas de la noche? No duermas, hermano; no duermas. Hubo muchos naufragios y no fueron para ti. »
Era extraño: nunca había pensado en la majestad del farol callejero y en su larga vigilancia sobre los hombres descarriados. Pero el farol no era indigno de la atención de aquellos embozados extranjeros.
Uno de ellos murmuró a la calle: «¿Estás cansada, calle? Sin embargo, no tardarán mucho en andarte por encima y vestirte de alquitrán y briquetas de madera. Ten paciencia, calle. Ya vendrá el terremoto.»
«¿Quiénes sois —preguntaba la gente— y de dónde venís?»
«¿Quién puede decir quiénes somos —respondieron— o de dónde venimos?»
Y uno de ellos volvióse hacia las ahumadas casas, diciendo: «Benditas sean las casas, porque dentro de ellas sueñan los hombres.»
Entonces percibí lo que jamás había pensado: que todas aquellas casas absortas no eran iguales, sino diferentes unas de otras, porque todas soñaban sueños diferentes.
Y otro se volvió hacia un árbol que estaba junto a la verja de Green Park, diciendo: «Alégrate, árbol, porque los campos volverán de nuevo.»
Y entre tanto ascendía el feo humo, el humo que ha ahogado la fábula y ennegrecido a los pájaros. A éste, pensé, ni pueden alabarle ni bendecirle. Pero cuando le vieron, levantaron hacia él sus manos, hacia los miles de chimeneas, diciendo: «Contemplemos el humo. Los viejos bosques de carbón que han yacido tanto tiempo en la oscuridad, y que yacerán tanto tiempo todavía, están danzando ahora y volviendo hacia el sol. No te olvidamos, hermana tierra, y te deseamos la alegría del sol.»
Había llovido, y un triste arroyuelo destilaba de una sucia gotera. Venía de montones de despojos inmundos y olvidados; había recogido en su camino cosas que fueron desechadas, y encaminábase a sombrías alcantarillas desconocidas del hombre y del sol. Este taciturno arroyuelo era una de las causas que me habían movido a decirme en mi corazón que la Ciudad era vil, que la belleza había muerto en ella, y huido la Fantasía.
Y aun a esta cosa bendecían los mendigos. Y uno que llevaba capa púrpura con un ancho embozo verde dijo: «Hermano, conserva la esperanza aún, porque seguramente has de ir al fin al deleitoso mar y encontrar allí los pesados, enormes navíos muy viajados, y gozarte junto a las islas que conocen el sol de oro.» Así bendecían la gotera, y yo no sentía deseos de burlarme.
Y a la gente que pasaba al lado con sus negras, malparecidas chaquetas, y sus desdichados, monstruosos y brillantes sombreros, también la bendecían los mendigos. Uno de ellos dijo a uno de estos oscuros ciudadanos: «¡Oh tú, mellizo de la noche, con tus pintas de blanco en las muñecas y en el cuello como las desparramadas estrellas de la noche! ¡Qué espantosamente velas de negro tus ocultos insospechados deseos! Hay en ti hondos pensamientos que no quieren alegrarse con el color, que dicen «no» al púrpura y «apártate» al verde adorable. Tú tienes salvajes impulsos que requieren ser domados con negro, y terribles imaginaciones que deben ser encubiertas de ese modo. ¿Tiene tu alma sueños de los ángeles y de los muros del palacio de las hadas, que has guardado tan secretamente por temor de que ofusquen a los pasmados ojos? Así Dios oculta en lo profundo el diamante bajo millas de barro.
»La maravilla de ti no es dañada por la alegría.
»Mira que eres muy secreto.
»Sé maravilloso. Vive lleno de misterio.»
Pasó silenciosamente el hombre de la blusa negra. Y yo vine a entender, cuando el purpúreo mendigo hubo hablado, que el negro ciudadano tal vez había traficado con la India, que en su corazón había extrañas y mudas ambiciones, que su mudez estaba fundada por solemne rito en las raíces de antigua tradición, que podía ser vencida un día por un rumor alegre de la calle y por alguien que cantase una canción, y que cuando este mercader hablara, podían abrírsele grietas al mundo y la gente atisbar por ellas al abismo.
Y entonces, volviéndose hacia Green Park, adonde aún no había llegado la primavera, extendieron los mendigos sus manos, y mirando a la helada hierba y a los árboles todavía sin brotes, cantando a coro, profetizaron los narcisos.
Un autobús bajaba por la calle pasando casi por encima de los perros que aún ladraban furiosamente. Bajaba sonando su bocina clamorosa.
Y la visión se desvaneció.

Cuentos de un soñador, 1910.
 

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