Bajaba por Piccadilly no hace mucho, recordando canciones de cuna y
añorando viejos romances.
Al ver a los
tenderos ir y venir con sus negras blusas y sus sombreros negros,
recordé el verso, viejo en los anales de la poesía infantil: Los
mercaderes de Londres van vestidos de escarlata.
¡Todas las calles
estaban tan poco románticas, tan espantosas! Nada podía hacerse por
ellas, pensé, nada. Interrumpiéronme en mis pensamientos los
ladridos de los perros. Todos los perros de la calle parecían estar
ladrando, todas las clases de perros, no sólo los pequeños, sino
los grandes también. Los perros ladraban contra el Este, hacia el
camino que yo traía. Me volví para mirar y tuve esta visión, en
Piccadilly, en el lado opuesto a las casas, después que cruzan
ustedes la fila de coches.
Altos hombres
encorvados bajaban por la calle envueltos en capas maravillosas.
Todos eran de rostro pálido y de negra cabellera, y la mayor parte
con extrañas barbas. Andaban pausadamente, apoyados en báculos, y
tendían sus manos en demanda de limosna.
Todos los mendigos
habían bajado a la ciudad.
Yo les hubiera dado
un doblón de oro grabado con las torres de Castilla, pero no tenía
semejante moneda. No parecían gentes a quienes fuese propio ofrecer
la misma moneda que se saca para pagar el taxi. (¡Oh maravillosa
palabra contrahecha, seguramente palabra de paso en alguna parte de
una Orden siniestra!) Unos vestían capas color púrpura con anchos
embozos verdes, y el verde embozo era en algunas una estrecha franja;
y otros llevaban capas de viejo y marchito rojo, y otros capas
violeta, y ninguna era negra. Pedían elegantemente, como los dioses
podrían pedir almas.
Me detuve junto a un
farol, y vinieron hacia él, y uno le habló, llamándole hermano
farol; y dijo: «¡Oh farol, nuestro hermano de la sombra! ¿Hay
muchos naufragios para ti en la mareas de la noche? No duermas,
hermano; no duermas. Hubo muchos naufragios y no fueron para ti. »
Era extraño: nunca
había pensado en la majestad del farol callejero y en su larga
vigilancia sobre los hombres descarriados. Pero el farol no era
indigno de la atención de aquellos embozados extranjeros.
Uno de ellos murmuró
a la calle: «¿Estás cansada, calle? Sin embargo, no tardarán
mucho en andarte por encima y vestirte de alquitrán y briquetas de
madera. Ten paciencia, calle. Ya vendrá el terremoto.»
«¿Quiénes sois
—preguntaba la gente— y de dónde venís?»
«¿Quién puede
decir quiénes somos —respondieron— o de dónde venimos?»
Y uno de ellos
volvióse hacia las ahumadas casas, diciendo: «Benditas sean las
casas, porque dentro de ellas sueñan los hombres.»
Entonces percibí lo
que jamás había pensado: que todas aquellas casas absortas no eran
iguales, sino diferentes unas de otras, porque todas soñaban sueños
diferentes.
Y otro se volvió
hacia un árbol que estaba junto a la verja de Green Park, diciendo:
«Alégrate, árbol, porque los campos volverán de nuevo.»
Y entre tanto
ascendía el feo humo, el humo que ha ahogado la fábula y
ennegrecido a los pájaros. A éste, pensé, ni pueden alabarle ni
bendecirle. Pero cuando le vieron, levantaron hacia él sus manos,
hacia los miles de chimeneas, diciendo: «Contemplemos el humo. Los
viejos bosques de carbón que han yacido tanto tiempo en la
oscuridad, y que yacerán tanto tiempo todavía, están danzando
ahora y volviendo hacia el sol. No te olvidamos, hermana tierra, y te
deseamos la alegría del sol.»
Había llovido, y un
triste arroyuelo destilaba de una sucia gotera. Venía de montones de
despojos inmundos y olvidados; había recogido en su camino cosas que
fueron desechadas, y encaminábase a sombrías alcantarillas
desconocidas del hombre y del sol. Este taciturno arroyuelo era una
de las causas que me habían movido a decirme en mi corazón que la
Ciudad era vil, que la belleza había muerto en ella, y huido la
Fantasía.
Y aun a esta cosa
bendecían los mendigos. Y uno que llevaba capa púrpura con un ancho
embozo verde dijo: «Hermano, conserva la esperanza aún, porque
seguramente has de ir al fin al deleitoso mar y encontrar allí los
pesados, enormes navíos muy viajados, y gozarte junto a las islas
que conocen el sol de oro.» Así bendecían la gotera, y yo no
sentía deseos de burlarme.
Y a la gente que
pasaba al lado con sus negras, malparecidas chaquetas, y sus
desdichados, monstruosos y brillantes sombreros, también la
bendecían los mendigos. Uno de ellos dijo a uno de estos oscuros
ciudadanos: «¡Oh tú, mellizo de la noche, con tus pintas de blanco
en las muñecas y en el cuello como las desparramadas estrellas de la
noche! ¡Qué espantosamente velas de negro tus ocultos insospechados
deseos! Hay en ti hondos pensamientos que no quieren alegrarse con el
color, que dicen «no» al púrpura y «apártate» al verde
adorable. Tú tienes salvajes impulsos que requieren ser domados con
negro, y terribles imaginaciones que deben ser encubiertas de ese
modo. ¿Tiene tu alma sueños de los ángeles y de los muros del
palacio de las hadas, que has guardado tan secretamente por temor de
que ofusquen a los pasmados ojos? Así Dios oculta en lo profundo el
diamante bajo millas de barro.
»La maravilla de ti
no es dañada por la alegría.
»Mira que eres muy
secreto.
»Sé maravilloso.
Vive lleno de misterio.»
Pasó
silenciosamente el hombre de la blusa negra. Y yo vine a entender,
cuando el purpúreo mendigo hubo hablado, que el negro ciudadano tal
vez había traficado con la India, que en su corazón había extrañas
y mudas ambiciones, que su mudez estaba fundada por solemne rito en
las raíces de antigua tradición, que podía ser vencida un día por
un rumor alegre de la calle y por alguien que cantase una canción, y
que cuando este mercader hablara, podían abrírsele grietas al mundo
y la gente atisbar por ellas al abismo.
Y entonces,
volviéndose hacia Green Park, adonde aún no había llegado la
primavera, extendieron los mendigos sus manos, y mirando a la helada
hierba y a los árboles todavía sin brotes, cantando a coro,
profetizaron los narcisos.
Un autobús bajaba
por la calle pasando casi por encima de los perros que aún ladraban
furiosamente. Bajaba sonando su bocina clamorosa.
Y la visión se
desvaneció.
Cuentos de un soñador, 1910.
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