El mal, para ser tal, no ha de ser
puro.
Ha
de ir envuelto en celofán, cubierto de caramelo.
Por
eso Suzie Marlango era tan peligrosa. Porque cantaba con voz de
sirena y miraba con formidables ojos de agua. Y tenía, además, una
maravillosa colección de jerseys de angora, suaves y deliciosos al
tacto.
Pero
era una arpía.
Pasaba
las noches en vela, agazapada a su lado, con los ojos brillantes en
la oscuridad, tramando. Tejiendo como una araña redes invisibles,
envolviendo con sus patitas algún cadáver.
—Llegas
tarde, ¿dónde has estado?
La
pregunta de todas las noches, cuando la puerta se abría y él
atisbaba a la araña, moviendo sus brazos, estirando al infinito sus
piernas encogidas, sus pies largos largos, las uñas siempre
perfectas, pintadas de rojo cereza.
«Hiciste
bien en dejarla —se decía—. En borrar de tu vida a aquella
criatura insana, maligna.» Esa misma mañana había ido a quitarse
el tatuaje, cicatriz en cicatriz, que grabó en su muñeca al
conocerla: una sirena de complexión haitiana que, como Suzie, se
marchó de allí con dolor y rechinar de dientes.
Tom
pagó a la camarera, se desplomó en un asiento y miró con
suspicacia la lista que tenía frente a él. Escarcha de Chocolate.
Delicia de Grosella. Pastelito de Canela. «¿Es que todos los donuts
tienen nombre de puta?», pensó, mientras se rascaba la herida y le
pegaba mordiscos a Lazo Francés.
Y
entonces la vio.
Una
mancha azul asomando bajo los vendajes. Tiró el donut, se arrancó
el apósito y maldijo a la diabólica Suzie. Pues ahí, en el mismo
lugar, sobre su piel, cicatriz en cicatriz, la marca había
reaparecido.
Cámara Obscura, 2010.
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