—¡Qué cojones! —dijo él—. Estoy harto de pintar. Vámonos
por ahí. Estoy harto del olor de la pintura, estoy harto de ser
grande. Estoy harto de esperar la muerte. Vámonos por ahí.
—¿Por ahí,
adónde? —preguntó ella.
—A cualquier
sitio. A comer, a beber, a ver.
—Jorg —dijo
ella—. ¿Qué haré cuando mueras?
—Comer, dormir,
coger, mear, cagar, vestirte, dar vueltas por ahí y putear.
—Yo necesito
seguridad.
—Todos la
necesitamos.
—Escucha, no
estamos casados. No podré cobrar tu seguro.
—No hay problema,
no te preocupes. Además, Arlene, tú no crees en el matrimonio.
Arlene estaba
sentada en el sillón rosa, leyendo el periódico de la tarde.
—Dices que hay
cinco mil mujeres que quieren acostarse contigo. ¿Qué pinto yo en
la lista?
—Tú eres la cinco
mil una.
—¿Crees que no
podría conseguir otro hombre?
—No tendrías
ningún problema. Podrías conseguir un hombre en tres minutos.
—¿Crees que
necesito un gran pintor?
—No, nada de eso.
Bastaría con un buen compañero.
—Sí, siempre que
me amase.
—Por supuesto.
Ponte el abrigo. Vamos.
Bajaron las
escaleras desde la última planta. Todas eran viviendas baratas,
llenas de cucarachas; pero, al parecer, nadie se moría de hambre;
parecía haber siempre comida cocinándose en grandes cacerolas y
gente sentada por ahí fumando, limpiándose las uñas, bebiendo
cerveza o compartiendo una alargada botella azul de vino blanco,
discutiendo a voces, o riéndose, cociéndose a pedos, eructando,
rascándose o dormitando delante de la televisión. En el mundo son
muy pocos los que tienen muchísimo, pero cuanto menos dinero tenía
la gente, mejor parecía vivir. Las únicas necesidades eran dormir,
sábanas limpias, comida, bebida y pomada para las hemorroides. Y
siempre dejaban las puertas entreabiertas.
—Idiotas —dijo
Jorg mientras bajaban la escalera—, desperdician sus vidas
parloteando y me joden la mía.
—Oh, Jorg —dijo
Arlene, quejumbrosa—. La gente no te gusta, ¿verdad?
Jorg la miró
arqueando una ceja y no contestó. La reacción de Arlene ante
aquellos sentimientos suyos frente a las masas siempre era la misma:
como si no querer a la gente revelase un defecto imperdonable del
alma. Pero la muchacha cogía como una experta y resultaba agradable
tenerla a mano… casi siempre.
Llegaron al bulevar
y siguieron caminando, Jorg con su barba pelirroja y blanca, los
amarillentos dientes rotos y el mal aliento, las orejas purpúreas,
los ojos asustados, el abrigo roto y hediondo y el bastón blanco de
marfil. Cuando peor se sentía, era cuando mejor se sentía.
—Mierda —dijo—,
todo caga hasta que se muere.
Arlene caminaba
meneando el trasero, sin el menor disimulo, y Jorg iba golpeando la
acera con el bastón, y hasta el sol parecía mirar hacia abajo y
exclamar: jo jo. Por fin llegaron al viejo edificio cochambroso donde
vivía Serge. Jorg y Serge llevaban pintando muchos años, pero hasta
fechas muy recientes sus obras no se habían vendido un carajo. Los
dos habían pasado hambre; ahora se estaban haciendo famosos cada uno
por su lado. Jorg y Arlene entraron en el edificio y empezaron a
subir las escaleras. En los rellanos olía a yodo y pollo frito. En
una de las viviendas alguien estaba cogiendo a grito pelado. Subieron
hasta la última planta y Arlene llamó a la puerta.
La puerta se abrió
de golpe y allí estaba Serge.
—¡Te pillé!
—dijo; luego se ruborizó—. Oh, perdón… pasen.
—¿Pero qué
demonios te pasa? —preguntó Jorg.
—Siéntense. Creí
que era Lila…
—¿Juegas al
escondite con Lila?
—No, no…
—Serge, tienes que
librarte de esa chica, te está volviendo loco.
—Me afila los
lápices.
—Serge, es
demasiado joven para ti.
—Tiene treinta
años.
—Y tú sesenta.
Son treinta años.
—¿Treinta años
es demasiado?
—Pues claro.
—¿Y veinte?
—preguntó Serge, mirando a Arlene.
—Veinte años es
aceptable. Treinta es indecente.
—¿Por qué no se
buscan los dos mujeres de sus edades? —preguntó Arlene.
Ambos la miraron.
—Le gusta hacer
chistecitos —dijo Jorg.
—Sí —dijo
Serge—. Es muy simpática. Ven, mira, te enseñaré lo que estoy
haciendo…
Lo siguieron hasta
el dormitorio. Se quitó los zapatos y se tumbó en la cama.
—¿Ves? ¿Te das
cuenta? Todas las comodidades.
Serge tenía los
pinceles colocados en largos mangos y pintaba en un lienzo sujeto al
techo.
—Es por la
espalda. No puedo pintar diez minutos seguidos. Así puedo pintar
horas.
—¿Quién te
mezcla los colores?
—Lila. Le digo:
«Úntalo en el azul. Ahora un poco de verde.» Lo hace muy bien.
Creo que con el tiempo también podré dejar de manejar los pinceles.
Yo me dedicaré a estar por ahí tumbado, leyendo revistas.
Oyeron a Lila que
subía las escaleras. Abrió la puerta. Cruzó el recibidor y pasó
al dormitorio.
—Vaya —dijo—,
el viejo asqueroso está pintando.
—Sí —dijo
Jorg—, dice que le destrozas la espalda.
—Yo no dije eso.
—Vamos por ahí a
comer algo —dijo Arlene.
Serge se incorporó
con un gemido.
—Es la verdad
—dijo Lila—. Se pasa la vida acostado como un sapo enfermo.
—Necesito un trago
—dijo Serge—. Me repondré en seguida.
Bajaron juntos a la
calle, se dirigieron a La Garrapata de la Oveja. Dos jóvenes
de unos veintitantos años se les acercaron corriendo. Llevaban
suéteres de cuello alto.
—Hola, son Jorg
Swenson y Serge Maro, los pintores, ¿verdad?
—¡Largo! —dijo
Serge.
Jorg blandió el
bastón de marfil. Alcanzó al más bajo de los jóvenes justo en la
rodilla.
—Mierda —dijo el
joven—. ¡Me has roto la pierna!
—Ojalá —dijo
Jorg—. ¡A ver si así aprendes un poco de urbanidad, cojones!
Siguieron hacia La
Garrapata de la Oveja. Cuando entraron en el local, de entre los
comensales se alzó un murmullo. El camarero jefe se precipitó hacia
ellos haciendo reverencias, esgrimiendo el menú y soltando
gentilezas en italiano, ruso y francés.
—¿Has visto ese
pelo negro y largo que le cuelga de las narices? —dijo Serge—.
¡Es realmente asqueroso!
—Sí —dijo Jorg,
y gritó al camarero—: ¡Quite de mi vista sus narices!
—¡Traiga cinco
botellas del mejor vino que tengan! —gritó Serge, mientras se
sentaban a la mejor mesa.
El jefe de camareros
se evaporó.
—Ustedes son un
par de pendejos —dijo Lila.
Jorg le empezó a
subir la mano por la pierna.
—A dos inmortales
todavía vivos se les permiten ciertas impertinencias.
—Quítame la mano
de la vulva, Jorg.
—No es tu crica.
Es propiedad de Serge.
—Pues quita la
mano de la vulva de Serge o empiezo a gritar.
—Mi voluntad es
muy débil.
Ella gritó. Jorg
retiró la mano. El jefe de camareros ya avanzaba hacia ellos con el
carro y el cubo de las botellas. Acercó el carrito a la mesa, hizo
una inclinación y descorchó una botella. Llenó el vaso de Jorg.
Jorg lo vació.
—Es una mierda,
pero vale. ¡Abra las botellas!
—¿Todas?
—Todas, sí,
pendejo. ¡Y rápido!
—Es torpe —dijo
Serge—. Míralo. ¿Cenamos?
—¿Cenar? —dijo
Arlene—. Ustedes lo único que hacen es beber. No creo que los haya
visto comer nunca más de un huevo pasado por agua.
—¡Fuera de mi
vista, cobarde! —dijo Serge al camarero.
El camarero se
esfumó.
—No deben hablarle
así a la gente, muchachos —dijo Lila.
—Hemos pagado con
nuestro pellejo —dijo Serge.
—Eso no les da
ningún derecho —dijo Arlene.
—Supongo que no
—dijo Jorg—, pero es interesante.
—La gente no tiene
por qué aguantarlos —dijo Lila.
—La gente aguanta
lo que le echen —dijo Jorg—. Aguantan cosas peores.
—Lo que la gente
quiere es las pinturas de ustedes, nada más —dijo Arlene.
—Nosotros somos
nuestros cuadros —dijo Serge.
—Las mujeres son
tontas —dijo Jorg.
—Ten cuidado —dijo
Serge—. También son capaces de terribles venganzas…
Se pasaron allí
sentados dos horas bebiendo vino.
—El hombre es
menos delicado que la langosta —dijo por fin Jorg.
—El hombre es la
cloaca del universo —dijo Serge.
—Ustedes son
pendejos genuinos —dijo Lila.
—Desde luego —dijo
Arlene.
—Vamos a cambiar
de pareja esta noche —dijo Jorg—. Yo me jodo a la tuya y tú a la
mía.
—Oh, no —dijo
Arlene—, de eso nada.
—Nada de eso —dijo
Lila.
—Ahora tengo ganas
de pintar —dijo Jorg—. Estoy harto de beber.
—Yo también tengo
ganas de pintar —dijo Serge.
—Larguémonos de
aquí —dijo Jorg.
—Esperen —dijo
Lila—, no han pagado la cuenta.
—¿Cuenta? —gritó
Serge—. ¿No creerás que vamos a pagar dinero por esta mierda de
vino?
—Venga, vamos
—dijo Jorg.
Cuando se
levantaron, apareció el jefe de camareros con la cuenta.
—Este vino es
asqueroso —chilló Serge, dando saltos—. ¡Yo jamás me atrevería
a pedirle a nadie que pagase por semejante mierda! ¡La prueba está
en los orines!
Serge cogió una
botella de vino aún a mitad, le abrió al camarero la camisa de un
tirón y le vertió el vino por el pecho. Jorg sostenía el bastón
de marfil a modo de espada. El jefe de camareros los miraba
desconcertado. Era un buen mozo, de largas uñas, que vivía en un
departamento de lujo. Estudiaba química y había ganado en una
ocasión el segundo premio en un concurso de ópera. Jorg blandió el
bastón y lo golpeó, con fuerza, justo bajo la oreja izquierda. El
camarero se puso muy pálido y se tambaleó. Jorg lo golpeó otras
tres veces en el mismo punto, hasta que se desplomó.
Se dirigieron a la
salida juntos los cuatro, Serge, Jorg, Lila y Arlene. Los cuatro
estaban borrachos, pero tenían una cierta elegancia, había en ellos
algo único. Llegaron a la puerta y salieron.
En una mesa próxima
a la puerta había una joven pareja que lo había presenciado todo.
El joven parecía inteligente; solo una verruga bastante grande que
tenía casi en la punta de la nariz le afeaba el conjunto. La chica
era gorda, pero muy agradable. Llevaba un vestido azul. En otro
tiempo había querido ser monja.
—¿Estuvieron
magníficos, verdad? —dijo el joven.
—Son dos pendejos
—dijo la joven.
El joven hizo una
seña pidiendo una tercera botella de vino. Iba a ser otra noche
difícil.
Música de cañerías, 1983.
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