sábado, 22 de mayo de 2021

Menos delicado que la langosta. Charles Bukoswki.

—¡Qué cojones! —dijo él—. Estoy harto de pintar. Vámonos por ahí. Estoy harto del olor de la pintura, estoy harto de ser grande. Estoy harto de esperar la muerte. Vámonos por ahí.
—¿Por ahí, adónde? —preguntó ella.
—A cualquier sitio. A comer, a beber, a ver.
—Jorg —dijo ella—. ¿Qué haré cuando mueras?
—Comer, dormir, coger, mear, cagar, vestirte, dar vueltas por ahí y putear.
—Yo necesito seguridad.
—Todos la necesitamos.
—Escucha, no estamos casados. No podré cobrar tu seguro.
—No hay problema, no te preocupes. Además, Arlene, tú no crees en el matrimonio.
Arlene estaba sentada en el sillón rosa, leyendo el periódico de la tarde.
—Dices que hay cinco mil mujeres que quieren acostarse contigo. ¿Qué pinto yo en la lista?
—Tú eres la cinco mil una.
—¿Crees que no podría conseguir otro hombre?
—No tendrías ningún problema. Podrías conseguir un hombre en tres minutos.
—¿Crees que necesito un gran pintor?
—No, nada de eso. Bastaría con un buen compañero.
—Sí, siempre que me amase.
—Por supuesto. Ponte el abrigo. Vamos.
Bajaron las escaleras desde la última planta. Todas eran viviendas baratas, llenas de cucarachas; pero, al parecer, nadie se moría de hambre; parecía haber siempre comida cocinándose en grandes cacerolas y gente sentada por ahí fumando, limpiándose las uñas, bebiendo cerveza o compartiendo una alargada botella azul de vino blanco, discutiendo a voces, o riéndose, cociéndose a pedos, eructando, rascándose o dormitando delante de la televisión. En el mundo son muy pocos los que tienen muchísimo, pero cuanto menos dinero tenía la gente, mejor parecía vivir. Las únicas necesidades eran dormir, sábanas limpias, comida, bebida y pomada para las hemorroides. Y siempre dejaban las puertas entreabiertas.
—Idiotas —dijo Jorg mientras bajaban la escalera—, desperdician sus vidas parloteando y me joden la mía.
—Oh, Jorg —dijo Arlene, quejumbrosa—. La gente no te gusta, ¿verdad?
Jorg la miró arqueando una ceja y no contestó. La reacción de Arlene ante aquellos sentimientos suyos frente a las masas siempre era la misma: como si no querer a la gente revelase un defecto imperdonable del alma. Pero la muchacha cogía como una experta y resultaba agradable tenerla a mano… casi siempre.
Llegaron al bulevar y siguieron caminando, Jorg con su barba pelirroja y blanca, los amarillentos dientes rotos y el mal aliento, las orejas purpúreas, los ojos asustados, el abrigo roto y hediondo y el bastón blanco de marfil. Cuando peor se sentía, era cuando mejor se sentía.
—Mierda —dijo—, todo caga hasta que se muere.
Arlene caminaba meneando el trasero, sin el menor disimulo, y Jorg iba golpeando la acera con el bastón, y hasta el sol parecía mirar hacia abajo y exclamar: jo jo. Por fin llegaron al viejo edificio cochambroso donde vivía Serge. Jorg y Serge llevaban pintando muchos años, pero hasta fechas muy recientes sus obras no se habían vendido un carajo. Los dos habían pasado hambre; ahora se estaban haciendo famosos cada uno por su lado. Jorg y Arlene entraron en el edificio y empezaron a subir las escaleras. En los rellanos olía a yodo y pollo frito. En una de las viviendas alguien estaba cogiendo a grito pelado. Subieron hasta la última planta y Arlene llamó a la puerta.
La puerta se abrió de golpe y allí estaba Serge.
—¡Te pillé! —dijo; luego se ruborizó—. Oh, perdón… pasen.
—¿Pero qué demonios te pasa? —preguntó Jorg.
—Siéntense. Creí que era Lila…
—¿Juegas al escondite con Lila?
—No, no…
—Serge, tienes que librarte de esa chica, te está volviendo loco.
—Me afila los lápices.
—Serge, es demasiado joven para ti.
—Tiene treinta años.
—Y tú sesenta. Son treinta años.
—¿Treinta años es demasiado?
—Pues claro.
—¿Y veinte? —preguntó Serge, mirando a Arlene.
—Veinte años es aceptable. Treinta es indecente.
—¿Por qué no se buscan los dos mujeres de sus edades? —preguntó Arlene.
Ambos la miraron.
—Le gusta hacer chistecitos —dijo Jorg.
—Sí —dijo Serge—. Es muy simpática. Ven, mira, te enseñaré lo que estoy haciendo…
Lo siguieron hasta el dormitorio. Se quitó los zapatos y se tumbó en la cama.
—¿Ves? ¿Te das cuenta? Todas las comodidades.
Serge tenía los pinceles colocados en largos mangos y pintaba en un lienzo sujeto al techo.
—Es por la espalda. No puedo pintar diez minutos seguidos. Así puedo pintar horas.
—¿Quién te mezcla los colores?
—Lila. Le digo: «Úntalo en el azul. Ahora un poco de verde.» Lo hace muy bien. Creo que con el tiempo también podré dejar de manejar los pinceles. Yo me dedicaré a estar por ahí tumbado, leyendo revistas.
Oyeron a Lila que subía las escaleras. Abrió la puerta. Cruzó el recibidor y pasó al dormitorio.
—Vaya —dijo—, el viejo asqueroso está pintando.
—Sí —dijo Jorg—, dice que le destrozas la espalda.
—Yo no dije eso.
—Vamos por ahí a comer algo —dijo Arlene.
Serge se incorporó con un gemido.
—Es la verdad —dijo Lila—. Se pasa la vida acostado como un sapo enfermo.
—Necesito un trago —dijo Serge—. Me repondré en seguida.
Bajaron juntos a la calle, se dirigieron a La Garrapata de la Oveja. Dos jóvenes de unos veintitantos años se les acercaron corriendo. Llevaban suéteres de cuello alto.
—Hola, son Jorg Swenson y Serge Maro, los pintores, ¿verdad?
—¡Largo! —dijo Serge.
Jorg blandió el bastón de marfil. Alcanzó al más bajo de los jóvenes justo en la rodilla.
—Mierda —dijo el joven—. ¡Me has roto la pierna!
—Ojalá —dijo Jorg—. ¡A ver si así aprendes un poco de urbanidad, cojones!
Siguieron hacia La Garrapata de la Oveja. Cuando entraron en el local, de entre los comensales se alzó un murmullo. El camarero jefe se precipitó hacia ellos haciendo reverencias, esgrimiendo el menú y soltando gentilezas en italiano, ruso y francés.
—¿Has visto ese pelo negro y largo que le cuelga de las narices? —dijo Serge—. ¡Es realmente asqueroso!
—Sí —dijo Jorg, y gritó al camarero—: ¡Quite de mi vista sus narices!
—¡Traiga cinco botellas del mejor vino que tengan! —gritó Serge, mientras se sentaban a la mejor mesa.
El jefe de camareros se evaporó.
—Ustedes son un par de pendejos —dijo Lila.
Jorg le empezó a subir la mano por la pierna.
—A dos inmortales todavía vivos se les permiten ciertas impertinencias.
—Quítame la mano de la vulva, Jorg.
—No es tu crica. Es propiedad de Serge.
—Pues quita la mano de la vulva de Serge o empiezo a gritar.
—Mi voluntad es muy débil.
Ella gritó. Jorg retiró la mano. El jefe de camareros ya avanzaba hacia ellos con el carro y el cubo de las botellas. Acercó el carrito a la mesa, hizo una inclinación y descorchó una botella. Llenó el vaso de Jorg. Jorg lo vació.
—Es una mierda, pero vale. ¡Abra las botellas!
—¿Todas?
—Todas, sí, pendejo. ¡Y rápido!
—Es torpe —dijo Serge—. Míralo. ¿Cenamos?
—¿Cenar? —dijo Arlene—. Ustedes lo único que hacen es beber. No creo que los haya visto comer nunca más de un huevo pasado por agua.
—¡Fuera de mi vista, cobarde! —dijo Serge al camarero.
El camarero se esfumó.
—No deben hablarle así a la gente, muchachos —dijo Lila.
—Hemos pagado con nuestro pellejo —dijo Serge.
—Eso no les da ningún derecho —dijo Arlene.
—Supongo que no —dijo Jorg—, pero es interesante.
—La gente no tiene por qué aguantarlos —dijo Lila.
—La gente aguanta lo que le echen —dijo Jorg—. Aguantan cosas peores.
—Lo que la gente quiere es las pinturas de ustedes, nada más —dijo Arlene.
—Nosotros somos nuestros cuadros —dijo Serge.
—Las mujeres son tontas —dijo Jorg.
—Ten cuidado —dijo Serge—. También son capaces de terribles venganzas…
Se pasaron allí sentados dos horas bebiendo vino.
—El hombre es menos delicado que la langosta —dijo por fin Jorg.
—El hombre es la cloaca del universo —dijo Serge.
—Ustedes son pendejos genuinos —dijo Lila.
—Desde luego —dijo Arlene.
—Vamos a cambiar de pareja esta noche —dijo Jorg—. Yo me jodo a la tuya y tú a la mía.
—Oh, no —dijo Arlene—, de eso nada.
—Nada de eso —dijo Lila.
—Ahora tengo ganas de pintar —dijo Jorg—. Estoy harto de beber.
—Yo también tengo ganas de pintar —dijo Serge.
—Larguémonos de aquí —dijo Jorg.
—Esperen —dijo Lila—, no han pagado la cuenta.
—¿Cuenta? —gritó Serge—. ¿No creerás que vamos a pagar dinero por esta mierda de vino?
—Venga, vamos —dijo Jorg.
Cuando se levantaron, apareció el jefe de camareros con la cuenta.
—Este vino es asqueroso —chilló Serge, dando saltos—. ¡Yo jamás me atrevería a pedirle a nadie que pagase por semejante mierda! ¡La prueba está en los orines!
Serge cogió una botella de vino aún a mitad, le abrió al camarero la camisa de un tirón y le vertió el vino por el pecho. Jorg sostenía el bastón de marfil a modo de espada. El jefe de camareros los miraba desconcertado. Era un buen mozo, de largas uñas, que vivía en un departamento de lujo. Estudiaba química y había ganado en una ocasión el segundo premio en un concurso de ópera. Jorg blandió el bastón y lo golpeó, con fuerza, justo bajo la oreja izquierda. El camarero se puso muy pálido y se tambaleó. Jorg lo golpeó otras tres veces en el mismo punto, hasta que se desplomó.
Se dirigieron a la salida juntos los cuatro, Serge, Jorg, Lila y Arlene. Los cuatro estaban borrachos, pero tenían una cierta elegancia, había en ellos algo único. Llegaron a la puerta y salieron.
En una mesa próxima a la puerta había una joven pareja que lo había presenciado todo. El joven parecía inteligente; solo una verruga bastante grande que tenía casi en la punta de la nariz le afeaba el conjunto. La chica era gorda, pero muy agradable. Llevaba un vestido azul. En otro tiempo había querido ser monja.
—¿Estuvieron magníficos, verdad? —dijo el joven.
—Son dos pendejos —dijo la joven.
El joven hizo una seña pidiendo una tercera botella de vino. Iba a ser otra noche difícil.

Música de cañerías, 1983.

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