domingo, 16 de mayo de 2021

Una mesa es una mesa. Peter Bichsel.

Un viejo ya no habla y tiene el rostro demasiado cansado para sonreír o para avinagrarlo. Vive en una pequeña ciudad, al final de la calle. Apenas nada le diferencia de los otros. Lleva sombrero, pantalones y chaquetas grises y, en invierno, un abrigo largo y gris. Tiene el cuello delgado con la piel seca y arrugada; los cuellos blancos de las camisas le van demasiado anchos. Quizá estuvo casado y tuviera hijos, quizá vivió antes en otra ciudad. Sin duda alguna fue niño, en una época en que los niños vestían como mayores. En su cuarto hay dos sillas, una mesa, una alfombra, una cama y un armario. Encima de una mesita hay un despertador, periódicos viejos y un álbum de fotografías; cuelgan de la pared un espejo y un cuadro.
El viejo daba en las mañanas y en las tardes un paseo, cambiaba unas palabras con su vecino y por las noches se sentaba a la mesa. Siempre lo mismo, incluso los domingos. Al sentarse oía el tic-tac, el eterno tic-tac del despertador.
Hasta que llegó un día distinto, de sol, ni demasiado caluroso ni demasiado frío, con gorjeos de pájaros, gente amable y niños jugando. De repente, al viejo le gustó todo aquello. Sonrió. “Todo va a cambiar ahora”, pensó. Se desabrochó el botón del cuello y apresuró el paso, flexionando, incluso, las rodillas al andar. Llegó a su calle, saludó a los niños y entró. Pero en el cuarto todo seguía igual; tan pronto se sentó, volvió a oír el dichoso tic-tac. El viejo montó en cólera. Vio en el espejo cómo se le enrojecía la cara, frunció el ceño, apretó convulsivamente las manos, levantó los puños y golpeó la mesa gritando: “¡Tiene que cambiar, todo tiene que cambiar!”. Y dejó de oír el despertador. Luego empezaron a dolerle las manos, le falló la voz, volvió a oír el despertador.
—Siempre la misma mesa —dijo el viejo—, las mismas sillas, la cama, el cuadro. Y a la mesa la llamo mesa, al cuadro, cuadro, la cama se llama cama. ¿Por qué? Los franceses llaman a la cama ‘li’ y a la mesa ‘tabl’ y se entienden. Y los chinos también se entienden. “Por qué no se llama la cama cuadro”, pensó el viejo y sonrió. Rió hasta que los vecinos dieron golpes a la pared gritando “¡silencio!”. “Ahora van a cambiar las cosas”, se dijo y llamó a la cama ‘cuadro’.
—Tengo sueño, me voy al cuadro —dijo. Y por la mañana se quedaba a veces echado largo tiempo en el cuadro, pensando cómo llamar a la silla, y la llamó ‘despertador’. Se levantó, se sentó en el despertador y apoyó los brazos en la mesa, que ahora se llamaba alfombra. Así, pues, por la mañana abandonó el cuadro, se sentó en el despertador frente a la alfombra y empezó a pensar en los nuevos nombres de las cosas. A la cama la llamó cuadro; a la mesa, alfombra. A la silla, despertador. Al periódico lo llamó cama. Al despertador, álbum de fotografías. Al armario, periódico. A la alfombra la llamó armario. Al cuadro, mesa. Y al álbum de fotografías, espejo.
Así pues: por la mañana se quedó echado durante largo tiempo en el cuadro, a las nueve sonó el álbum de fotografías, se levantó y se puso encima del armario para que no se le helaran los pies; sacó la ropa del periódico, miró en la silla de la pared, se sentó en el despertador frente a la alfombra y hojeó el espejo hasta encontrar la mesa de su madre.
Lo cambió todo de nombre; él ya no era un viejo sino un pie y el pie era una mañana y la mañana un viejo. Sonar significó poner; helarse, mirar; estar echado significó sonar; levantarse, helarse; poner quería decir hojear. De modo que por el viejo se quedó el pie durante largo tiempo sonando en el cuadro, a las nueve puso el álbum de fotografías, el pie se heló y hojeó en el armario para que no mirara la mañana.
Compró cuadernos azules y los iba llenando de nuevas palabras. Tenía mucho trabajo y apenas se le veía por la calle. Aprendió los nuevos nombres de las cosas y fue olvidando los antiguos. De vez en cuando soñaba incluso en el nuevo idioma. Más tarde tradujo las canciones de su infancia y las cantaba en voz baja. Pronto le resultó difícil traducir. Había olvidado casi por completo el viejo idioma y tenía que buscar las palabras justas en sus cuadernos azules. Le atemorizaba hablar, pues la gente llama cama al cuadro; a la alfombra, mesa; al despertador, silla; a la cama, periódico; al espejo lo llama la gente álbum de fotografías, y así...
Llegó al extremo de entrarle la risa cuando oía hablar a la gente: “¿Va a ir usted mañana al partido de fútbol?”. O cuando alguien decía: “Hace dos meses que no para de llover”. Le entraba risa por el sentido que tenían esas frases o porque no las entendía. Por eso callaba. Hablaba solamente consigo mismo y ni siquiera saludaba.

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