Se
despertó con frío. Se había quitado las mantas a patadas y el aire
acondicionado estaba demasiado alto. Debbie… ¿dónde estaba? Fuera
seguía estando oscuro.
Confundido,
volvió a taparse e intentó dormir otra vez. Algo iba mal. Debbie no
estaba. Probablemente anduviese en el baño, o abajo, tomando una
taza de café. Y él estaba… estaba de vacaciones, ¿pero dónde?
Ya estaba completamente despierto. Se sentó e intentó reír. Era
ridículo. Imagínate, pagar miles de dólares por unas vacaciones y
luego olvidar dónde estabas. ¿Grecia? No, Grecia había sido el año
anterior.
Se
puso en pie y abrió las cortinas. El océano, diez pisos más abajo,
era tan negro como el sueño e iba empalideciendo un poco por el
este, tenía que ser el este, por donde salía el sol. Redujo la
potencia del aire acondicionado. El zumbido se detuvo de pronto. Fue
al baño.
—¿Debbie?
—dijo, tentativamente. Se sentía un poco molesto—. ¿Debbie?
Seguía
desaparecida después de ducharse, afeitarse y vestirse.
—Vale
—dijo en voz alta, más que nada para oír el sonido de su voz—.
Si no vienes, desayunaré sin ti. —Probablemente estuviese por ahí,
hablando con los nativos, riéndose al equivocarse de palabra, aunque
antes de partir le había asegurado que jamás había estudiado
ninguna lengua extranjera. Pues sería que se le daban bien las
lenguas; pasaba con algunas personas. Recordaba haberla oído decir,
hablando con su acento sureño:
—Por
amor de Dios, Charles, ¿qué te hace creer que te van a entender
mejor por hablarles más alto? No hablan inglés. —Luego se había
encargado ella de comunicarse, por señas, riendo y consultando un
libro de frases que había sacado de alguna parte. Y conseguían la
mejor habitación, el filete más selecto, las mantas que la artesana
había tejido para su propia familia. La cotización de Charles subía
cuando estaba con ella, y él lo tenía bien claro. Esperaba que
apareciese pronto.
El
hilo musical le acompañó por el pasillo hasta el ascensor y abajo,
a la cafetería. Le gustaba la cafetería del hotel, le gustaba el
hecho de que los camareros hablasen inglés y supiesen qué era una
tortilla. Durante los últimos días había ido pasando más y más
tiempo en el hotel, tendido en la playa y, al final, sentado junto a
la piscina bebiendo margaritas. La gente de la oficina juzgaría sus
vacaciones por el bronceado que se llevase de vuelta. Debbie había
protestado un poco y luego le había dicho que iba a coger un bus
para visitar las ruinas. Había vuelto todavía más morena que él,
con el pelo rubio de los brazos casi blanco, contra la piel cobriza,
cargada de historias sobre mujeres que llevaban pollos en el bus y
templos que se desmoronaban en el desierto. Llevaba un brazalete de
plata con engastes de piedras azules y verdes.
Al
pagar se dio cuenta de que seguía sin saber en qué país estaba.
El
primer billete que se sacó de la cartera tenía un cinco en cada
esquina y la imagen de una flor espinosa. Los de diez traían una
vista del océano y el de uno algo un poco inquietante, una gruesa
serpiente enroscada. En la parte posterior tenían lo que parecía un
sello oficial, pero no había nada escrito. «Analfabetos», pensó.
Pero pronto se acordaría, o Debbie regresaría.
De
vuelta en la habitación, para ponerse el bañador, pensó en el
pasaporte. Sintiéndose como un detective que acaba de resolver el
caso, sacó el cinturón de dinero de debajo del colchón y lo abrió.
El pasaporte no estaba. Su pasaporte y el billete de avión habían
desaparecido. Los cheques de viaje seguían allí, inútiles a menos
que pudiese identificarse con el pasaporte. Sintió frío. Se sentó
en la cama con el corazón desbocado.
«Piensa
—se dijo—. Estarán en alguna otra parte. Tiene que ser…».
¿Quién
iba a robar el pasaporte sin llevarse los cheques? A menos que ese
alguien necesitase el pasaporte para salir del país. Pero ¿quién
sabía dónde los había escondido? Nadie excepto Debbie, que se
había reído de él por esa precaución, y la idea de que Debbie le
robase el pasaporte era absurda. Pero ¿dónde estaba?
«Vale
—pensó—. Tengo que encontrar el consulado americano, resolver el
problema… Por suerte, ayer mismo cambié un cheque de viaje. Me han
robado y a los americanos les roban continuamente. No es para tanto.
Tengo tiempo. Tengo el hotel pagado hasta… ¿hasta cuándo?».
Molesto,
se dio cuenta de que también lo había olvidado. Por primera vez se
preguntó si no estaría enfermo. Quizá debido al exceso de trabajo.
Tendría que hacerse una revisión en cuanto volviese a Estados
Unidos.
Levantó
el auricular y llamó a recepción.
—¿Sí,
señor? —dijo el recepcionista.
—Le
hablo de la habitación 1012 —dijo Charles—. Lo he olvidado…
llamo para comprobarlo… ¿hasta cuándo es mi reserva?
Silencio
al otro lado. Un silencio de desaprobación, creyó intuir Charles.
La mayoría de los huéspedes tenía la decencia de no olvidar cuánto
duraba su estancia. Se preguntó cuál sería la reacción del hombre
si le preguntaba en qué país estaba y sintió que en su interior se
desencadenaba algo similar a la histeria. Se controló.
El
recepcionista le habló con voz cuidadosamente neutral.
—Hasta
esta noche, señor —dijo—. ¿Desea ampliar su estancia?
—Eh…
no —dijo Charles—. ¿Podría decirme… dónde está el consulado
americano?
—No
mantenemos relaciones con su país, señor —dijo el hombre de
recepción.
Durante
un momento, Charles no lo entendió. Luego preguntó:
—Bien,
¿qué tal… el consulado británico?
El
recepcionista rio y no dijo nada. Aparentemente, le parecía que no
precisaba dar más aclaraciones. Mientras Charles intentaba pensar en
otra pregunta (¿consulado australiano?, ¿consulado canadiense?), el
hombre colgó.
Charles
se puso en pie con cuidado.
—Vale
—le dijo a la habitación vacía—. Primero lo primero. —Sacó
las dos maletas del armario y las repasó cuidadosamente. La
pequeña
maleta de Debbie seguía allí y también la registró. Miró bajo
los dos colchones, en la mesa de noche, en el armarito del baño.
Nada. Vale. Debbie se lo había robado, tenía que ser eso. Pero ¿por
qué? ¿Y por qué no se había llevado su maletita al irse?
Se
preguntó si Debbie se presentaría en la oficina. Había trabajado
pasillo abajo, como una de las secretarias de los socios. Le había
pedido que viajase con él para hacerle compañía, dejando claro que
no había más condiciones, que simplemente no le apetecía viajar
solo. En ocasiones ese tipo de relaciones pasaban a lo sexual y en
ocasiones no. El año anterior sí, con Katya de contabilidad. Aquel
año no había pasado.
«Todavía
no hay nada de qué preocuparse», pensó Charles, cerrando las
maletas. Cosas así debían de pasar continuamente. Llegaría al
aeropuerto, donde sin duda tendrían registros, un listado del vuelo,
y allí lo explicaría todo. Comprobó las tarjetas de crédito de la
cartera y vio que seguían allí. «Bien —pensó—. Ahora vamos a
comprobar si la publicidad es cierta y las aceptan en todo el mundo».
Se
sentía tan confiado que decidió quedarse el día que le quedaba en
el hotel. «Después de todo —pensó—, ya lo he pagado». Y quizá
Debbie regresase. Se echó la toalla al hombro y bajó.
Alrededor
de la piscina estaban los habituales, Millie y Jean, las ancianas de
Miami. Los dos recién casados que eran bastante reservados. El
autostopista que simplemente estaba de paso y que resultaba tan
entretenido que nadie había tenido ánimos de denunciarle ante la
dirección del hotel. Charles los saludó y antes de sentarse pidió
un margarita en el bar.
A
su alrededor fluían las conversaciones:
—¿Ya
habéis estado en Djuzban? —le decía Jean a una pareja de
jubilados que se les había unido en la piscina—. Ayer hicimos el
tour
del
hotel. El mercado es simplemente fabuloso. Allí compré el anillo…
¿veis? —Les mostró plata y piedra.
—He
oído que en Djuzban las ruinas son muy interesantes —dijo el
jubilado.
—Oh,
Harold —dijo su esposa—. Harold quiere subir todas las torres del
país.
—No,
tío, para buenas ruinas hay que ir a Zabla —dijo el autostopista—.
Pero los buses no llegan hasta allí… Hay que alquilar un coche.
Están en medio del desierto, todavía tal cual, sin alterar. Si el
coche se estropea, estás muerto… por allí no pasa nadie en días.
La
esposa de Harold se estremeció bajo el calor.
—Solo
quiero hacer unas compras antes de ir a casa —dijo—. He oído que
en Qarnatl la piel sale muy barata.
—Lo
único que encontramos en Qarnatl fueron nativos intentando vendernos
mazos de cartas —dijo Jean. Se volvió hacia Millie—. ¿Te
acuerdas? No sé por qué creían que los americanos iban a estar
interesados en sus naipes. Ni siquiera son como los nuestros.
Charles
tomaba sorbos de margarita escuchando los nombres exóticos que
volaban a su alrededor. ¿Y si les dijese que para él los nombres no
significaban nada, nada en absoluto? Pero le daba demasiada
vergüenza. Después de todo, había que mantener las apariencias,
las apariencias de ser un viajero con experiencia, de saberse todos
los trucos. De todas formas, pronto todo se aclararía.
El
día pasó. Charles tomó un margarita, luego otro. Cuando el grupo
de la piscina se dividió le resultó lo más natural del mundo
seguirlos al restaurante del hotel y pedir un bistec al punto. Se dio
cuenta de que se le iba agotando el efectivo… Por la mañana
tendría que cambiar otro cheque de viaje.
Pero
al despertar por la mañana, completamente sobrio, se dio cuenta de
lo que había hecho. Cuando tomó la cartera de la mesa de noche, los
dedos le temblaban un poco. Solo contenía un billete de cinco, con
su dibujito de un arbusto. «Bien —pensó, un poco inseguro—.
Quizás hoy alguien vaya al aeropuerto. Probablemente. Los chicos de
la oficina no se lo van a creer».
Preparó
las dos maletas, dejando la maletita de Debbie por si volvía. Ya
abajo, iba automáticamente a la cafetería cuando se dio cuenta. De
pronto sintió que el hambre aumentaba.
—Disculpe
—le dijo al recepcionista—. ¿Cuánto…? ¿Sabe cuánto sale un
taxi al aeropuerto?
—No
hablo inglés, señor —dijo. Era bajito y de tez oscura, como la
mayoría de los nativos. Tenía los dientes manchados de rojo.
—No…
—dijo Charles, horrorizado. Por amor de Dios, ¿por qué iban a
contratar a alguien que no habla inglés?—. Cuánto —dijo
lentamente—. Taxi. Aeropuerto. —Se dio cuenta de que había
levantado la voz; aparentemente Debbie tenía razón.
El
hombre se encogió de hombros. Otro se les unió. Charles se volvió
aliviado hacia él.
—¿Cuánto
cuesta el taxi al aeropuerto?
—Oh,
taxi —dijo el hombre, como si se tratase de un asunto sin la menor
importancia—. No mucho, señor. Ocho, nueve. Quizá quince.
—¿Quince?
—dijo Charles. Intentó recordar el aeropuerto, recordar cómo
había llegado hasta allí—. ¿No cinco? —Levantó cinco dedos.
El
segundo hombre rio.
—Oh
no, señor —dijo—. Quince. Veinte. —Se encogió de hombros.
Charles
miró desesperado a su alrededor.
«Tours
del
hotel», decía el cartel que decoraba la pared de recepción.
Ruinas. Gratis.
—Las
ruinas —dijo, señalando el cartel, preguntándose si alguno de los
dos sabía leer—. ¿Están cerca del aeropuerto? —Podía ir hasta
las ruinas, quizá consiguiera que le llevasen…
—¿Cerca?
—dijo el segundo hombre. Volvió a encogerse de hombros—. Quizá.
Sí, creo.
—¿Cómo
de cerca? —dijo Charles.
—Cerca
—dijo el segundo hombre—. Sí. Lo suficientemente cerca.
Charles
recogió las dos maletas y siguió la fila de turistas hasta la
parada de bus. «¿Ves? —pensó—, no hay motivo para estar
preocupado y viajas gratis al aeropuerto. De todos modos, los
taxistas son unos ladrones».
Fue
difícil maniobrar con las dos maletas para subir al bus.
—Voy
al aeropuerto —le dijo Charles al chófer, sintiendo la necesidad
de explicarse.
—Claro
que sí, señor —dijo el chófer, encogiéndose de hombros como si
quisiese indicar que a él no le importaban las maletas de un
americano.
Añadió una palabra que Charles no entendió. Quizá fuese en otro
idioma.
El
bus entró en la nueva carretera de dos carriles que había delante
de los hoteles. Pronto los dejaron atrás, pasaron por un grupo de
chabolas desvencijadas y enfilaron hacia el desierto. El aire
acondicionado susurraba con fuerza. Las ondas de calor corrían sobre
la arena.
Casi
una hora después, el bus se detuvo.
—Tenemos
una hora —dijo el chófer en inglés con mucho acento. Abrió la
portezuela—. Esto es el templo de Marmaz. Muy viejo. Una hora. —Los
turistas salieron. Unos cuantos ajustaban las cámaras o apuntaban
con las lentes.
Debido
a la maleta, Charles fue el último en salir. Entornó los ojos
debido al sol. El templo era un muro sólido de mármol blanco contra
la arena. Sintiendo curiosidad a pesar de todo, atravesó el
aparcamiento, evitando a los nativos que intentaban mostrarle algo.
—Pura
plata —dijo el hombre bajito, llamándole—. Precio especial solo
para usted.
Delante
del templo había un estanque de mármol agrietado, seco.
¿Quiénes
habían traído agua a través del desierto, quiénes habían
aprisionado la luna en mármol pálido? Pero en realidad, ¿cuánto
había sabido de todos los demás puntos turísticos que había
visitado, de los griegos que habían levantado el Partenón, de los
mayas que habían construido sus pirámides? Siguió la fila de
turistas para entrar en el templo, sintiendo que el frío le caía
encima como una bendición.
Pasó
de sala en sala, encantado, apenas sintiendo el peso de las maletas.
Vio mosaicos desmigajados de rojos, azules y verdes, fragmentos de
tapices, bóvedas, fuentes, torres, un comedor blanco en el que había
espacio para un centenar de personas. En una salita un nativo daba
explicaciones sobre una escultura blanca a una docena de americanos.
—Este
es dios Sol —dijo el nativo—. Y en la siguiente sala, la diosa
Luna. Luna, ¿sí? Iremos a verla luego. Una vez al año, las dos
estatuas… estatuas, ¿sí?… salen fuera. Los sacerdotes sacan. Se
casan. Su bebé es el año nuevo.
—Qué
tontería —dijo en voz baja una mujer que estaba de pie cerca de
Charles. Sostenía una guía—. Ese es el cuarto rey. Construyó el
templo. Dios Sol. —Rio desdeñosa.
—¿Podría…
podría consultar el libro un segundo? —dijo Charles.
La
portada se había girado hacia un lado, tentadora, casi revelando el
nombre del país.
La
mujer miró rápidamente la hora.
—Tengo
que irme —dijo—. El bus se va dentro de un minuto y tengo que
encontrar a mi marido. Lo siento.
El
bus de Charles ya se había ido cuando salió del templo. Hacía más
fresco, pero el calor todavía se elevaba de las arenas del desierto.
Tenía mucha hambre, tanta que casi estuvo tentado de comprar un
sándwich y una bebida fría en el chiringuito situado cerca del
aparcamiento.
—¿Cartas?
—le dijo alguien.
Charles
se volvió. El nativo bajito dijo algo que sonó como «¡Tiraz!».
Era la misma palabra que esa mañana le había dicho el chófer.
—¿Cartas?
—repitió.
—¿Qué?
—dijo Charles con impaciencia, buscando un taxi.
—Naipes
antiguos —dijo el nativo—. Muy sagrado. —Sacó un mazo de
cartas de la bolsa bordada y las extendió. Los colores eran muy
llamativos—. Recuerdo —dijo el nativo. Sonrió, enseñando
los
dientes
manchados de rojo—. Recuerdo de su viaje.
—No,
gracias —dio Charles. Por todo el aparcamiento parecía que
los nativos
intentaban vender a
los turistas
anillos, pipas, blusas y, por alguna razón, mazos de naipes—.
¿Taxi? —dijo—. ¿Hay taxis aquí?
El
nativo se encogió de hombros y pasó al siguiente turista.
Se
hacía tarde. Charles se acercó a la siguiente parada de bus. El
chófer estaba apoyado contra el vehículo, fumándose un pequeño
cigarrillo hecho con una hoja marrón.
—¿Dónde
puedo encontrar un taxi? —le preguntó Charles.
—No
hay taxis —dijo el chófer.
—No…
¿Por qué no? —dijo Charles. Aquel país era imposible. No veía
la hora de salir de allí, de encontrarse en un avión bebiendo
margaritas y de vuelta a los maravillosos Estados Unidos. Eran las
peores vacaciones de su vida—. ¿Puedo hacer una llamada? Tengo que
llegar al aeropuerto.
Una
mujer que estaba a punto de subir le oyó y se detuvo.
—¿El
aeropuerto? —dijo—. El aeropuerto está a ochenta kilómetros de
aquí. Por lo menos. Jamás encontrará un taxi que le lleve tan
lejos.
—¿Ochenta
kilómetros? —dijo Charles—. Me han dicho… En el hotel me han
dicho que estaba bastante cerca. —Perdió momentáneamente la
confianza. «¿Ahora qué hago?», pensó. Se sentó en las maletas.
—Un
momento —dijo la mujer. Se volvió hacia el chófer—. Tenemos
sitio. ¿No podemos llevarle a la ciudad con nosotros? Creo que
nosotros somos los últimos en irnos.
El
chófer se encogió de hombros.
—Por
el
tiraz,
por supuesto. Todo es posible.
Si
Charles no se hubiese sentido tan aliviado se habría sentido
molesto. ¿Qué significaba aquello de «tiraz»?
¿Imbécil? ¿Hombre con dos maletas? Siguió a la mujer al bus.
—No
puedo creer que pensase que esto estaba cerca del aeropuerto —dijo
la mujer. Se sentó al otro lado del pasillo—. Esto está en pleno
desierto. Aquí no hay nada. Aquí no vendría nadie si no fuese por
las ruinas.
—Me
lo han dicho en el hotel —dijo Charles. En realidad no quería
hablar. Ya no era el viajero con experiencia, el hombre que
entretenía a la gente de la piscina con historias de México, Grecia
o Hawai. Tendría que confesarse, tendría que regresar al hotel y
contarlo todo. Quizá llamasen a la policía para localizar a Debbie.
Un día malgastado y no había hecho más que dar vueltas para
regresar al punto de partida.
Se
sentía cansado y hambriento.
Pero
cuando el bus se detuvo no fue en la fila de hoteles brillantemente
iluminada. Se esforzó por ver en la oscuridad.
—Creía
que había dicho… —Se volvió hacia la mujer, furioso de tener
que quedar otra vez como un tonto—. Creía que volvíamos a la
ciudad.
—Esto
es… —dijo la mujer. Luego asintió, comprendiéndolo—. Usted
quiere ir a la ciudad nueva, la ciudad turística. Está unos quince
kilómetros carretera arriba. Cualquier taxi le llevará.
Charles
volvió a ser el último en bajar, en esta ocasión impedido no tanto
por las maletas como por la idea novedosa. La gente se alojaba en las
mismas ciudades en las que vivían los nativos. Había oído que
pasaba, pero había creído que
solo
lo
hacían los jóvenes, los estudiantes, los nómadas y los
autostopistas como el del hotel. Esa mujer no era joven y había
resultado razonablemente agradable. Deseó no haberse olvidado de
darle las gracias.
El
primer taxista se rio de Charles cuando este le mostró el billete de
cinco y le pidió que le llevase a la ciudad nueva. Tampoco le
impresionaron los cheques de viaje. El segundo y el tercero le
rechazaron directamente. La ciudad olía a aceite de motor y pescado
rancio. Se estaba haciendo tarde e incluso empezaba el frío, y
Charles se estaba poniendo nervioso por estar fuera tan tarde. Las
dos maletas resultaban un blanco evidente para cualquier ladrón. ¿Y
adónde iba a ir? ¿Qué iba a hacer?
En
ese momento le anegó el pánico tanto tiempo reprimido y echó a
correr. Se internó más profundamente en el laberinto confuso de la
ciudad, sin importarle adónde iba aparte de mantenerse en
movimiento. Todo estaba cerrado y había muy pocas farolas. Oía el
eco de sus pisadas en los edificios. Un gato se apartó de un salto,
con los ojos relucientes.
Después
de correr un buen rato, empezó a reducir el paso.
—¡Tiraz!—le
susurró alguien desde un edificio abandonado. El corazón le corría
desbocado. No miró atrás. Delante había un escaparate iluminado,
una tienda llena de trastos. La puerta estaba abierta. Una casa de
empeños.
Entró
con alivio. Se hizo un hueco entre las viejas revistas, los moldes
pasteleros oxidados y los cuentos infantiles. El hombre del mostrador
le miró pero no hizo ningún comentario. Sacó todo lo que había en
las dos maletas, decidió qué le hacía falta y volvió a guardarlo,
y puso la otra maleta en el mostrador. El hombre se acercó a una
mesita, abrió un cajón cerrado con llave y sacó una caja de acero.
Contó un poco de dinero y se lo ofreció a Charles. Charles lo
aceptó en silencio, sin molestarse en contarlo.
Con
el dinero pagó una cena que sabía a serrín y aceite de sésamo y
una cama derrengada en un viejo hotel. El ventilador del techo giró
toda la noche, porque Charles no supo apagarlo. Desde la esquina, una
cucaracha le observaba indiferente.
La
ciudad tenía un aspecto diferente a la luz del día. Las mujeres
vestidas con mantones y brazaletes de plata, los hombres con ropa que
había estado de moda hacía cincuenta años pasaban por delante del
hotel mientras Charles miraba. Lucía el sol. Empezó a animarse.
Llegaría al aeropuerto.
Caminó
por las calles casi alegre, haciendo caso omiso del dolor en los
brazos. Le picaba la barba porque la noche antes, en un momento de
pánico, había lanzado la maquinilla eléctrica en la maleta para
vender. Se encogió de hombros. Todavía le quedaban cosas por
vender.
Encontraría
una casa de empeño mejor.
Caminó,
dejando atrás casas desvencijadas y mercados al aire libre, mendigos
y niños, garajes de coches y restaurantes lúgubres que olían a
pescado frito.
—Disculpe
—le dijo a un hombre apoyado contra un carruaje de caballos—.
¿Sabe dónde puedo encontrar una casa de empeños?
El
hombre y el caballo alzaron simultáneamente la vista.
—Paseo,
¿sí? —dijo el hombre entusiasmado—. Monumentos famosos. Muy
barato.
—No
—dijo Charles—. Una casa de empeño. ¿Me comprende?
El
hombre se encogió de hombros, tiró de la crin del caballo.
—No
hablo inglés —dijo al fin.
Otro
hombre se había acercado a Charles por detrás.
—¿Casa
de empeño? —dijo.
Charles
se volvió con rapidez, aliviado.
—Sí
—dijo—. ¿Sabe dónde…?
—Dos
manzanas más abajo —dijo el hombre—. A la izquierda. Cinco
manzanas. Al otro lado del hospital.
—¿Qué
calle es esa? —preguntó Charles.
—¿Calle?
—dijo el hombre. Frunció el ceño—. Dos calles más abajo y a la
izquierda.
—El
nombre —dijo Charles—. El nombre de la calle.
Para
asombro de Charles, el hombre se echó a reír. El cochero también
se echó a reír, aunque era imposible que supiese de qué hablaban.
—¿Nombre?
—dijo el hombre—. Los turistas nombran las calles como si fuesen
niños pequeños, ¿sí? —Volvió a reír, limpiándose los ojos, y
le dijo algo al cochero en otro idioma, hablando con rapidez.
—Gracias
—dijo Charles. Recorrió las dos manzanas, giró a la izquierda y
bajó cinco manzanas más. No había hospital donde el hombre había
dicho que lo habría, ni había casa de empeño tampoco. Un hombre
que hablaba un poco de inglés le contó algo sobre un gran incendio,
pero Charles no consiguió entender si había sido la semana anterior
o varios años antes.
Comenzó
a desandar el camino hacia el hombre que le había dado las
indicaciones. Al cabo de unos minutos estaba completamente perdido.
Las calles se volvieron más sombrías y, en una ocasión, vio una
rata salir corriendo de un montón de periódicos. El fuego había
devorado aquella parte de la ciudad dejando edificios chamuscados y
dañados por el agua, abiertos a los transeúntes como exposiciones
de museo. Dos niños sucios corrieron hacia él, gritando:
—¡Dinero,
por favor, señor! ¡Dinero para comer! Se metió en una calle
lateral para perderlos.
Delante
de él había tres jóvenes con la ropa manchada de grasa.
Uno
de ellos le silbó algo, las palabras corriendo como el rayo. Otro
sostenía un trozo de cadena con la que jugueteaba, susurrando, entre
las manos.
—No
hablo… —dijo Charles, pero era demasiado tarde. Le cayeron
encima.
Uno
le arrancó la maleta de las manos, gritando:—¡El
amak! ¡El amak!
Otro
le derribó con un golpe en el estómago que le dejó sin aliento. El
tercero le revisó los bolsillos y se hizo con la cartera y el
pequeño fajo de cheques de viaje. Charles intentó ponerse en pie
sin fuerzas, y el segundo le volvió a derribar, golpeándole una vez
más en el estómago. El primero gritó algo y escaparon corriendo
calle abajo. Charles se quedó donde le habían dejado, luchando por
respirar.
Los
dos niños sucios pasaron de largo y también una vieja que llevaba
un cesto en equilibrio sobre la cabeza. Al cabo de unos minutos rodó
sobre sí mismo y se sentó, apoyándose contra un coche herrumbroso
sostenido sobre ladrillos. Tenía los pantalones rasgados, observó
embotado, rasgados y manchados de grasa, y había desaparecido la
maleta con el resto de su ropa.
Iría
a la policía, iría y diría que la maleta había desaparecido.
Sabía la palabra para maleta porque el joven ladrón la había
gritado
"Amak".
"El
amak".
Y de pronto comprendió algo que le dejó sin aliento con tanta
efectividad como un puñetazo en el estómago. Todas las palabras del
inglés, todas las palabras que conocía, tenían una correspondencia
en esa extraña lengua extrajera. Todo lo que pudiese pensar (mano,
amor, mesa, caliente) los nativos lo decían con otra palabra, una
palabra que no era inglés. Debbie lo sabía y era por eso que se le
daban bien las lenguas. Él no. Él había esperado que todos dejasen
de inmediato aquella farsa ridícula y empezasen a hablar como gente
normal.
Se
puso en pie cautelosamente, respirando con cuidado para hacer
desaparecer el dolor del estómago. Un rato después empezó a
caminar de nuevo, siguiendo más profundamente el laberinto de la
ciudad. Al final encontró un parquecito y se sentó a descansar en
un banco.
Casi
de inmediato se le acercó un nativo.
—¿Cartas?
—dijo el nativo—. Mire. —Abrió la bolsa bordada. Charles
suspiró. Estaba demasiado cansado para alejarse.
—No
quiero cartas —dijo—. No tengo dinero.
—Claro
que no —dijo el nativo—. Mire. Son hermosas, ¿no? —Extendió
sobre la hierba las cartas de vivos colores. Charles vio un jugador
de béisbol, una pitonisa, un estudiante, algunos dibujos que no
reconoció—. Mire —volvió a decir el nativo, y pasó a la
siguiente carta—. El turista.
Charles
no pudo evitar reír cuando vio la carta del hombre cargado de
maletas. Esa gente hacía tanto tiempo que recibía la visita de los
turistas que el turista se había convertido en un arquetipo, una
parte de la realidad cotidiana, como los reyes y los bufones. Miró
la carta más de cerca. Las maletas le resultaban familiares. Y el
turista… se echó atrás como si le hubiesen golpeado. Era él.
Se
puso en pie con rapidez y empezó a correr, pasando del dolor en el
estómago. El nativo no le siguió.
Después
de aquello vio a los vendedores de cartas en todas las esquinas. Le
llamaban incluso si cruzaba la calle para evitarlos.
—¡Tiraz,
tiraz!—le
decían. Ahora sabía lo que significaba: «turista».
Al
ponerse el
sol
sintió
un hambre feroz. Esquivó a una mendiga agachada en la calle y vio,
demasiado tarde, a un vendedor de cartas
esperando
en la esquina. El vendedor le ofreció algo, una especie de empanada,
y Charles la aceptó, demasiado hambriento para rechazarla.
La
empanada estaba rellena de carne y era muy rica. Como a una señal,
los otros
vendedores de cartas comenzaron a darle cosas: un odre de vino, un
poco de pescado envuelto en papel. Uno de ellos le entregó dinero,
mucho más dinero de lo que costaba un mazo de cartas. Estaba
oscureciendo. Con el dinero alquiló una habitación para pasar la
noche.
Al
día siguiente, un vendedor de cartas le esperaba en la esquina.
—Vale
—le dijo Charles. Había perdido parte de la beligerancia—. Me
rindo. ¿Qué demonios está pasando?
—Mire
—dijo el vendedor de cartas. Sacó las cartas de la bolsa bordada—.
Aquí lo pone. —Se agachó en la acera, pasando de la suciedad, la
gente que pasaba,
los vapores
de la calle. La acera, se dio cuenta Charles, parecía pavimentada
con chapas de botellas.
El
vendedor extendió las cartas.
—Mire
—dijo—. Está predicho. Las cartas son nuestro oráculo, nuestro
periódico, nuestro entretenimiento. Todo depende de cómo las leas.
—Charles se preguntó dónde habría aprendido a hablar inglés el
hombre, pero no quería interrumpirle—. Verá —dijo el hombre
poniendo una carta boca arriba—. Aquí está. El turista. Estaba
predicho que usted vendría a la ciudad.
—¿Y
luego qué? —preguntó Charles—. ¿Cómo vuelvo?
—Debemos
preguntar a las cartas —dijo el hombre. Tranquilamente puso otra
carta boca arriba, las ruinas de Marmaz—. Quizás esperemos a la
próxima edición.
—Próxima…
—dijo Charles—. ¿Quiere decir que las cartas no son siempre
iguales?
—No
—dijo el hombre—. ¿Los periódicos siempre son iguales?
—Pero…
¿quién las imprime?
El
hombre se encogió de hombros.
—No
lo sabemos. —Giró otra carta, la de una joven rubia.
—¡Debbie!
—dijo Charles, sorprendido.
—Sí
—dijo el hombre—. La mujer con la que vino. Tuvimos que
convencerla de que se fuese para que usted cumpliese la profecía y
viniese a la ciudad. Y luego le quitamos sus papelitos, los que son
importantes para el
tiraz.
Es una forma estúpida de viajar, si me permite decirlo. En la ciudad
los únicos papeles importantes son las cartas, y si un hombre pierde
sus cartas es fácil conseguir otras.
—¿Ustedes…
ustedes me quitaron el pasaporte? —dijo Charles.
No
sentía tanta furia como hubiese deseado.
—¿Mi
pasaporte y el billete de avión? ¿Dónde están?
—Ah
—dijo el hombre—. Debemos preguntar a las cartas. —Sacó otro
mazo de la bolsa y se lo entregó a Charles. Antes de que este
pudiese responder se puso en pie y se alejó.
A
mediodía Charles había vuelto a dar con el parquecito. Se sentó y
extendió las cartas, preguntándose si lo que le había dicho el
vendedor tenía algún sentido. En su mazo no salía Debbie. ¿Era
por tanto una edición anterior, o una posterior?
Una
pareja de americanos se le acercó mientras él contemplaba las
cartas.
—Ahí
están otra vez esas cartas —dijo la mujer—. Son de lo más
pintorescas. ¿Cuánto pide por las suyas? —le preguntó a
Charles—. El hombre de allá ha dicho que nos las daría por diez.
—Ocho
—dijo Charles sin vacilar, recogiéndolas.
La
mujer miró al marido.
—Vale
—dijo él. Sacó uno de cinco y tres de uno de la cartera y se los
dio a Charles.
—Gracias,
señor —dijo Charles.
El
hombre bufó.
—Hablaba
bastante bien inglés —dijo la mujer mientras se alejaban—. ¿No
crees?
Más
tarde, ese mismo día, un vendedor de cartas le dio tres mazos más y
una bolsa bordada. Por la tarde ya había vendido dos. Unas noches
después, se unió a los vendedores de cartas que esperaban en el
parquecito la nueva edición de cartas. En algún lugar una campana
tocó la medianoche. Una mujer con hermoso y largo pelo oscuro y un
manto bordado surgió de la noche y silenciosamente sacó los mazos
de cartas de su bolsa. Su brazalete de plata relució a la luz de la
luna. Le dio doce mazos a Charles. Los hombres, a su alrededor, ya
abrían las cajas, extendiendo las cartas, leyendo el pasado, o el
presente, o el futuro.
Al
cabo de unos tres años Charles se cansó de vender cartas. Los
dientes se le habían puesto rojos de mascar la nuez que mascaban
todos y había aprendido a fumar los cigarrillos de hojas. Los otros
siempre le insistían en que alguien que hablaba inglés tan bien
como él tendría que haber sido guía turístico, y finalmente
decidió que tenían razón. Ahora lleva grupos de turistas por las
ruinas de Marmaz, hablándoles del dios Sol y la diosa Luna y de
cualquier otra cosa que se le ocurra ese día. Nunca ha descubierto
en qué país vive.
Isaac Asimov. Revista de ciencia ficción, 1985.
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