—¿Usted cree en los fantasmas? —pregunté a Runciman.
Tuve que hacerle aquella pregunta tan trillada más porque era un hombre con el que costaba pasar una hora que por cualquier otra razón. Ya conocen sus libros, o tal vez sea más probable que no los conozcan:The Running Man, The Elm Tree, y Crystal and Candlelight. Es uno de esos hombrecillos que son lo bastante constantes en esta era de inmensa superproducción de libros, hombres que publican su novela cada otoño, que con esa publicación suscitan en ciertos círculos un aprecio entusiasta y ciertas alabanzas, que tienen un público pequeño y fiel, cuya difusión es verdaderamente muy pequeña, que cuando los conoces tienen muy poco que decir, que a menudo son tímidos y nerviosos, pesimistas y alejados de la vida diaria. Tales hombres desarrollan una obra excelente, causan poco estrépito en su propio tiempo, y puede que cincuenta años después sean redescubiertos por algún crítico curioso y se conviertan en una especie de culto para una nueva generación.
Le hice aquella pregunta a Runciman porque, por alguna razón desconocida, le había invitado a cenar en mi piso y ahora me enfrentaba a una larga noche llena de la más tediosa de las conversaciones, esa charla que muere cada dos minutos y tiene que ser revivida con terribles esfuerzos. Como yo era crítico, y como había alabado en muchas ocasiones la obra de Runciman, él se sentía muy nervioso y tímido en mi presencia; si le hubiera despreciado, tal vez habría tenido mucho que decir: era de esa clase de hombres. Pero mi pregunta fue afortunada: le excitó al instante, su largo y huesudo cuerpo se llenó de una nueva energía, sus ojos contemplaron un rico y emocionante recuerdo, habló sin pausa, y yo tuve cuidado de no interrumpirle. Me contó una de las historias más asombrosas que he oído jamás. Si era verdad o no, por supuesto no puedo saberlo: las historias de fantasmas casi siempre son de segunda o tercera mano. En todo caso, tuve la buena suerte de obtener la mía directamente de la fuente. Aún más, Runciman no era un mentiroso: era demasiado serio para eso. Él mismo reconoció que no estaba seguro, después de tanto tiempo, de si no habría ido todo adquiriendo una importancia mayor con el paso de los años. Sin embargo, aquí está tal y como él me lo contó.
—Fue hace cerca de quince años —dijo—. Bajé a Cornualles para alojarme con Robert Lunt. ¿Recuerda su nombre? No, supongo que no. Escribió varias novelas; y algunas de esas cosas que no son del todo novelas ni del todo poemas, sino más bien obras místicas y pintorescas, y que cuesta mil demonios hacer bien. El Return de De la Mare es un buen ejemplo de ese tipo de cosas. Yo había reseñado en algún sitio su último libro, y lo había reseñado favorablemente, y recibí de él una carta muy conmovedora que demostraba que aquel hombre estaba sediento de alabanzas y también, supuse, de compañía. Vivía en Cornualles, en algún lugar de la costa, y su esposa había muerto un año antes; decía que estaba completamente solo, y que si quería pasar la Navidad con él; confiaba en que no lo considerase una impertinencia; se imaginaba que ya estaría comprometido, pero no podía resistirse a la posibilidad. Bueno, no estaba comprometido; ni mucho menos. Si Lunt se sentía solo, yo también; si Lunt era un fracaso, yo también; me sentí conmovido por su carta, como he dicho, y acepté su invitación. Mientras bajaba en el tren hacia Penzance me preguntaba qué clase de hombre sería. Nunca había visto una fotografía suya; no era la clase de autor cuya foto publican los periódicos. Debía de ser, imaginaba, aproximadamente de mi misma edad… tal vez algo mayor. Sé que cuando estamos solos, algunos nos pasamos todo el tiempo imaginando que aparecerá un amigo en algún sitio, ese amigo ideal que comprenderá todos nuestros sentimientos, que nos dará afecto sin ser sentimental, que se interesará por nuestros asuntos sin ser impertinente… sí, la clase de amigo que uno nunca encuentra.
»Supongo que me hice una imagen muy romántica de Lunt antes de llegar a Penzance. Él y yo hablaríamos de todas aquellas cuestiones literarias que me parecían en aquella época tan absorbentes; tal vez nos veríamos a menudo e incluso viajaríamos al extranjero en esas pequeñas excursiones que se convierten tan rápidamente en melancólicas cuando uno está solo, y en deliciosas cuando uno disfruta de la compañía perfecta. Le imaginaba frugal, delicado y refinado, con una especie de tristeza y una fantasía algo infantil. Hasta aquel momento, ambos habíamos fracasado en nuestras carreras, pero tal vez juntos pudiéramos hacer grandes cosas.
»Cuando llegué a Penzance estaba casi oscuro, y la nieve, con la cual había amenazado todo el día un cielo encapotado, había empezado a caer suave y tímidamente. En su carta me había dicho que habría una calesa esperándome en la estación para llevarme a su casa; y allí la encontré: un curioso carruaje, viejo y desgastado, con un curioso y desgastado conductor. Con el tiempo que ha pasado, puede que mi imaginación haya inventado muchas cosas, pero supongo que desde el momento en que me subí a aquel carruaje, cierta oscura sugestión de miedo y aprensión hizo presa en mí. Imagino que sentí algún absurdo impulso de salir de allí y tomar el tren nocturno de vuelta a Londres… un acto que habría sido muy impropio de mí, ya que siempre he tenido una especie de obstinada determinación por llevar hasta el final cualquier cosa que empiece. En todo caso, me sentía incómodo en aquel carruaje; recuerdo que tenía un desagradable olor mustio a paja húmeda y huevos rancios, y parecía encerrarme tan estrechamente como si estuviera decidido a que, una vez que estuviera dentro, ya no pudiera salir nunca. Además, hacía un frío terrible; pasé más frío durante aquel trayecto de lo que nunca había pasado antes ni he vuelto a pasar después. Era ese frío que parece penetrar en nuestro mismo cerebro, de manera que no podía pensar con claridad, sino únicamente desear una y otra vez no haber ido allí. Por supuesto, no podía ver nada, sólo sentir las sacudidas sobre la carretera desigual, y una vez más parecía que nos abríamos camino a través de senderos oscuros, porque podía sentir las ramas sobresalientes de los árboles golpeando la cabina con toquecitos misteriosos, como si estuvieran intentando transmitirme un mensaje urgente.
»Bueno, no debo darle más importancia de la que tienen los hechos, y no debo ver en todo el eco de los sucesos posteriores. Sólo sé que mientras proseguíamos el trayecto, cada vez me sentía más desgraciado; desgraciado por el frío de mi cuerpo, por los malos presagios de mi imaginación, por mi estado general de soledad.
»Por fin nos detuvimos. El viejo espantapájaros se levantó lentamente de su tablón, emitiendo muchos suspiros y jadeos, vino hasta la puerta de la cabina, y, con gran dificultad y con irritante lentitud, la abrió. Salí, y descubrí que ahora la nieve caía copiosamente, y que el camino estaba iluminado por su suave y misterioso resplandor. Delante de mí tenía una sombra jorobada y desgarbada; la casa que iba a acogerme. No podía distinguirla en aquella oscuridad, pero me quedé allí de pie temblando mientras el viejo tiraba de la campana con una especie de energía frenética, como si estuviera impaciente por librarse del trabajo lo más rápidamente posible y volver a su propia casa. Por fin, después de lo que pareció un rato interminable, la puerta se abrió y otro viejo, que podría haber sido el hermano del conductor, asomó la cabeza. Los dos viejos hablaron, y por fin cargaron mi bolsa y se me permitió abandonar el frío devastador.
»Bueno, sé que esto no es cosa de mi imaginación. Nunca, en ningún momento de mi vida, he odiado a primera vista con tanta energía ninguna morada en la que haya entrado como aborrecí aquella casa. No había nada especialmente desagradable en mi primera visión del vestíbulo. Era un sitio grande y oscuro, iluminado por dos lámparas opacas, frías y carentes de alegría; pero no capté ninguna impresión concreta porque en seguida me sacaron de allí, me condujeron por un pasillo, y me introdujeron en una habitación que era, según veía, tan cálida y cómoda como el vestíbulo había sido oscuro e inhóspito. De hecho, me sentí tan complacido por el fuego enorme y saltarín que avancé hacia él al instante, sin observar, en un primer momento, la presencia de mi anfitrión; y cuando le vi, no pude creer que fuera él. Le he dicho la clase de hombre que esperaba ver; pero, en lugar del artista sensible y frugal, encontré delante de mí a un enorme hombre fornido, de más de metro ochenta, imagino, tan ancho de hombros como alto, que revelaba una enorme fuerza muscular, la parte inferior de su cara oculta por una barba negra y puntiaguda.
»Pero si me asombró mi primera imagen de él, quedé doblemente atónito cuando habló. Su voz era fina y aflautada, como la de una vieja, y los pequeños gestos nerviosos que hacía con las manos eran aún más femeninos que su voz. Pero tal vez tuviera que conceder un margen a la emoción, pues estaba emocionado; vino hacia mí, tomó mi mano entre las suyas, y la sujetó como si no fuera a soltarla nunca. Por la noche se disculpó por ello.
»—Estaba tan contento de verle —dijo—; no podía creer que realmente fuera a venir; es el primer visitante de mi propia clase que he tenido en mucho tiempo. La verdad es que me avergonzaba invitarle, pero tenía que aprovechar la oportunidad… significa mucho para mí.
»Su entusiasmo, de hecho, tenía algo de perturbador; algo de patético, también. Todo era poco para mí: me condujo a lo largo de curiosos y antiguos pasillos medio derruidos, con las tablas crujiendo bajo nosotros con cada paso; subimos por oscuras escaleras entre paredes cubiertas, por lo que podía ver bajo la pálida luz, de amarillentas fotografías de paisajes, y me enseñó mi habitación con un violento gesto de desprecio, como si esperase que nada más verla me diese media vuelta y saliera corriendo. No me gustó más que el resto de la casa; pero no era culpa de mi anfitrión. Había hecho todo lo posible por mí; había un enorme fuego ardiendo en la chimenea, había una botella caliente, según me explicó, dentro de la cama con dosel de cuatro columnas, y el viejo que me había abierto la puerta ya estaba sacando mis ropas de la maleta y guardándolas. El nerviosismo de Lunt era casi conmovedor. Me puso las manos sobre los hombros y dijo, mirándome con aire de súplica:
»—Si supiera lo que significa para mí tenerle aquí, las conversaciones que mantendremos. Pero bueno, debo dejarle. Bajará a reunirse conmigo tan pronto como pueda, ¿verdad?
»Fue entonces, al quedarme solo en mi habitación, cuando sentí el segundo impulso de huir. Cuatro velas en un viejo y alto candelabro de plata refulgían con gran esplendor, y ellas, junto con el fuego ardiente, proporcionaban luz abundante; y sin embargo la habitación era en cierta forma sombría, como si un leve humo la impregnara, y recuerdo que me acerqué a una de las antiguas ventanas con celosía y la abrí un momento como si me sintiera sofocado. Dos cosas me hicieron cerrarla rápidamente. Una fue el frío intenso que, con un revoloteo de nieve, entró en la habitación; la otra fue el rugido ensordecedor del mar, que parecía arrojarse contra mi propia cara como si quisiera derribarme. Rápidamente cerré la ventana, me di la vuelta, y vi a una vieja en pie junto al lado interior de la puerta. Bueno, todas las historias de este género dependen de su verosimilitud para conservar el interés. Por supuesto, para hacer convincente mi relato, debería ser capaz de demostrarle que vi a aquella anciana; pero no puedo. Sólo puedo ofrecerle mi francamente aburrida reputación de probidad. Sabe que soy abstemio, y siempre lo he sido, y, la prueba más importante de todas, que no esperaba ver a una anciana; y sin embargo no tengo la menor duda de que lo que vi fue una anciana. Podría hablarme de sombras, de ropas colgando de la puerta, y todas esas cosas. No sé. No tengo teorías sobre esta historia, no soy espiritista, no sé si creo en algo en especial, excepto en la belleza de las cosas hermosas. Lo dejaremos, si quiere, en que imaginé haber visto a una vieja, y mi fantasía fue tan fuerte que hasta el día de hoy, todavía puedo darle una descripción muy detallada de su apariencia. Llevaba un vestido de seda negro, y sobre el pecho un broche grande, feo y dorado; tenía el pelo negro, apartado de la frente y dividido por la mitad; llevaba un cuello de algún material blanco alrededor de la garganta; su rostro era uno de los más malignos, perversos y furtivos que he visto jamás… de color muy blanco. Ya estaba muy marchita, pero en el pasado podría haber sido muy guapa. Se quedó allí parada en silencio, las manos a su lado. Pensé que era una especie de ama de llaves.
»—Tengo todo lo que quiero, gracias —dije—. ¡Qué fuego tan espléndido!
»Me giré un instante hacia él, y cuando volví a mirar se había ido. No le di importancia, por supuesto. Cogí una vieja silla tapizada de un verde desvaído, y pensé en leer un rato un libro que había traído conmigo, antes de ir a reunirme con mi anfitrión. La verdad era que no estaba muy impaciente por unirme a él antes de lo necesario. No me gustaba. Ya había decidido que encontraría alguna excusa para regresar a Londres lo antes posible. No puedo decirle por qué no me gustaba, excepto que yo era muy reservado y que, como muchos ingleses, desconfiaba enormemente de las demostraciones de emotividad, especialmente si procedían de otro hombre. No me había gustado la forma en que me había puesto las manos sobre los hombros, y tal vez sentí que no podría corresponder a tanta emoción como sentía por mí.
»Me senté en la silla y tomé mi libro, pero no había leído más de dos minutos cuando noté un olor muy desagradable. Bueno, existen toda clase de olores —los saludables y los que no—, pero creo que no hay nada más desagradable que esa especie de olor gélido que procede de la combinación de malos desagües y habitaciones cerradas; a veces se puede encontrar en posadas campestres y en decrépitos hostales de pueblo. Aquel olor era tan concreto que casi podía localizarlo; procedía de cerca de la puerta. Me levanté, me acerqué a la puerta, y en seguida fue como si me estuviera acercando a alguien que, si me perdona la vulgaridad, no estuviera demasiado acostumbrado a bañarse. Me retiré como podría haberlo hecho si hubiera habido una persona allí. Luego, repentinamente, el olor desapareció, la habitación recuperó la frescura, y vi, para mi sorpresa, que una de las ventanas se había abierto y que la nieve volvía a entrar. La cerré y fui al piso de abajo.
»La noche que siguió fue bastante extraña. Mi anfitrión no era en sí mismo un hombre desagradable; hizo lo que estuvo en su mano por complacerme. Tenía una cultura exquisita y un amplio conocimiento de los libros y las cosas. Se animó mucho a medida que avanzaba la velada; me dio una buena cena en un curioso y pequeño comedor, cubierto de algunos grabados admirables. El criado se ocupaba de nosotros —un viejo curioso, con larga barba como de chivo— y, extrañamente, fue a través de él de quien volvió mi anterior aprensión. Acababa de poner el postre sobre la mesa, me había colocado el plato delante, cuando le vi dar un respingo y mirar hacia la puerta. Aquello atrajo mi atención, porque su mano, al tocar el plato, tembló súbitamente. Mis ojos le siguieron, pero no pude ver nada. Estaba perfectamente claro que algo le asustaba, y entonces (por supuesto, podría muy fácilmente haber sido una fantasía), me pareció detectar una vez más aquel extraño y nocivo olor.
»Volví a olvidarlo cuando ambos estuvimos sentados delante de un espléndido fuego en la biblioteca. Lunt tenía una excelente colección de libros, y le resultaba delicioso, como a todos los coleccionistas de libros, tener alguien cerca que fuera capaz de apreciarlos. Estuvimos mirando un libro tras otro, y hablando con entusiasmo de algunos de los novelistas ingleses menores a los que yo era especialmente aficionado —Bage, Godwin, Henry Mackenzie, la señora Shelley, Mat Lewis y otros—, cuando una vez más me sorprendió desagradablemente echándome el brazo sobre los hombros. Toda mi vida me ha disgustado profundamente que ciertas personas me toquen. Supongo que es algo que nos pasa a todos. Es una de esas cosas inexplicables; y me disgustaba tanto que me retiré abruptamente.
»Al instante se convirtió en un hombre dominado por una cólera furiosa e ingobernable; pensé que iba a golpearme. Se quedó allí tembloroso, las palabras brotando de su boca incoherentemente, como si estuviera loco y no supiera lo que decía. Me acusó de insultarle, de abusar de su hospitalidad, de tirarle su amabilidad a la cara, y otro millar de cosas ridículas; y no puedo decirle lo extraño que era oír todo aquello pronunciado por aquella voz chillona y aflautada como si procediera de una mujer excitada, y sin embargo ver con los propios ojos aquella forma enorme y muscular, aquellos hombros inmensos y aquella cara de barba oscura.
»No dije nada. Físicamente, soy un cobarde. Por encima de cualquier otra cosa en el mundo, me repugnan las peleas. Por último, conseguí emitir:
»—Lo siento mucho. No era mi intención. Por favor, perdóneme.
»Y entonces me di la vuelta apresuradamente para abandonar la habitación. Al instante volvió a cambiar; ahora estaba casi bañado en lágrimas. Me imploró que no me fuera; dijo que era su maldito temperamento, pero que se sentía tan desgraciado y tan infeliz, y que durante tanto tiempo había estado solo y deprimido que apenas sabía lo que hacía. Me suplicó que le diese otra oportunidad, y que si escuchaba su historia, tal vez fuera más paciente con él.
»De inmediato, pues así de raro es el hombre, cambié mis sentimientos hacia él. Me dio mucha pena. Vi que era un hombre con los nervios de punta, y que de verdad necesitaba ayuda y simpatía, y que se volvería loco si no la obtenía. Le puse la mano sobre el hombro para tranquilizarle y para demostrarle que no le deseaba ningún mal, y sentí que su enorme cuerpo temblaba de la cabeza a los pies. Volvimos a sentarnos, y de una forma extraña y llena de desvaríos me contó su historia. Fue muy breve, y lo esencial era que, más para tener algún tipo de compañía que por un rapto de pasión, se había casado quince años antes con la hija de un clérigo vecino. Su vida en común no había sido muy feliz, y al final la odiaba, según me dijo con franqueza. Ella había sido mala, despótica y mezquina; me confesó que para él había sido un alivio cuando, apenas un año antes, murió por un fallo cardiaco. Entonces había pensado que las cosas irían mejor para él, pero no había sido así; desde entonces, nada le había salido bien. No había sido capaz de trabajar, muchos de sus amigos habían dejado de ir a verle, le había resultado aún más difícil encontrar criados que se quedaran con él, se sentía desesperadamente solo, dormía mal… por eso era por lo que su carácter estaba tan terriblemente desquiciado. No había nadie con él en la casa salvo el viejo, que era, afortunadamente, un excelente cocinero. También había un muchacho, el nieto del viejo.
»—Oh, pensaba —dije— que la excelente cena de esta noche había sido cocinada por su ama de llaves.
»—¿Mi ama de llaves? —contestó—. No hay ninguna mujer en la casa.
»—Oh, pero entró una en mi habitación —respondí— esta tarde, una señora mayor con un vestido de seda negro.
»—Se equivoca —contestó con una voz muy extraña, como si estuviera ejerciendo toda la fuerza que poseía para mantenerse tranquilo y controlado.
»—Estoy seguro de haberla visto —contesté—. No ha podido haber ningún error.
»Y se la describí.
»—Se ha equivocado —repitió de nuevo—. ¿Es que no ve que no ha podido ser de otra forma si le estoy diciendo que no hay ninguna mujer en la casa?
»Le tranquilicé rápidamente para evitar que se produjera otro estallido de rabia. Luego formuló la más extraña súplica. Con aire de urgencia, como si su misma vida dependiera de ello, me rogó que me quedase con él unos días. Dio a entender, aunque no dijo nada específico, que tenía graves problemas, y que si me quedaba aunque sólo fuera unos días, todo saldría bien, que si en toda mi vida había tenido ocasión de realizar una buena obra, aquel era el momento, que no podía esperar retenerme en un sitio tan espantoso, pero que nunca lo olvidaría si lo hacía. Me habló con una voz tan angustiada que le consolé como podría haber consolado a un niño, prometiéndole que me quedaría, y estrechándole la mano como si hubiera una especie de solemne pacto entre nosotros.
II
»Estoy seguro de que le gustaría que le contara aquel incidente tal y como ocurrió, y si la catástrofe final parece llegar, como así fue, accidentalmente, sólo puedo decirle que así fue como se desarrolló. Desde aquel suceso, he intentado sumar dos y dos, y el hecho de que no den cuatro es el defecto que mi historia comparte, supongo, con todas las auténticas historias de fantasmas.
»Pero la verdad es que después de aquel extraño episodio entre nosotros, pasé una muy buena noche. Dormí el sueño de los justos, cómodo y caliente, en mi cama de cuatro columnas, con el murmullo del mar más allá de las ventanas meciendo mis sueños. La mañana siguiente también fue radiante y alegre, el sol refulgía en la nieve, y la nieve devolvía los brillos al sol como si se alegraran de verse el uno al otro. Pasé una mañana muy agradable mirando los libros de Lunt, hablando con él y escribiendo una o dos cartas. Debo decir que, al fin y al cabo, aquel hombre me caía bien. La súplica que me había hecho la noche anterior me había conmovido. Muy pocas personas me han suplicado alguna vez algo. Su nerviosismo seguía ahí, y también la sensación constante de aprensión, pero parecía afrontarlo con su mejor cara, haciendo todo lo posible para tranquilizarme e inducirme a quedarme, supongo, y para que le proporcionara un poco de aquella compañía que tan terriblemente necesitaba. Me atrevo a decir que si no hubiera estado tan ocupado con los libros, no habría estado tan contento. Había un extraño y escalofriante silencio en aquella casa, si uno se detenía a escuchar; y recuerdo que hubo un momento cuando estaba sentado frente al viejo escritorio, redactando una carta, en que levanté la cabeza y miré hacia arriba, y vi a Lunt observándome como si se preguntara si había oído o notado algo. Así que yo también escuché, y me pareció como si hubiera alguien al otro lado de la puerta de la biblioteca, con la mano levantada para llamar; una idea pintoresca, sin nada que la apoyase, pero podría haber jurado que si hubiera ido a la puerta y la hubiese abierto de golpe, habría visto a alguien.
»Sin embargo, me sentía bastante animado, y después de almorzar, bastante feliz. Lunt me preguntó si me apetecía dar un paseo, y le dije que sí. Salimos bajo la luz del sol, sobre la nieve crujiente, en dirección al mar. No recuerdo de qué hablamos; parecíamos sentirnos muy cómodos el uno con el otro. Cruzamos los campos hasta llegar a cierto punto, miramos al mar —liso como la seda— y nos dimos la vuelta. Recuerdo que me sentía tan contento que de pronto vi de color de rosa todo mi futuro. Empecé a hacer confidencias a Lunt, contándole mis pequeños planes, mis esperanzas para el libro que estaba escribiendo entonces, e incluso empecé tímidamente a sugerirle que tal vez deberíamos hacer algo juntos; que lo que ambos necesitábamos era un amigo que compartiera gustos con nosotros. Sé que seguí hablando, que habíamos cruzado una calle del pueblo, y que estábamos subiendo por el sendero hacia la oscura avenida de árboles que conducía hasta su casa, cuando de pronto se produjo el cambio.
»Lo primero que noté fue que ya no me estaba escuchando; su mirada estaba fija en algún punto detrás de mí, en el mismo corazón del negro macizo de árboles que bordeaba el paisaje plateado. Yo también miré, y mi corazón dio un salto. Allí, justo delante dé los árboles, como si estuviera esperándonos, la vieja a quien había visto en mi habitación la noche anterior. Me detuve.
»—¡Vaya, ahí está! —dije—. Esa es la anciana de la que hablaba, la anciana que entró en mi habitación.
»Él me agarró el hombro con la mano.
»—Ahí no hay nada —dijo—. ¿Es que no ve que es una sombra? ¿Qué le ocurre? ¿Es que no ve que no hay nada?
»Avancé unos pasos, y efectivamente no había nada, y hasta el día de hoy no sería capaz de decirle si fue una alucinación mía o no. Sólo puedo decir que, a partir de aquel momento, la tarde pareció tornarse oscura. Mientras entrábamos en la avenida de árboles, en silencio y apresurándonos como si alguien fuera detrás de nosotros, el ocaso parecía haber caído, de forma que apenas podía ver por dónde andaba. Llegamos a la casa sin aliento. Entró apresuradamente en su estudio, como si yo no fuera con él, pero le seguí y, al cerrar la puerta detrás de mí, dije, con todas las fuerzas que fui capaz de reunir:
»—Bueno, ¿qué sucede? ¿Qué es lo que le atormenta? ¡Debe decírmelo! ¿Cómo puedo ayudarle si no lo hace?
»Y él contestó, con una voz tan extraña que fue como si hubiera perdido la cabeza:
»—Le digo que no sucede nada. ¿Es que no me cree cuando le digo que no sucede nada? Estoy perfectamente… ¡Oh, Dios mío!… ¡Dios mío!… ¡no se vaya!… Hoy es el mismo día… la misma noche que dijo… Pero no hice nada, se lo juro… no hice nada… es sólo su maldad bestial…
»Estalló. Todavía me sujetaba el brazo con la mano. Hizo extraños movimientos, limpiándose la frente como si la tuviera empapada de sudor, casi implorante; de pronto, se ponía repentinamente furioso de nuevo, y otra vez volvía a suplicarme, como si le hubiera negado la única cosa que quería.
»Vi que realmente no estaba muy lejos de la locura, y empecé a sentir un terror súbito hacia aquella casa oscura y lóbrega, hacia aquel hombre grande y tembloroso, y hacia algo más que era peor que todo junto. Pero le compadecía. ¿Cómo no hacerlo? Le obligué a sentarse en el sillón junto al fuego, que ahora había mermado hasta convertirse en unos rescoldos resplandecientes. Permití que me mantuviera próximo a él con su brazo y que me apretara la mano con la suya, y repetí, tan tranquilamente como pude:
»—Pero cuéntemelo; no tenga miedo, sea lo que sea que ha hecho. Dígame qué peligro es el que teme, y así lo podremos afrontar juntos.
»—¡Temer! ¡Temer! —repitió; y entonces, con un poderoso esfuerzo que no pude por menos que admirar, reunió toda su capacidad de control—. He perdido la cabeza —dijo— por la soledad y la depresión. Mi esposa murió hace un año, una noche como esta. Nos odiábamos el uno al otro. No pude lamentarlo cuando murió, y ella lo sabía. Cuando llegó aquel ataque final, me dijo entre jadeos que volvería, y siempre he temido esta noche. En parte es por eso por lo que le pedí que viniera, para tener a alguien aquí, a quien fuese, y usted ha sido muy amable… más amable de lo que yo tenía derecho a esperar. Debe de creer que estoy loco, al verme desvariar de esta manera, pero si me ayuda a superar esta noche, pasaremos buenos momentos juntos. No me abandone ahora… ¡precisamente ahora!
»Le prometí que no lo haría. Le tranquilicé lo mejor que pude. Nos quedamos allí sentados, durante no sé cuánto tiempo, mientras la oscuridad aumentaba; ninguno de los dos se movió, el fuego se extinguió, y la habitación quedó iluminada por un extraño resplandor pálido que procedía del paisaje nevado al otro lado de las ventanas sin cortinas. Ridículo, quizás, cuando pienso ahora en ello. Nos quedamos allí sentados, yo en una silla a su lado, cogidos de la mano, como una pareja de enamorados; pero, en realidad, éramos dos hombres aterrorizados, temerosos de lo que se avecinaba, e incapaces de hacer nada para enfrentarnos a ello.
»Creo que tal vez eso fuera lo más extraño de todo; la especie de parálisis que me dominó. ¿Qué habría hecho usted, o cualquier otra persona?… ¿Habría llamado al viejo, habría bajado a la posada del pueblo, habría traído al médico local? No podía hacer nada más que ver cómo la luz de la luna se movía como agua temblorosa sobre los muebles y escuchar, a través del silencio impaciente, el débil ulular de un búho procedente de los árboles del bosque.
III
»Extrañamente,
no puedo recordar nada, por más que lo intente, del periodo entre
aquella extraña vigilia y el momento en que yo mismo, al despertar
de un breve sueño, me senté en la cama para ver a Lunt en pie
dentro de mi habitación, sujetando una vela. Llevaba un camisón, y
parecía enorme a la luz de la vela, su barba negra cayendo
intensamente oscura sobre la tela blanca de su camisa. Se acercó muy
silenciosamente a mi cama, la vela proyectaba sombras oscilantes por
la habitación. Cuando habló, fue con una voz baja y contenida, casi
un susurro.
»—¿Quiere
venir —preguntó— sólo media hora?…, ¿sólo media hora?
—repitió, mirándome como si no me conociera—. Me siento muy
infeliz sin nadie… muy infeliz.
»Entonces,
miró por encima de su hombro, sujetó la vela sobre su cabeza, y
escudriñó penetrantemente cada parte de la habitación. Podía ver
que le había ocurrido algo, que había dado otro paso hacia el país
del Miedo… un paso que le había apartado de mí y de todos los
demás seres humanos. Susurró:
»—Cuando
venga, pise suavemente; no quiero que nadie nos oiga.
»Hice
lo que pude. Salí de la cama, me puse mi bata y mis zapatillas, e
intenté persuadirle para que se quedase conmigo. El fuego estaba
casi apagado, pero le dije que volveríamos a encenderlo, y que nos
quedaríamos allí sentados, esperando el amanecer; pero no, repitió
una y otra vez:
»—Es
mejor en mi propia habitación; allí estaremos más seguros.
»—¿Seguros
de qué? —le pregunté, haciendo que me mirase—. ¡Lunt,
despierte! Es como si estuviera dormido. No hay nada que temer. Aquí
no hay nadie más que nosotros. Quédese aquí y hablemos, y acabemos
con esta tontería.
»Pero
no me contestó; sólo me hizo bajar por el pasillo oscuro, y luego
giró hacia su habitación, haciéndome un gesto para que le
siguiera. Se metió en la cama y permaneció allí encorvado, sus
manos sujetando las rodillas, mirando a la puerta, y de vez en cuando
estremeciéndose con un pequeño temblor. La única luz de la
habitación era la de la vela, que ahora ardía baja, y el único
sonido era el ronroneante susurro del mar.
»Parecía
importarle poco que yo estuviera presente. No me miraba a mí, sino
sólo a la puerta, y cuando le hablé, no me contestó ni pareció
oír lo que había dicho. Me quedé sentado junto a la cama y, para
romper el silencio, hablé de cualquier cosa, de nada, y ya estaba
cayendo, creo, en un confuso adormilamiento, cuando oí su voz por
encima de la mía. Muy clara y distintamente, dijo:
»—Si
la maté, lo merecía; nunca fue una buena esposa para mí, desde el
principio; no debería haberme provocado como lo hizo… conocía mi
carácter. Aunque el suyo era peor que el mío. No puede tocarme; soy
tan fuerte como ella.
»Y
fue entonces cuando, con la claridad con la que ahora lo recuerdo, su
voz se hundió repentinamente en una especie de suave susurro, como
si se sintiera casi feliz de que sus miedos se hubieran confirmado.
Susurró:
»—¡Ahí
está!
»No
puedo describirle cómo aquel susurro pareció dejar libre al Miedo,
como si el agua corriera por mi cuerpo. No podía ver nada —la vela
lanzaba altas llamaradas en los últimos momentos de su vida—, no
podía ver nada; pero Lunt chilló repentinamente, con un chillido
agudo como el de un animal torturado:
»—¡Apártela
de mí! ¡Apártela de mí! ¡Apártela de mí! ¡Apártela!
»Me
agarró, sus manos clavándose en mis hombros; entonces, por un
efecto espantoso de los músculos contraídos, como si el rigor
mortis hubiera hecho presa en él, sus brazos se posaron lentamente,
se deslizó de nuevo sobre la cama como si alguien le empujara, sus
manos cayeron sobre la sábana, su cuerpo entero dio una sacudida con
un esfuerzo convulsivo, y se dio la vuelta. No vi nada; sólo, de
forma muy clara, noté en la nariz el mismo fétido olor que había
olido la tarde anterior. Corrí a la puerta, la abrí, grité por el
largo pasillo una y otra vez, y el viejo no tardó en llegar
corriendo. Le mandé a por el médico, y luego ya no pude regresar a
la habitación, sino que me quedé allí escuchando, oyendo
únicamente el susurro del mar, el fuerte tictac del reloj del
vestíbulo. Abrí de golpe la ventana al final del pasillo; el mar
entró a borbotones con su rugido urgente; algunas campanadas
señalaron la hora. Entonces, por fin, obligándome a reunir algo de
valor, me volví hacia la habitación…
—¿Y
bien? —pregunté cuando Runciman se detuvo—. Estaba muerto, por
supuesto.
—Muerto,
dijo después el médico, de fallo cardiaco.
—¿Y
bien? —pregunté de nuevo.
—Eso
es todo —Runciman se detuvo—. No sé si ni siquiera podemos
llamarlo una historia de fantasmas. Mi impresión de la vieja debió
de ser una alucinación. Ni siquiera sé si su esposa era así cuando
estaba viva. Puede que fuera grande y gorda. Lunt murió por su
conciencia culpable.
—Sí
—dije.
—Lo
único —añadió Runciman por fin, después de una larga pausa—
es que en el cuerpo de Lunt había marcas, especialmente en su
cuello, y también sobre su pecho, como de dedos que apretaran,
arañazos y marcas azul oscuro. Puede que, aterrorizado, se apretase
él mismo la garganta…
—Sí
—dije de nuevo.
—El
caso —se estremeció Runciman— es que no me gusta Cornualles…
es un condado bestial. Allí ocurren cosas raras… hay algo en el
aire…
—Eso
dicen —contesté.
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