Nuestro
matrimonio no andaba bien y viajamos a Turquía con la esperanza de
enderezar la situación. En un mercado de la Capadocia, Laura se
encaprichó de una lámpara a la que el propietario del negocio
-para justificar su precio desorbitado- atribuía propiedades
mágicas. La compré de mala gana, pero pensando que quizá aquel
sería el primer paso para edificar la reconciliación definitiva.
Por
la noche, mientras me lavaba los dientes, espié la imagen de Laura
reflejada en el espejo. Sentada en la cama, frotaba la lámpara con
las manos, acariciándola de un modo casi lascivo. Yo me enjuagaba la
boca cuando me sobresaltó un estallido: la lámpara había eyaculado
una nube violácea que, adoptando una forma vagamente humana, flotaba
en el aire, unido todavía al pitorro por un cordón umbilical de
humo.
Lo
último que vi fue a Laura conversando con aquella presencia difusa.
Nunca sabré cuáles fueron sus otros dos deseos.
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