Desde que tuvo
uso de razón, Arístides no articuló sonido: él aguardaba.
Confiaba en ser capaz, cuando el final lo acechase, de convocar sus
sueños, sus años y su rabia, y resumirlo todo en un alarido. Sería
una sola voz, descomunal y precisa, que ahuyentaría a la muerte
cuando llegase a buscarlo.
El
silencioso Arístides murió una tarde de otoño, sonriendo mientras
dormía.
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