viernes, 12 de agosto de 2022

Mi hermana Elba. Cristina Fernández Cubas.

Aún ahora, a pesar del tiempo transcurrido, no me cuesta trabajo alguno descifrar aquella letra infantil plagada de errores, ni reconstruir los frecuentes espacios en blanco o las hojas burdamente arrancadas por alguna mano inhábil. Tampoco me representa ningún esfuerzo iluminar con la memoria el deterioro del papel, el desgaste de la escritura o la ligera pátina amarillenta de las fotografías. El diario es de piel, dispone de un cierre, que no recuerdo haber utilizado nunca, y se inicia el 24 de julio de 1954. Las primeras palabras, escritas a lápiz y en torpe letra bastardilla,dicen textualmente: “Hoy, por la mañana, han vuelto a hablar de «aquello». Ojalá lo cumplan.” Sigue luego una lista de las amigas del verano y una descripción detallada de mis progresos en el mar. En los días sucesivos continúo hablando de la playa, de mis juegos de niña, pero, sobre todo, de mis padres. El diario finaliza dos años después. Ignoro si más tarde proseguí el relato de mis confesiones infantiles en otro cuaderno, pero me inclino a pensar que no lo hice. Ignoro también el destino ulterior de varias fotografías, que en algún momento debí de arrancar —y de cuya existencia hablan aún ciertos restos de cola casera petrificados por el tiempo—, y el instante o los motivos precisos que me impulsaron a desfigurar, posiblemente con un cortaplumas, una reproducción del rostro de mi hermana Elba.
Durante el largo verano de 1954 sometí a mis padres a la más estricta vigilancia. Sabía que un importante acontecimiento estaba a punto de producirse e intuía que,de alguna manera, iba a resultar directamente afectada. Así me lo daban a entenderlos frecuentes cuchicheos de mis padres en la biblioteca y, sobre todo, las animadas conversaciones de cocina, interrumpidas en el preciso momento en que yo o la pequeña Elba asomábamos la cabeza por la puerta. En estos casos, sin embargo,siempre se deslizaba una palabra, un gesto, los compases de cualquier tonadilla a la moda bruscamente lanzados al aire, una media sonrisa demasiado tierna o demasiado forzada. Mi madre, en una ocasión, se apresuró a ocultar ciertos papeles de mi vista. La niñera, menos discreta y más dada a la lamentación y al drama,dejaba caer de vez en cuando algunas alusiones a su incierto futuro económico o a la maldad congénita e irreversible de la mayoría de seres humanos. Decidí mantenerme alerta y, al tiempo que mis ojos se abrían a cualquier detalle hasta entonces insignificante, mis labios se empeñaron en practicar una mudez fuera de toda lógica que, como pude comprobar de inmediato, producía el efecto de inquietar a cuantos me rodeaban.
Nunca como en aquella época mi padre se había mostrado tan comunicativo y obsequioso. Durante las comidas nos cubría de besos a Elba y a mí, se interesaba por nuestros progresos en el mar e, incluso, nos permitía mordisquear bombones a lo largo del día. A nadie parecía importarle que los platos de carne quedaran intactos sobre la mesa ni que nuestras almohadas volaran por los aires hasta pasada la medianoche. Mi silencio pertinaz no dejaba de obrar milagros. Notaba cómo mi madre esquivaba mi mirada, siempre al acecho, o cómo la cocinera cabeceaba con ternura cuando yo me empeñaba en conocer los secretos de las natillas caseras o el difícil arte de montar unas claras de huevo. En cierta oportunidad creo haberle oído murmurar: «Tú sí que te enteras de todo, pobrecita». Sus palabras me llenaron de orgullo.


Tan largo me pareció aquel verano y tan frecuentes las conversaciones de mis padres, siempre a media voz, barajando docenas de nombres para mí desconocidos, que terminé por convencerme de que tampoco aquella vez iba a variar en nada mi monótona vida. Pero, por fortuna, la decisión estaba firmemente tomada y, aunque las palabras «separación» o «divorcio» nunca fueron pronunciadas, muy pronto me enteré de su más inmediata consecuencia. Elba y yo pasaríamos el invierno en un internado. Los prospectos, extraídos de un cajoncito secreto de un canterano junto al que había transcurrido la mayor parte de sus conversaciones, vieron entonces por primera vez la luz. Se trataba de un colegio grande y hermoso, situado a pocos kilómetros de la ciudad donde vivíamos habitualmente y rodeado de bosques frondosos y jardines de ensueño. Estas palabras, musitadas por mi madre con voz temblorosa, a medio camino entre la alegría y el llanto, nos fueron repetidas hasta la saciedad y acompañadas casi siempre de la misma apostilla: «Os visitaremos cada domingo», decía y, enjugándose los ojos —una actitud que recuerdo muy frecuente en aquellos días—, nos preguntaba a continuación si deseábamos ir al cine, comprar lapiceros de colores o jugar con las muñecas. Fue —y mi diario se hace eco con infantiles expresiones de alegría— un final de verano feliz, unido, en mi memoria, a los uniformes de cuello marinero recién adquiridos y a las visitas constantes a los más variados comercios. Observé con sorpresa que no se reparaba en gastos y que cualquier objeto, inaccesible poco tiempo atrás, pasaba a formar parte de nuestras pertenencias sólo con que la pequeña Elba demostrara un mínimo interés o que yo,no muy segura aún de los resultados, formulara tímidamente un deseo.
Con el fin del verano y el regreso a la ciudad llegaron también los últimos preparativos. Las compras se incrementaron vertiginosamente y, en algunos momentos, me costó un cierto esfuerzo disimular mi agitación o permanecer en aquel mutismo al que, sin saber muy bien la razón, atribuía gran parte del mágico cambio que se iba a operar en mi futuro. Contaba con impaciencia los días, muy pocos ya,que me quedaban para conocer mi nuevo colegio y, desesperada ante el paso lento de las horas, me entretenía en dividir el tiempo en unas fracciones, que denominé«pasos», y que comprendían, aproximadamente, unas seis horas cada una. De esta forma los días no me parecieron ya tan monótonos y, casi sin darme cuenta, me encontré a los pocos «pasos» en la estación de un pueblo costero con olor a sal y una deliciosa humedad que me rizaba el cabello. La noche había caído ya y mi padre no tuvo más remedio que avisar a un coche de alquiler para que nos condujera al colegio. Al llegar se despidió efusivamente de ambas. Luego, como obedeciendo a una súbita inspiración, se agachó junto a mí y me dijo casi en secreto: «Un día de estos cumpliste once años, ¿verdad? Toma, compra caramelos para ti y para tus amigas». Y entonces, mientras notaba el débil tintineo de unas monedas en mi bolsillo, sentí una infinita piedad hacia aquel hombre que en aquellos momentos me parecía tan pequeño y desamparado.


El lugar que me habían destinado era el tercio de un pupitre doble pintado de azul oscuro y repleto de inscripciones y manchas de tinta. Las otras dos partes eran ocupadas por la que iba a ser mi compañera obligada durante todo el curso: una adolescente obesa de piel grasienta con la que, inútilmente, intenté en los primeros días hilvanar una conversación. Durante las clases escuchaba a sor Juana con la boca entreabierta y la miraba ausente. En los recreos no solía jugar con nadie, quizá porque el exceso de peso le impedía cualquier movimiento o, tal vez, porque sus ojos, siempre perdidos en el infinito, no le permitían concentrarse en ningún pasatiempo. Nuestras relaciones se limitaron, pues, a soportarnos lo mejor que pudimos y para ello no tuvimos más remedio que recurrir a las reglas al uso: trazar una línea divisoria entre nuestros respectivos territorios y morder las pastillas de chocolate de forma inconfundible, de manera que cualquier diente ajeno en aquellos tesoros almacenados en el pupitre fuera rápidamente detectado.
Casi enseguida el obstinado silencio de mi compañera, convertido tan sólo en agudos grititos cuando la campana de la escalera nos avisaba de la hora del almuerzo, me obligó a lanzar una mirada a mi alrededor en busca de algún ser más comunicativo. Observé a todas las alumnas una a una y así, mientras sor Juana nos adentraba en los secretos de la aritmética, leía oscuras profecías o dibujaba en la pizarra los preceptos básicos de higiene y urbanidad, tuve tiempo para aprenderme sus caras de memoria y establecer mis preferencias. Me di cuenta muy pronto de que la mayoría de niñas formaba un grupo cerrado, y de que yo no era para ellas la nueva,como mi fantasía se había encargado de imaginar en la semana que precedió a mi ingreso en el internado, sino simplemente una nueva, categoría en la que, además de cuatro o cinco compañeras, se incluía a mi propia vecina de mesa.
Tampoco mis ensoñaciones protagónicas acerca de la singular situación por la que atravesaban mis padres iban a verse reflejadas en la realidad de aquellas estrechas aulas. Muchas de mis compañeras se hallaban internadas por circunstancias similares e incluso, en mi misma clase, había dos huérfanas, condición que en un principio envidié, pero a la que terminé por no conceder, como la mayoría, ninguna importancia. Comprendí pronto que mi vida en aquel apartado colegio se iba pareciendo cada vez más a la que con tanta ilusión había abandonado, y la sensación de que los días, tremendamente largos, no se iban sucediendo unos a otros sino repitiéndose de forma implacable, terminó por convencerme de que mi llegada allí no se había producido hacía meses sino siglos y que nada podía existir fuera de aquellos fríos mármoles, de los frutales del jardín o de los algarrobos que flanqueaban la entrada. Las noches, además, en poco diferían de las que había dejado atrás. Elba, que a pesar de sus seis años cumplidos había sido destinada a la clase de párvulas, logró, con sus frecuentes lloriqueos, un inesperado trato de favor. Para su alegría y mi desgracia fue acomodada junto a mí, en el dormitorio de las medianas.


Decepcionada ante las escasas novedades que me deparaban aquellos largos días y convencida de la inutilidad de dividir el tiempo en «pasos» —que, esta vez, no iban a conducirme a ninguna parte—, me entretuve en imaginar que yo no era yo, y que todo lo que me rodeaba no era más que el fantasma de un largo y tedioso sueño. Pero las frías mañanas, los lloros de Elba o la presencia inevitable de mi compañera de mesa me devolvían continuamente a la realidad. Opté entonces por hacer como la mayoría de mis compañeras y dejarme arrastrar por el tono científico de sor Juana citando a Mendel sobre un capazo de guisantes, temblar de emoción ante el relato de fogosas y valientes mujeres bíblicas o discutir, a lo largo de toda la semana, sobre el posible argumento de la película prevista para el domingo. Al atardecer, cuando las externas recogían sus libros y abandonaban el edificio, me entretenía en observar las sombras que los pedestales de las imágenes dejaban sobre el falso mármol de la capilla. Algunas eran inamovibles. Otras, la sombra del púlpito, por ejemplo, no tenían una forma precisa y sus contornos estaban en relación directa con la cantidad de cirios encendidos o la presencia de flores, atriles y misales. Al terminar el rosario nos dirigíamos en fila al refectorio y de ahí al estudio. Yo, con la excusa de cuidar a Elba, era la primera en retirarme. La acostaba en la cama y, sin ningún cansancio,intentaba a mi vez dormir. No esperaba con ilusión la llegada del día porque sabía que nada nuevo podía depararme, pero cerraba los ojos como obedeciendo a uno delos numerosos actos rituales que una mente ajena y desconocida parecía empeñada en imponerme. Hasta que conocí a Fátima.
Fátima contaba unos catorce años de edad. Tenía por costumbre repetir curso tras curso y las profesoras acogían sus respuestas desatinadas con una curiosa mezcla de paciencia y abandono, como si nada se pudiera esperar de aquella alumna flaca y desaseada. Sin embargo, su actitud hacia las demás compañeras de clase era de arrogante superioridad. A menudo requeríamos su presencia para consultarle cuestiones importantes y su nombre, a la hora de formar equipos, era disputado con vehemencia. Pero a ella no parecían interesarle nuestras diversiones y acostumbraba a emplear sus recreos en pasear por los jardines, conversar con unas y otras, sentarse bajo un algarrobo y descabezar un sueño, o desaparecer por espacio de más de una hora. Cuando esto ocurría, solía regresar con flores y hojas de ciertas especies que sólo se daban al otro lado de la propiedad. Las alisaba y prensaba entre las páginas de sus libros como un extraño trofeo. Fátima, lo sabíamos todas, entraba y salía de las zonas prohibidas a las demás con la mayor tranquilidad del mundo.
Pero lo que más me llamaba la atención en ella era su actitud durante las clases de sor Juana. Se hundía en el pupitre con expresión de infinito aburrimiento, pendiente en apariencia del zumbido de una abeja o garabateando distraída sobre la última mancha de tinta caída en su cuaderno. Pocas veces era preguntada, pero, cuando esto ocurría, Fátima tardaba un buen rato en responder o, muy a menudo, se limitaba a encogerse de hombros. Sus notas eran siempre muy bajas, pero ella encajaba los resultados con indiferencia.
Me costaba comprender su comportamiento porque, en más de una ocasión, Fátima nos había demostrado dominar cualquiera de los temas fallados pocos minutos antes o, en todo caso, poseer un caudal de conocimientos muy superior al de todas sus compañeras. Recuerdo una mañana en que varias amigas nos preguntábamos acerca de lo extraño que parecía a simple vista que los hebreos, olvidados de Moisés, hubiesen fundido un ídolo para adorarlo. Fátima se había acercado al grupo y, como era habitual en ella, escuchaba nuestras intervenciones con una media sonrisa de condescendencia. Sin embargo aquella mañana tomó la palabra y, sentándose en el centro, nos explicó otros casos en los que, según la historia, se habían producido adoraciones semejantes. Nos habló de Mahoma, de la destrucción de ídolos de La Meca y de la caprichosa conservación en la Kaaba de una singular piedra negra caída del cielo. Nos describió a los antiguos egipcios y dibujó en el suelo el cuerpo de su dios, el buey Apis. De allí pasamos a Babilonia, sus famosos jardines colgantes y su fabuloso rey Nabucodonosor. Seguimos por la caja de Pandora, en cuyo seno se encerraban todos los males, para conocer, junto a Simbad, las enormes garras del pájaro
rokh y los intrincados zocos de Bagdad y Basora. Embelesadas ante el relato de nuestra amiga, asistimos aún a la narración de varias historias más procedentes de las más diversas fuentes y entremezcladas con tanta habilidad que a ninguna de las presentes se nos ocurrió poner en duda la veracidad del más ínfimo detalle. Cuando sonó al fin la campanilla de la cena, algunas intentaron arrancar de Fátima la promesa de que al día siguiente continuaría con su relato. Pero ella no comprometía jamás su palabra y se limitó, como solía, a encogerse de hombros. Ya en el pasillo y vivamente impresionada por todo lo que acababa de escuchar, me atreví a abordarla por vez primera. «Fátima», dije, «¿por qué no has contado todo eso en clase?» Mis compañeras me hacían señas de desaprobación y me indicaban, con nerviosos movimientos de cabeza, que la dejara en paz. Pero ella se detuvo y pareció recapacitar: «Pues no sé... Estaría pensando en otras cosas, supongo». Luego se fijó detenidamente en mí y me preguntó mi nombre.
Aquel día me sentí muy importante y me pareció incluso registrar una expresión de envidia en los ojos de muchas compañeras, que se iría acrecentando a medida que Fátima y yo nos convertíamos en amigas inseparables o, para ser más exacta, a partir del momento en que pasé a ser la seguidora fiel de la admirable Fátima. Porque aquella misma noche iba a descubrir algunas singularidades que hacían de mi nueva amiga la persona más atractiva que hubiera conocido hasta entonces, y gracias, por paradoja, al ser que menos me podía interesar de todo el colegio: mi feliz y obesa compañera de pupitre y dormitorio.


A las nueve de la noche, como siempre, acosté a Elba. Se sentía inquieta y tuve que contarle un par de cuentos para que consiguiera conciliar el sueño. Apagué después la luz e intenté dormir yo también, pero cierto olor ácido y penetrante me obligó a cubrirme la cabeza con las sábanas. Encendí de nuevo la luz. Elba dormía plácidamente y, tal como había supuesto, el hedor no procedía de su cama. Miré a mi alrededor y me topé con los ojos vacíos y la boca entreabierta de mi compañera de mesa. Me acerqué a su cama. Ahora no había duda de dónde procedía aquel tufillo tan semejante a algunos efluvios que, durante las clases, me veía obligada a soportar. Iba a decirle algo, pero ella se acurrucó entre las sábanas con expresión de animal acorralado. Añoré por un instante las tranquilas noches en la casa de mi familia y, por no sufrir aquella mirada perdida que durante el día me esforzaba en apartar de mi vista, salí del dormitorio y apagué la luz. El pasillo, de noche, me pareció más desolado y frío que de ordinario. Me senté en el suelo y esperé a que llegara el sueño contemplando ensimismada los bordados de mi camisón y la felpa deshilachada de mis zapatillas. Entonces apareció Fátima.
Mordisqueaba un trozo de queso e iba vestida aún con la bata negra de cuello de piqué, como un desafío más a aquella rigidez de horarios que parecían destinados a todas nosotras menos a ella. Me miró sonriendo y me ofreció un poco de queso. «Ya»,dijo después de un momento, «seguro que a tu vecina le ha dado por roncar... o algo peor.» Yo asentí con la cabeza. Hacía frío y mis intentos por que el borde del camisón cubriera mis tobillos helados me parecieron en aquel momento absolutamente ridículos. Fátima sonrió de nuevo, engulló el último bocado y me hizo un ademán de despedida. «Hasta mañana», dijo. Y ante mi indescriptible sorpresa vi cómo, con una gran seguridad, se disponía a franquear la puerta de clausura. «¡Fátima!», grité incorporándome de un salto, «¿adónde vas?» Ella por toda respuesta me indicó el pasillo que la puerta entreabierta permitía adivinar. «Esto es el noviciado», dije dominada por una extraña agitación. «Si te descubren te expulsarán.» Fátima se encogió de hombros sin dejar de sonreír y, abriendo de par en par la puerta que señalaba el límite de la zona permitida, me hizo señas de que me acercara y escuchara en silencio. «Sí, están cantando», dije yo para disimular el temblor que de repente se había apoderado de todo mi cuerpo. «Pero ¿y si nos descubren?» Y, aterrada aún por haberme incluido gratuitamente en la más alta transgresión que preveía la norma, no presté atención al dedo de Fátima que me ordenaba el más estricto silencio. Los cantos se habían interrumpido, pero al cabo de unos segundos se volvió a oír el armonio. «Tienen para una hora», me susurró al oído. «Si quieres seguirme, hazlo, y si no, cállate.» Y así, casi sin pensarlo, me encontré con Fátima recorriendo los largos pasillos de la zona prohibida, contemplando imágenes y cuadros, abriendo y cerrando puertas, subiendo y bajando escaleras cuya existencia, hasta aquel momento, me había sido totalmente desconocida. Fátima iba respondiendo a todas las preguntas que yo, presa aún de una gran excitación, no acertaba a formular. «Estos son los dormitorios de las monjas», decía. «Has de saber que ni siquiera las criadas pueden entrar aquí.» Aterrorizada, quise regresar a mi cuarto, pero me dio más miedo aún no reconocer el camino o mostrar cobardía ante la seguridad de mi amiga. Entramos en una amplia estancia repleta de libros y Fátima me alcanzó un grueso volumen de grabados muy similares a los que adornaban las paredes de uno de los pasillos que acabábamos de abandonar. Abraham dispuesto a sacrificar a su hijo, José tentado por la mujer de Putifar, Rebeca dando de beber a Eliazar... Pero la biblioteca no parecía ser el fin de nuestra incursión. Seguimos avanzando —ahora con pasos lentos por la cercanía del oratorio— hasta llegar a un amplio cuarto provisto de diez camas, separadas entre sí por nueve mamparas, y de un enorme ropero sin puertas. «Ésta es la habitación de las novicias», seguía explicando Fátima. «Y aquí está su ropa interior.» Y apenas hubo pronunciado estas frases cuando, ante mi sorpresa, se había encasquetado un gorro de popelín blanco e intentaba ceñirse una enagua rayada con más de tres bolsillos. El aspecto de Fátima era tan cómico que, por unos instantes, mi miedo se apagó un tanto y me puse, a mi vez, a revolver el armario de las novicias y a hurgar en los bolsillos de los hábitos. Encontré misales, rosarios, un par de caramelos resecos y un papel arrugado con algunas jaculatorias y buenos propósitos. También, en uno de los refajos, hallé un clavo oxidado. «Lo hacen para mortificarse», dijo mi amiga.«Algunas se los ponen en los zapatos y andan disimulando, como si tal cosa. Otras se pinchan un poco de vez en cuando y nada más.» Luego, como viera que este descubrimiento me había dejado sobrecogida, se acercó a mi oído y susurró: «Pero hay otras que hacen cosas aún más extrañas». Y, rompiendo a reír, me mostró el interior de un calzón en el que, sin que yo pudiera explicármelo, aparecían tres estampas cosidas en el forro y una reproducción de la fundadora de la comunidad.
La sorpresa, unida al estado de inquietud en que me hallaba, hizo que mi boca prorrumpiera al fin en estrepitosas carcajadas que más se asemejaban a auténticos espasmos nerviosos. Recogía unas toscas medias de hilo y la perfección de los zurcidos me provocaba risa. Comparaba el tamaño de los calzones con mis propias medidas y tenía que llevarme la mano a la boca para contenerme. Leía alguno de los numerosos buenos propósitos y su candidez me resultaba desternillante. Contagiada por la seguridad de mi amiga quise incluso forzar un cofrecito que prometía encerrar nuevas maravillas y que yacía en el fondo del armario semioculto por un hato de faldones. Pero Fátima me ordenó silencio.
El roce de las gruesas cuentas de un rosario contra un hábito, un rumor que todas conocíamos bien, me dejó perpleja. Pronto, sin embargo, la inminencia de que alguien se acercaba hizo que mi cuerpo volviera a temblar como una hoja y que mis piernas, dotadas de vida propia, empezaran a agitarse en todas direcciones posibles sin moverse apenas del lugar en el que me encontraba. «Vamos a escondernos», dijo Fátima, pero, ante mi estupor, no eligió una mampara cualquiera del dormitorio o el interior del armario, como mi imaginación se disputaba nerviosamente, sino que, sin abandonar su expresión de extrema tranquilidad, se acurrucó en una de las esquinas del cuarto y, con un gesto rapidísimo, me indicó que me sentara a su lado. Muerta de pánico, obedecí a Fátima, quien se arrinconó aún más contra la pared, y, ahogando los latidos de mi corazón, me dispuse a afrontar el fin de los acontecimientos mientras mi mente pugnaba por encontrar algún pretexto para mi inexcusable presencia.
A los pocos segundos se abrió la puerta y entraron dos novicias. Venían conversando entre risas, pero una de ellas, al ver la luz prendida, se detuvo en seco. Pensé que mi fin era próximo y me cubrí la cara con las manos. Pero las dos novicias se dirigieron cada una a su mesita de noche, sacaron un par de devocionarios del cajón, y, de nuevo entre risas, apagaron la luz y se perdieron por el pasillo. Cuando el chasquido del entarimado de madera bajo sus desgastadas zapatillas se hizo imperceptible, Fátima y yo salimos a hurtadillas de la habitación y repetimos el camino de vuelta que, esta vez, se me antojó interminable. Subimos y bajamos las numerosas escaleras y pasamos, sin detenernos, por aquel pasillo repleto de imágenes y escenas bíblicas que antes me había llamado poderosamente la atención, pero del que ahora sólo deseaba huir. Cuando por fin, jadeantes, llegamos a la zona permitida, Fátima me indicó con un gesto que no pronunciara palabra y, sigilosa, se internó en su dormitorio.


Aquella noche no me fue posible conciliar el sueño. Por mi cabeza rondaban aún las imágenes de la peligrosa aventura que acababa de vivir pero, sobre todo, un montón de preguntas a las que, por más que me esforzaba, no podía hallar ninguna respuesta satisfactoria. Esperé con impaciencia a que llegara el día y, con éste, la ocasión propicia de abordar a Fátima.
Desayunamos, como cada mañana, en mesas separadas, pero pude observar que Fátima escupía la leche con un gesto de repugnancia y se negaba a engullir el pan excesivamente seco y la mantequilla rancia. Parecía de malhumor y la indiferencia de sus vecinas de mesa me dio a entender que estas reacciones debían de ser en ella bastante frecuentes y que, quizá, lo más prudente sería dejarla en paz y esperar a que se calmara. Tuve que aguardar, pues, al recreo del mediodía y seguirla discretamente en sus paseos solitarios por el jardín, esperando una mirada de complicidad que no llegaba o alguna indicación que me animara a conversar con tranquilidad. Ella andaba despacito, canturreando y recogiendo guijarros del suelo. De vez en cuando los lanzaba lejos de sí y volvía a repetir la operación. Simulaba no haber reparado en mi presencia, pero yo sabía que tal posibilidad era más que improbable. Ahora yo acababa de cubrir con decisión los escasos pasos que nos separaban y Fátima, con una expresión de tedio sólo comparable a la desgana con la que atendía las clases de sor Juana, no tuvo más remedio que rendirse a la evidencia. Se sentó fastidiada a la sombra de un algarrobo y me inquirió con la mirada. Yo me acerqué tímidamente:«Hay algo que no entiendo», dije. «Las novicias de ayer no nos vieron ni dijeron nada.» Fátima se encogió de hombros y se puso a dibujar en la tierra con una ramita.«Pero estábamos allí mismo y ni siquiera nos miraron.» Sus ojos me taladraron el rostro. «Eres más tonta de lo que pareces», dijo. «Yo creí que tú sabías.» Y, después de cerciorarse de que nadie podía escucharnos, prosiguió: «Estábamos allí pero no estábamos. Y aunque a ti te pudiese parecer que estábamos, no estábamos». Muda de asombro me senté a mi vez junto al algarrobo. No me atrevía a preguntar nada que pudiese interrumpir el discurso de Fátima, pero tampoco me sentía capaz de ocultar la admiración que sus incomprensibles palabras me habían producido. Me mantuve en silencio pero no aparté mis ojos de los suyos. Fátima suspiró con cansancio. «No me mires con esa cara de susto», dijo y, a continuación, como quien repite una tabla recién aprendida, se puso a canturrear: «En todas partes del mundo hay escondites. Unos son muy buenos y otros no. Algunos fallan a veces y otros nunca. El de anoche es pequeño pero muy seguro. Por eso casi siempre voy al dormitorio de las novicias».Y, olvidándose de mi presencia, volvió a garabatear sobre la tierra húmeda.
Quise preguntar algo más con relación a lo ocurrido, pero temí que mi excesiva curiosidad terminara con su paciencia y callé. Mi inquietud, sin embargo, me obligaría pronto a romper el silencio. «Fátima», dije al fin, «pero allí no había paredes ni nada.» Ella suspiró de nuevo. «Veo», volvió a decir en idéntico tono, «que todavía no has comprendido. Te repito que no estábamos allí, ¿lo entiendes ahora?» Asentí confusa con la cabeza. «En este colegio», siguió más animada mi amiga, «hay cuatro, cinco o quizá más, pero yo no los conozco todos. En casa de mis padres, cuando era pequeña, descubrí uno enorme. Luego ampliaron la habitación y no lo he podido encontrar nunca más.» Mi vecina de mesa apareció en aquel momento devorando un plátano y Fátima enmudeció. Después, al tiempo que se incorporaba, me susurró al oído: «Cerca de aquí, en este mismo jardín, hay uno muy antiguo. El otro día me encontré allí con tu hermana Elba».


De la mano de Fátima aprendí a conocer los cuatro escondites del colegio. Tres,contando el de la habitación de las novicias, estaban situados en el interior del edificio y dos de ellos eran de parecida estructura. El tercero, en cambio, no ocupaba uno de los ángulos de la habitación como los otros, sino que se hallaba en la capilla,exactamente a la altura de la baldosa número diecisiete contando a partir del púlpito. Como la búsqueda resultaba un poco complicada, Fátima había marcado desde hacía tiempo la baldosa en cuestión con una cruz, pero, así y todo, el escondite era muy poco utilizado por la angostura de sus dimensiones. El cuarto se encontraba en el jardín. Era amplio y agradable y, durante un tiempo, acudíamos allí regularmente para conversar de nuestras cosas y observar sin ser vistas. Elba solía unirse a nuestros juegos con un brillo especial en la mirada y una emoción incontenible al comprobar cómo yo, de pronto, había empezado a considerarla seriamente. También Fátima trataba a mi hermana con mucho respeto y, en nuestras incursiones nocturnas, dejábamos que fuera Elba quien nos precediera. Su compañía nos resultó de gran utilidad. Elba descubrió por sí sola un escondite más situado en el hueco dela escalera que a Fátima no le pareció del todo desconocido pero que, según confesó, había olvidado inexplicablemente. Este último hallazgo, sin duda el mejor del colegio, nos deparó no pocas diversiones y a su utilización casi constante se debió el hecho de que una de las criadas se despidiera indignada (en el hueco de la escalera, decía, habitaba un brujo empeñado en levantarle las faldas) y que la pobre hermana cocinera, acostumbrada a pasar junto a la escalera para servir a la comunidad, cambiara un buen día prudentemente de itinerario.
Pero la facilidad con que Elba se movía en aquellos mundos sin límites superaba, en mucho, a la de la propia Fátima. Más de una vez, mientras mi amiga y yo hojeábamos los gruesos volúmenes de la biblioteca, deteniéndonos ante la imagen de Sansón o pasando ávidamente los grabados referentes a las plagas de Egipto, Elba, a la que acabábamos de ver jugando en el jardín, aparecía de repente con la expresión inequívoca del pecadillo recién cometido. No se molestaba en aclarar cómo había logrado alcanzarnos con tanta rapidez y, si alguna de nosotras insistía en averiguarlo, se mostraba perpleja ante nuestras preguntas. Se diría que mi hermana había logrado descubrir algunos escondites más dentro de los ya conocidos o que,por misteriosos conductos cuya comprensión se nos escapaba, sabía cómo desplazarse sin ser vista por la mayoría de las dependencias del internado. Un día Elba nos habló de «caminos chiquitos», pero ni Fátima ni yo pudimos sacar gran cosa en claro de sus voluntariosas explicaciones infantiles.
Y así, sin que yo me preguntara ya más por la extraña inmunidad que parecía protegernos en ciertas zonas del colegio, transcurrió aquel inolvidable invierno y llegaron de nuevo las vacaciones. Fátima marchó con sus padres a un pueblo de montaña, y Elba y yo fuimos conducidas como cada verano a la playa. Mis padres habían llegado a un acuerdo en su situación personal, pero a mí, durante aquel verano, sólo me interesaba la compañía de Elba, a la que, día a día, me sentía más apegada. Al principio Fátima me escribía cada semana y yo no dejaba de informarle de las habilidades de mi hermana. «No sé cómo lo hace», le escribí en una ocasión, «pero el reloj de la escalera se detiene cuando ella lo mira fijamente.» Sin embargo, las cartas de Fátima, cada vez más espaciadas, se convirtieron pronto en postales y un día, en fin, dejaron de llegar. No sabía a qué atribuir el silencio de mi amiga pero me consolé pensando en la cantidad de novedades que podría contarle al empezar el próximo curso, y, olvidada de todo lo que no fuera Elba, me dediqué a anotar cuidadosamente en mi diario cuanto decía, hacía o balbuceaba en sueños.
Sin embargo, cuando las vacaciones tocaban a su fin, volvimos a oír cuchicheos en la biblioteca, frases a media voz y lloros lastimeros. Escuchamos detrás de la puerta y nos fuimos enterando de que el próximo invierno Elba no iría conmigo al internado. Mi propia madre intentó explicármelo el día en que cumplí doce años: «Elba», me dijo, «necesita estudiar en un colegio especial junto a niñas como ella». De nada sirvieron mis protestas ni mi defensa vehemente de sus cualidades. Todo había sido programado desde hacía tiempo, a nuestras espaldas, mientras Elba, Fátima y yo jugábamos felices en el internado. Insistí a cada momento sobre su grave error pero de nada sirvieron las revelaciones con que, aun a costa de romper un secreto,intentaba aturdirles para salvar la suerte de Elba. Mi padre me ordenaba callar antes de que lograse hilvanar una frase y luego, haciéndose cargo de mi sufrimiento, intentaba, a su vez, que yo comprendiera razones que me parecían incomprensibles.«Tu hermana», solía decirme, «no es una niña normal. Tiene siete años y apenas habla. En ese colegio intentarán detener su retraso.» Lloré, supliqué, pataleé, hasta que terminé entendiendo que mis posibilidades de éxito en aquel mundo de adultos regido por la inmediatez eran prácticamente nulas. Pedí ayuda varias veces a Fátima pero no obtuve respuesta. Sólo al final, pocas semanas antes de volver al internado, recibí una postal: «Perdona por no haberte escrito antes pero estoy muy ocupada. Pronto empieza otra vez el colegio. ¡Qué rabia! Besos. Fátima».


El puesto que me habían asignado en el curso que ahora empezaba era mejor que el del año anterior. Esta vez tenía derecho a la mitad exacta del pupitre y mi compañera de clase era una nueva de aspecto mucho más agradable que mi antigua vecina. Pregunté varias veces por Fátima, pero mi amiga no había llegado aún. Me sentía triste y echaba mucho en falta la compañía de la pequeña Elba cuando, sin nadie con quien compartir mis juegos, rondaba sola por los pasillos de la clausura o me acurrucaba, durante los recreos, en el escondite del jardín. En la capilla habían realizado a lo largo del verano algunas reformas y ya no supe localizar el lugar exacto en el que antes se hallara la baldosa número diecisiete, pero tampoco me sentí disgustada. En realidad, los juegos que el año anterior tanto me fascinaran perdían ahora, sin la compañía de mi amiga y de Elba, la mayor parte de su interés.
Una mañana, cuando dominada por el aburrimiento estaba a punto de abandonar mi refugio y unirme a los juegos de las demás compañeras, observé cómo muchas de ellas corrían hacia un coche negro que acababa de detenerse ante la puerta. Comprendí que se trataba de Fátima pero no me moví, esperando con emoción a que fuera ella la primera en descubrirme. Algunas niñas habían formado un corro en torno al auto y, aunque me era difícil observar sin abandonar por completo mi posición, pude oír con toda nitidez la inconfundible voz de mi amiga y sus sonoras carcajadas. Luego, cuando el corro se convirtió en un grupo que avanzaba hacia mí, la miré con mayor detenimiento. Había crecido y sus cabellos, recogidos en la nuca, le conferían un cierto aspecto de gravedad que en nada recordaba a la estudiante desaliñada de unos pocos meses atrás. Llevaba unos zapatos oscuros con una punta de tacón y colgado al hombro, en lugar de cartera, un bolso de cuero negro. Pasaron junto al escondite, y yo hice un gesto con la mano que Fátima pareció no detectar. Entonces esperé el momento de mayor confusión, salí del refugio y me abalancé sobre mi amiga.
Ella me saludó con cortesía, sin dejar de escuchar los cumplidos de cuantas la rodeaban, sin una frase especial o un brillo en los ojos que me hubiera bastado para reconocer una preferencia. Poco después, en las semanas que siguieron a nuestro reencuentro, terminaría comprendiendo que a Fátima no le interesaban ya unos juegos que ella, sin duda, consideraba ahora infantiles, y que mi propio aspecto, aún muy aniñado, convertía mi presencia en algo molesto y detestable. Tampoco mis explicaciones acerca de las habilidades de Elba y su trágico confinamiento en una institución lograron despertar su curiosidad. Me escuchaba siempre con desgana,fingiendo atender a todo lo que yo le estaba contando para, acto seguido, hablarme de sus últimas vacaciones, mostrarme fotos de su grupo de amigos o despotricar contra su actual reclusión en aquel colegio, lejos de la civilización y del mundo. Se hizo amigas entre alumnas de su edad que estudiaban cursos superiores y, ante la sorpresa de sus antiguas compañeras, se dedicó a trabajar con ahínco. Fátima, la gran Fátima que todas —y yo con mayor razón— admirábamos, había dejado de pertenecerme.


Pero yo no podía conformarme. Los ojos de Elba, la expresión de angustia con que se despidió de mí el día en que nos separamos, me perseguían a donde quiera que fuese. Por las noches creía oír su voz y, en sueños, se me aparecía constantemente con el brazo extendido, como si, a su manera, me solicitase una ayuda urgente que yo, desde el internado y sin la compañía de Fátima, me veía en la imposibilidad de conceder. En los recreos, más sola que nunca, cuando me refugiaba en el escondite del jardín, volvía a escuchar su voz. «¡Ayúdame!», me decía y sus palabras, cada vez más apremiantes, se iban convirtiendo en una horrible pesadilla de la que ni siquiera despierta podía liberarme. A veces le suplicaba paciencia, otras, las más frecuentes, le rogaba que me dejase en paz. Parecía como si Elba no reposara nunca, como si se mantuviera siempre al acecho, como si temiera caer en el olvido.
Hice nuevas amigas y, en parte por el frío reinante, pero sobre todo porque intentaba apartar el recuerdo de Elba y de nuestras incursiones en los escondites,dejé paulatinamente de frecuentar aquellos refugios que ahora se me revelaban desprovistos de interés y de cuya existencia, por alguna oscura razón, me avergonzaba. Mis padres fueron a visitarme algunos domingos y, en esas ocasiones, solía unirse a nosotros mi compañera de clase, con la que, a medida que transcurría el curso, me sentía más identificada. Paseábamos por el pueblo, comíamos en el muelle y hacíamos excursiones en barca. Pero la voz de Elba no conocía la piedad ni el descanso. Se hacía oír en los momentos más inoportunos: cuando, con el balón alzado, estaba segura de encestar, cuando era yo precisamente la encargada de realizar la lectura que acompañaba al almuerzo, cuando intentaba ordenar mis ideas para responder con acierto a un examen. Siempre Elba, con su expresión de angustia y su brazo extendido, con una mirada cada vez más exigente, sonriéndome a veces, gimoteando otras, tomando nota de todos y cada uno de mis pensamientos. Hasta que su mismo recuerdo se me hizo odioso. «¡Basta!», terminé gritando un día. «Vete de una vez para siempre.» Y progresivamente su voz fue debilitándose, haciéndose cada vez más lejana, fundiéndose con otros sonidos y, por fin, desapareciendo por completo. Fueron unos meses felices, colmados de proyectos para las próximas vacaciones. Mi compañera y su familia pasarían el verano en un viejo caserón junto a la playa, a escasos kilómetros de la casa que mis padres poseían en la misma localidad. Formaban un grupo numeroso del que yo, desde ahora, me convertía en miembro. Planeamos excursiones y especulamos con toda la gama de posibilidades que mi aparición podía provocar en su primo Damián, de cuya fotografía había logrado apropiarme en secreto y a quien iban encaminadas, desde hacía cierto tiempo, todas mis ensoñaciones.
Pero con el verano llegaría también la inevitable Elba. Mis padres fueron a recogerla a la ciudad y regresaron a la playa dando muestras de una gran satisfacción. Elba había efectuado ciertos progresos, decían, y, con un contento que me pareció desmesurado, me mostraron el cuaderno de ejercicios de mi hermana en el que sólo acerté a ver algunas letras mal trazadas y unos esbozos de cuadriláteros y circunferencias. En el momento de su llegada, cuando divisó mi rostro pegado al cristal de una de las ventanas, los ojos de Elba brillaron de satisfacción y, tendiendo hacia mí su bracito —aquel brazo que había llegado a detestar—, pronunció mi nombre con una claridad en ella desconocida. Luego, al reunimos en el salón, la noté ya distraída y ausente. No buscaba mi mirada ni parecía dispuesta a prodigarme aquellas pruebas de afecto a las que, en otros tiempos, había sido tan aficionada. Recorría la casa con los ojos exageradamente abiertos y acariciaba el tapizado de los sillones como alguien que regresa a su ciudad natal después de un largo y agitado viaje. La sensación de que había perdido a una hermana me asaltó de repente pero, ante mi propio asombro, no sentí pesar alguno. Faltaban aún algunos minutos para que las bicicletas de mis amigos hicieran su aparición en el jardín. Me apresuré a vestirme con un traje nuevo y me aposté en la verja. «Ojalá no la vean», pensé.
Pasaron algunos días. Elba, desde su mundo, parecía intuir que su presencia me resultaba incómoda. No quiso volver a la playa —aquel lugar donde, un par de años antes, yo misma le había enseñado a nadar—, y sus frecuentes torpezas a la hora de las comidas determinaron que en lo sucesivo tomase sus alimentos en la cocina. Tampoco este año iba a compartir el dormitorio conmigo. Un llanto accidental me sirvió de excusa para exigir un traslado. Apenas la veía, pero sus ojos, cada vez más penetrantes, me acompañaban siempre en mis salidas desde las ventanas de su cuarto.


Una mañana la niñera apareció en la playa a una hora inhabitual. Me asió bruscamente del brazo y, con frases entrecortadas, vino a decirme que debía ir corriendo a casa. Bajo el toldo de los baños se había formado un grupo que me miraba con curiosidad. «Elba, se trata de Elba», oí. Por el camino fui informada a medias de lo ocurrido. Mi hermana había perdido el equilibrio en la terraza. ¿Se salvaría? La niñera esquivó la pregunta.
No quise ver el cuerpo ni mis padres me obligaron a ello. Pero, por las conversaciones que fui oyendo a lo largo de la tarde, me enteré de que la sangre corría a borbotones y de que fue mi padre quien primero acudió en su ayuda y cerró para siempre sus ojos.
Los días inmediatos fueron pródigos en acontecimientos. La casa se llenó de gente y de llantos. Algunas mujeres se apoyaban en mi hombro y lloraban, otras me acariciaban compungidas. Discutieron acerca de las medidas y características de la caja. No llevaría cristal, oí decir a mi madre, su carita había quedado destrozada. Pero el color sería blanco, como las flores y el sudario en el que había sido envuelta.
En la iglesia se agolpaba la gente desde primeras horas de la mañana. Cuando mis padres y yo bajamos del coche negro todos se retiraron con respeto. Avanzamos por el pasillo central cogidos del brazo y nos arrodillamos en el primer banco, muy cerca del lugar donde cuatro cirios custodiaban el féretro blanco de pequeñas dimensiones. El sacerdote habló con mucho cariño de mi hermana y del dolor de los familiares que dejaba en el mundo. Cuando pronunció mi nombre sentí un estremecimiento y miré con el rabillo del ojo a los bancos traseros. Todos parecían pendientes de mi persona. Se rezó un padrenuestro y por mis ojos desfilaron toda suerte de imágenes. Fátima, Elba, Eliazar, mi obesa compañera de pupitre, Rebeca, la palabra «escondite»... No oía ya rezos sino un extraño zumbido. Mi madre me dio aire con las tapas de un misal. Me había desmayado.
Salimos de nuevo por el pasillo central y, por indicación de mi padre, nos detuvimos junto a la puerta. Siguieron las frases de condolencia y los apretones de mano. Me sentía observada. Pasaron una a una todas las familias del pueblo. Pasó Damián con los ojos enrojecidos y me besó en la mejilla. Era el 7 de agosto de un verano especialmente caluroso. En esta fecha tengo escritas en mi diario las palabras que siguen: «Damián me ha besado por primera vez». Y, más abajo, en tinta roja y gruesas mayúsculas: «HOY ES EL DÍA MÁS FELIZ DE MI VIDA».

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