El coronel elogia mi puntualidad:
-Es
puntual como los alemanes -dice.
-O
como los ingleses.
El
coronel tiene apellido alemán.
Es
un hombre corpulento, canoso, de cara ancha, tostada.
-He
leído sus cosas -propone-. Lo felicito.
Mientras
sirve dos grandes vasos de whisky, me va informando, casualmente, que
tiene veinte años de servicios de informaciones, que ha estudiado
filosofía y letras, que es un curioso del arte. No subraya nada,
simplemente deja establecido el terreno en que podemos operar, una
zona vagamente común.
Desde
el gran ventanal del décimo piso se ve la ciudad en el atardecer,
las luces pálidas del río. Desde aquí es fácil amar, siquiera
momentáneamente, a Buenos Aires. Pero no es ninguna forma concebible
de amor lo que nos ha reunido.
El
coronel busca unos nombres, unos papeles que acaso yo tenga.
Yo
busco una muerta, un lugar en el mapa. Aún no es una búsqueda, es
apenas una fantasía: la clase de fantasía perversa que algunos
sospechan que podría ocurrírseme.
Algún
día (pienso en momentos de ira) iré a buscarla. Ella no significa
nada para mí, y sin embargo iré tras el misterio de su muerte,
detrás de sus restos que se pudren lentamente en algún remoto
cementerio. Si la encuentro, frescas altas olas de cólera, miedo y
frustrado amor se alzarán, poderosas vengativas olas, y por un
momento ya no me sentiré solo, ya no me sentiré como una
arrastrada, amarga, olvidada sombra.
El
coronel sabe dónde está.
Se
mueve con facilidad en el piso de muebles ampulosos, ornado de
marfiles y de bronces, de platos de Meissen y Cantón. Sonrío ante
el Jongkind falso, el Fígari dudoso. Pienso en la cara que pondría
si le dijera quién fabrica los Jongkind, pero en cambio elogio su
whisky.
Él
bebe con vigor, con salud, con entusiasmo, con alegría, con
superioridad, con desprecio. Su cara cambia y cambia, mientras sus
manos gordas hacen girar el vaso lentamente.
-Esos
papeles -dice.
Lo
miro.
-Esa
mujer, coronel.
Sonríe.
-Todo
se encadena -filosofa.
A
un potiche de porcelana de Viena le falta una esquirla en la base.
Una lámpara de cristal está rajada. El coronel, con los ojos
brumosos y sonriendo, habla de la bomba.
-La
pusieron en el palier. Creen que yo tengo la culpa. Si supieran lo
que he hecho por ellos, esos roñosos.
-¿Mucho
daño? -pregunto. Me importa un carajo.
-Bastante.
Mi hija. La he puesto en manos de un psiquiatra. Tiene doce años
-dice.
El
coronel bebe, con ira, con tristeza, con miedo, con remordimiento.
Entra
su mujer, con dos pocillos de café.
-Contale
vos, Negra.
Ella
se va sin contestar; una mujer alta, orgullosa, con un rictus de
neurosis. Su desdén queda flotando como una nubecita.
-La
pobre quedó muy afectada -explica el coronel-. Pero a usted no le
importa esto.
-¡Cómo
no me va a importar!… Oí decir que al capitán N y al mayor X
también les ocurrió alguna desgracia después de aquello.
El
coronel se ríe.
-La
fantasía popular -dice-. Vea cómo trabaja. Pero en el fondo no
inventan nada. No hacen más que repetir.
Enciende
un Marlboro, deja el paquete a mi alcance sobre la mesa.
-Cuénteme
cualquier chiste -dice.
Pienso.
No se me ocurre.
-Cuénteme
cualquier chiste político, el que quiera, y yo le demostraré que
estaba inventado hace veinte años, cincuenta años, un siglo. Que se
usó tras la derrota de Sedán, o a propósito de Hindenburg, de
Dollfuss, de Badoglio.
-¿Y
esto?
-La
tumba de Tutankamón -dice el coronel-. Lord Carnavon. Basura.
El
coronel se seca la transpiración con la mano gorda y velluda.
-Pero
el mayor X tuvo un accidente, mató a su mujer.
-¿Qué
más? -dice, haciendo tintinear el hielo en el vaso.
-Le
pegó un tiro una madrugada.
-La
confundió con un ladrón -sonríe el coronel . Esas cosas ocurren.
-Pero
el capitán N…
-Tuvo
un choque de automóvil, que lo tiene cualquiera, y más él, que no
ve un caballo ensillado cuando se pone en pedo.
-¿Y
usted, coronel?
-Lo
mío es distinto -dice-. Me la tienen jurada.
Se
para, da una vuelta alrededor de la mesa.
-Creen
que yo tengo la culpa. Esos roñosos no saben lo que yo hice por
ellos. Pero algún día se va a escribir la historia. A lo mejor la
va a escribir usted.
-Me
gustaría.
-Y
yo voy a quedar limpio, yo voy a quedar bien. No es que me importe
quedar bien con esos roñosos, pero sí ante la historia, ¿comprende?
-Ojalá
dependa de mí, coronel.
-Anduvieron
rondando. Una noche, uno se animó. Dejó la bomba en el palier y
salió corriendo.
Mete
la mano en una vitrina, saca una figurita de porcelana policromada,
una pastora con un cesto de flores.
-Mire.
A
la pastora le falta un bracito.
-Derby
-dice-. Doscientos años.
La
pastora se pierde entre sus dedos repentinamente tiernos. El coronel
tiene una mueca de fierro en la cara nocturna, dolorida.
-¿Por
qué creen que usted tiene la culpa?
-Porque
yo la saqué de donde estaba, eso es cierto, y la llevé donde está
ahora, eso también es cierto. Pero ellos no saben lo que querían
hacer, esos roñosos no saben nada, y no saben que fui yo quien lo
impidió.
El
coronel bebe, con ardor, con orgullo, con fiereza, con elocuencia,
con método.
-Porque
yo he estudiado historia. Puedo ver las cosas con perspectiva
histórica. Yo he leído a Hegel.
-¿Qué
querían hacer?
-Fondearla
en el río, tirarla de un avión, quemarla y arrojar los restos por
el inodoro, diluirla en ácido. ¡Cuanta basura tiene que oír uno!
Este país está cubierto de basura, uno no sabe de dónde sale tanta
basura, pero estamos todos hasta el cogote.
-Todos,
coronel. Porque en el fondo estamos de acuerdo, ¿no? Ha llegado la
hora de destruir. Habría que romper todo.
-Y
orinarle encima.
-Pero
sin remordimientos, coronel. Enarbolando alegremente la bomba y la
picana. ¡Salud! -digo levantando el vaso.
No
contesta. Estamos sentados junto al ventanal. Las luces del puerto
brillan azul mercurio. De a ratos se oyen las bocinas de los
automóviles, arrastrándose lejanas como las voces de un sueño. El
coronel es apenas la mancha gris de su cara sobre la mancha blanca de
su camisa.
-Esa
mujer -le oigo murmurar-. Estaba desnuda en el ataúd y parecía una
virgen. La piel se le había vuelto transparente. Se veían las
metástasis del cáncer, como esos dibujitos que uno hace en una
ventanilla mojada.
El
coronel bebe. Es duro.
-Desnuda
-dice-. Éramos cuatro o cinco y no queríamos mirarnos. Estaba ese
capitán de navío, y el gallego que la embalsamó, y no me acuerdo
quién más. Y cuando la sacamos del ataúd -el coronel se pasa la
mano por la frente-, cuando la sacamos, ese gallego asqueroso…
Oscurece
por grados, como en un teatro. La cara del coronel es casi invisible.
Sólo el whisky brilla en su vaso, como un fuego que se apaga
despacio. Por la puerta abierta del departamento llegan remotos
ruidos. La puerta del ascensor se ha cerrado en la planta baja, se ha
abierto más cerca. El enorme edificio cuchichea, respira, gorgotea
con sus cañerías, sus incineradores, sus cocinas, sus chicos, sus
televisores, sus sirvientas, Y ahora el coronel se ha parado, empuña
una metralleta que no le vi sacar de ninguna parte, y en puntas de
pie camina hacia el palier, enciende la luz de golpe, mira el
ascético, geométrico, irónico vacío del palier, del ascensor, de
la escalera, donde no hay absolutamente nadie y regresa despacio,
arrastrando la metralleta.
-Me
pareció oír. Esos roñosos no me van a agarrar descuidado, como la
vez pasada.
Se
sienta, más cerca del ventanal ahora. La metralleta ha desaparecido
y el coronel divaga nuevamente sobre aquella gran escena de su vida.
-…se
le tiró encima, ese gallego asqueroso. Estaba enamorado del cadáver,
la tocaba, le manoseaba los pezones. Le di una trompada, mire -el
coronel se mira los nudillos-, que lo tiré contra la pared. Está
todo podrido, no respetan ni a la muerte. ¿Le molesta la oscuridad?
-No.
-Mejor.
Desde aquí puedo ver la calle. Y pensar. Pienso siempre. En la
oscuridad se piensa mejor.
Vuelve
a servirse un whisky.
-Pero
esa mujer estaba desnuda -dice, argumenta contra un invisible
contradictor-. Tuve que taparle el monte de Venus, le puse una
mortaja y el cinturón franciscano.
Bruscamente
se ríe.
-Tuve
que pagar la mortaja de mi bolsillo. Mil cuatrocientos pesos. Eso le
demuestra, ¿eh? Eso le demuestra.
Repite
varias veces “Eso le demuestra”, como un juguete mecánico, sin
decir qué es lo que eso me demuestra.
-Tuve
que buscar ayuda para cambiarla de ataúd. Llamé a unos obreros que
había por ahí. Figúrese como se quedaron. Para ellos era una
diosa, qué sé yo las cosas que les meten en la cabeza, pobre gente.
-¿Pobre
gente?
-Sí,
pobre gente -el coronel lucha contra una escurridiza cólera
interior-. Yo también soy argentino.
-Yo
también, coronel, yo también. Somos todos argentinos.
-Ah,
bueno -dice.
-¿La
vieron así?
-Sí,
ya le dije que esa mujer estaba desnuda. Una diosa, y desnuda, y
muerta. Con toda la muerte al aire, ¿sabe? Con todo, con todo…
La
voz del coronel se pierde en una perspectiva surrealista, esa
frasecita cada vez más rémova encuadrada en sus líneas de fuga, y
el descenso de la voz manteniendo una divina proporción o qué. Yo
también me sirvo un whisky.
-Para
mí no es nada -dice el coronel-. Yo estoy acostumbrado a ver mujeres
desnudas. Muchas en mi vida. Y hombres muertos. Muchos en Polonia, el
39. Yo era agregado militar, dese cuenta.
Quiero
darme cuenta, sumo mujeres desnudas más hombres muertos, pero el
resultado no me da, no me da, no me da… Con un solo movimiento
muscular me pongo sobrio, como un perro que se sacude el agua.
-A
mí no me podía sorprender. Pero ellos…
-¿Se
impresionaron?
-Uno
se desmayó. Lo desperté a bofetadas. Le dije: “Maricón, ¿esto
es lo que hacés cuando tenés que enterrar a tu reina? Acordate de
San Pedro, que se durmió cuando lo mataban a Cristo.” Después me
agradeció.
Miró
la calle. “Coca” dice el letrero, plata sobre rojo. “Cola”
dice el letrero, plata sobre rojo. La pupila inmensa crece, círculo
rojo tras concéntrico círculo rojo, invadiendo la noche, la ciudad,
el mundo. “Beba”.
-Beba
-dice el coronel.
Bebo.
-¿Me
escucha?
-Lo
escucho.
Le
cortamos un dedo.
-¿Era
necesario?
El
coronel es de plata, ahora. Se mira la punta del índice, la demarca
con la uña del pulgar y la alza.
-Tantito
así. Para identificarla.
-¿No
sabían quién era?
Se
ríe. La mano se vuelve roja. “Beba”.
-Sabíamos,
sí. Las cosas tienen que ser legales. Era un acto histórico,
¿comprende?
-Comprendo.
-La
impresión digital no agarra si el dedo está muerto. Hay que
hidratarlo. Más tarde se lo pegamos.
-¿Y?
-Era
ella. Esa mujer era ella.
-¿Muy
cambiada?
-No,
no, usted no me entiende. Igualita. Parecía que iba a hablar, que
iba a… Lo del dedo es para que todo fuera legal. El profesor R.
controló todo, hasta le sacó radiografías.
-¿El
profesor R.?
-Sí.
Eso no lo podía hacer cualquiera. Hacía falta alguien con autoridad
científica, moral.
En
algún lugar de la casa suena, remota, entrecortada, una campanilla.
No veo entrar a la mujer del coronel, pero de pronto esta ahí, su
voz amarga, inconquistable.
-¿Enciendo?
-No.
-Teléfono.
-Deciles
que no estoy.
Desaparece.
-Es
para putearme -explica el coronel-. Me llaman a cualquier hora. A las
tres de la madrugada, a las cinco.
-Ganas
de joder -digo alegremente.
-Cambié
tres veces el número del teléfono. Pero siempre lo averiguan.
-¿Qué
le dicen?
-Que
a mi hija le agarre la polio. Que me van a cortar los huevos. Basura.
Oigo
el hielo en el vaso, como un cencerro lejano.
-Hice
una ceremonia, los arengué. Yo respeto las ideas, les dije. Esa
mujer hizo mucho por ustedes. Yo la voy a enterrar como cristiana.
Pero tienen que ayudarme.
El
coronel está de pie y bebe con coraje, con exasperación, con
grandes y altas ideas que refluyen sobre él como grandes y altas
olas contra un peñasco y lo dejan intocado y seco, recortado y
negro, rojo y plata.
-La
sacamos en un furgón, la tuve en Viamonte, después en 25 de Mayo,
siempre cuidándola, protegiéndola, escondiéndola. Me la querían
quitar, hacer algo con ella. La tapé con una lona, estaba en mi
despacho, sobre un armario, muy alto. Cuando me preguntaban qué era,
les decía que era el transmisor de Córdoba, la Voz de la Libertad.
Ya
no sé dónde está el coronel. El reflejo plateado lo busca, la
pupila roja. Tal vez ha salido. Tal vez ambula entre los muebles. El
edificio huele vagamente a sopa en la cocina, colonia en el baño,
pañales en la cuna, remedios, cigarrillos, vida, muerte.
-Llueve
-dice su voz extraña.
Miro
el cielo: el perro Sirio, el cazador Orión.
-Llueve
día por medio -dice el coronel-. Día por medio llueve en un jardín
donde todo se pudre, las rosas, el pino, el cinturón franciscano.
Dónde,
pienso, dónde.
-¡Está
parada! -grita el coronel-. ¡La enterré parada, como Facundo,
porque era un macho!
Entonces
lo veo, en la otra punta de la mesa. Y por un momento, cuando el
resplandor cárdeno lo baña, creo que llora, que gruesas lágrimas
le resbalan por la cara.
-No
me haga caso -dice, se sienta-. Estoy borracho.
Y
largamente llueve en su memoria.
Me
paro, le toco el hombro.
-¿Eh?
-dice- ¿Eh? -dice.
Y
me mira con desconfianza, como un ebrio que se despierta en un tren
desconocido.
-¿La
sacaron del país?
-Sí.
-¿La
sacó usted?
-Sí.
-¿Cuántas
personas saben?
-DOS.
-¿El
Viejo sabe?
Se
ríe.
-Cree
que sabe.
-¿Dónde?
No
contesta.
-Hay
que escribirlo, publicarlo.
-Sí.
Algún día.
Parece
cansado, remoto.
-¡Ahora!
-me exaspero-. ¿No le preocupa la historia? ¡Yo escribo la
historia, y usted queda bien, bien para siempre, coronel!
La
lengua se le pega al paladar, a los dientes.
-Cuando
llegue el momento… usted será el primero…
-No,
ya mismo. Piense. Paris Match. Life. Cinco mil dólares.
Diez mil. Lo que quiera.
Se
ríe.
-¿Dónde,
coronel, dónde?
Se
para despacio, no me conoce. Tal vez va a preguntarme quién soy, qué
hago ahí.
Y
mientras salgo derrotado, pensando que tendré que volver, o que no
volveré nunca. Mientras mi dedo índice inicia ya ese infatigable
itinerario por los mapas, uniendo isoyetas, probabilidades,
complicidades. Mientras sé que ya no me interesa, y que justamente
no moveré un dedo, ni siquiera en un mapa, la voz del coronel me
alcanza como una revelación.
-Es
mía -dice simplemente-. Esa mujer es mía.
Cuentos completos, 2010.
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