Fui a ver a las
Nornas. Urd y Skuld tejían y destejían; Verdandi tenía la rueca
mala, y los destinos de algunos hombres se enredaban en las ramas de
Yggdrasil. Al otro lado del río, un animal bellísimo me miraba. Le
ofrecí una de mis manzanas. Tuve que nadar de espaldas, con la fruta
al medio de mis pechos. No podía mojarse. Las hilanderas gritaban
que me devolviera. Casi al llegar a la orilla, el animal se acercó
a mí y devoró el pomo carnoso y fragante. Serás joven para
siempre, le dije acariciando su hocico. Él gimió de alegría, y
hundió lentamente sus colmillos en mi cuello. Se ahogó de inmediato
con los vapores venenosos de las uñas de los muertos que yo guardaba
debajo de la lengua, a modo de precaución.
Trepadas
arriba de Yggdrasil, las Nornas soñaban con aguas rojas y batallas
eternas. Salí en silencio. No quise despertarlas. Mis dedos estaban
traslúcidos.
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