Había visto varias veces la Tienda Mágica desde lejos; había
pasado una o dos veces por delante del escaparate, donde se podían
contemplar pequeños objetos mágicos: bolas mágicas, gallinas
mágicas, conos maravillosos, muñecas ventrílocuas, material para
el truco del cesto, barajas que parecían corrientes, y todo ese tipo
de cosas; pero nunca se me había pasado por la cabeza entrar, hasta
que un día, sin previo aviso, Gip me cogió del dedo y me arrastró
hasta el escaparate, y se comportó de tal forma que no me quedó más
remedio que entrar con él. A decir verdad, no pensaba que estuviera
en ese lugar –era una fachada de dimensiones modestas en Regent
Street, entre una tienda de cuadros y un establecimiento donde salen
los polluelos de las incubadoras patentadas–, pero el hecho es que
estaba allí. Creía que se encontraba más cerca de Circus, o por la
esquina de Oxford Street, incluso en Holborn; siempre estaba en la
acera de enfrente y un tanto inaccesible, como si su situación fuera
un espejismo; pero estaba allí en ese momento, sin ningún género
de dudas, y la gruesa yema del dedo de Gip hacía un ruido sobre el
cristal.
–Si fuera rico
–dijo Gip, mientras señalaba con un dedo el «huevo que
desaparece»– me compraría esto. Y eso –refiriéndose a la
«muñeca que llora, muy humana»–, y esto –señalando una cosa
misteriosa que se llamaba, según se leía en una elegante tarjeta:
«Compra uno y asombra a tus amigos»–. Cualquier cosa –añadió–
puede desaparecer bajo uno de estos conos. Lo he leído en un libro.
Y allí, papá, está el «medio penique que desaparece»… sólo
que lo han puesto de esa forma para que no podamos ver cómo se hace.
Gip, un niño
encantador que había heredado la educación de su madre, no tenía
intención de entrar en la tienda ni de molestar en absoluto; pero me
llevó del dedo inconscientemente hasta la puerta y dio a entender su
interés de una forma clara.
–Eso –dijo, y
señaló la «botella mágica».
–¿Y si la
tuvieras? –le dije.
Cuando oyó esta
pregunta prometedora, me miró con un resplandor repentino en los
ojos
–Se lo enseñaría
a Jessie –dijo, pensando como siempre en los demás.
–Quedan menos de
cuatro meses para tu cumpleaños, Gibbles –dije, y puse la mano en
el picaporte.
No respondió, pero
su mano me apretó más el dedo, y así entramos en la tienda.
No era una tienda
común; era una tienda mágica, y el entusiasmo y la precipitación
que Gip habría mostrado de tratarse de meros juguetes, no se
manifestó en esta ocasión. Dejó que el peso de la conversación
recayera sobre mí.
Era una tienda
pequeña, estrecha y con poca luz; el timbre de la puerta volvió a
sonar con una nota de dolor cuando la cerramos. Durante un momento
estuvimos solos y pudimos contemplar lo que había a nuestro
alrededor. Había un tigre de papel-maché sobre la vitrina que
cubría el mostrador, un tigre grave, de ojos bondadosos que movía
la cabeza rítmicamente; había varias esferas de cristal, una mano
de porcelana que sostenía cartas mágicas, un surtido de peceras
mágicas de varios tamaños, un sombrero mágico impúdico que
mostraba sin vergüenza sus resortes. En el suelo había espejos
mágicos: uno te alargaba y estrechaba, otro te aumentaba la cabeza y
te hacía desaparecer las piernas, y otro te hacía pequeño y gordo
como un tonelete. Cuando nos estábamos riendo de esto, llegó el
que, según creí, era el encargado de la tienda.
Fuera quien fuera,
estaba detrás del mostrador; era un hombre cetrino, moreno, extraño,
con una oreja más grande que otra y un mentón como la punta de una
bota.
–¿En qué puedo
servirles? –dijo extendiendo sus dedos largos y mágicos sobre la
vitrina.
Y así, con un
susto, fue como le conocimos.
–Quiero comprar a
mi pequeño algún truco sencillo de prestidigitación –dije.
–¿Un juego de
manos? –preguntó–. ¿Mecánico? ¿Casero?
–Algo divertido
–dije.
–¡Hum! –dijo el
dependiente, y se rascó la cabeza como si reflexionara. Entonces
sacó claramente de la cabeza una bola de cristal–. ¿Algo así?
–dijo, y nos la acercó.
Lo que hizo fue
sorprendente. Había visto el truco infinidad de veces en algún
espectáculo –forma parte del repertorio habitual de los
prestidigitadores–, pero no esperaba verlo allí.
–Está muy bien
–dije riéndome.
–¿Verdad? –dijo
el dependiente.
Gip alargó la mano
para coger la bola, pero sólo encontró una mano vacía.
–Está en tu
bolsillo –dijo el dependiente, ¡y allí estaba!
–¿Cuánto cuesta?
–pregunté.
–Las bolas de
cristal no cuestan nada –dijo el dependiente con cortesía–. Las
conseguimos gratis –añadió sacando una del codo.
Volvió a sacar otra
de la nuca y la dejó junto a la anterior en el mostrador. Gip miró
su bola de cristal con prudencia, después dirigió una mirada de
interrogación hacia las dos que estaban en el mostrador y,
finalmente, examinó con sus ojos redondos al dependiente, que
sonrió.
–Puedes quedarte
con estas también –dijo el dependiente–, y, si no te importa,
con una que saque de mi boca. ¡Así!
Gip me pidió
consejo con la mirada y luego, en profundo silencio, se guardó las
cuatro bolas, estrechó de nuevo mi dedo tranquilizador y se dio
ánimos para presenciar el siguiente acontecimiento.
–Conseguimos todos
nuestros pequeños trucos de esta forma –observó el dependiente.
Me reí como el que
sigue una broma.
–En lugar de ir al
distribuidor –dije–. Evidentemente, así sale más barato.
–En cierto modo
–dijo el dependiente–. A fin de cuentas acabamos pagándolos,
pero no tanto… como la gente supone… Nuestros trucos más
importantes y los suministros diarios de las demás cosas que
queremos los sacamos de ese sombrero… Y usted sabe, señor, si me
permite decírselo, que no hay un almacén de venta al por mayor de
artículos mágicos genuinos. No sé si ha reparado en nuestro
rótulo: La Tienda de Magia Genuina.
Sacó una tarjeta
comercial de su mejilla y me la entregó.
–Genuina –dijo,
acompañando la palabra con el movimiento de un dedo–. No hay
ningún tipo de engaño –añadió.
Parecía que estaba
llevando la broma demasiado lejos.
Se volvió hacia Gip
con una sonrisa extraña.
–Mira, tú eres un
Buen Muchacho.
Me sorprendió que
supiera esto, pues, en beneficio de su disciplina, lo manteníamos en
secreto incluso en casa; pero Gip recibió la frase con impávido
silencio y mantuvo la mirada firme sobre el dependiente.
–Sólo los Niños
Buenos logran pasar por esa puerta.
Y, a modo de
ejemplo, llegó hasta nosotros un golpeteo en la puerta y se pudo oír
débilmente una vocecita que gritaba:
–¡Papá! ¡Papá!
¡Quiero entrar ahí, papá! ¡Quiero entrar ahí!
Luego se oyó la voz
de un angustiado padre que trataba de consolarle y tranquilizarle:
–Está cerrado,
Edward –dijo.
–Pero no lo está
–dije.
–Sí, señor –dijo
el dependiente–. Siempre está cerrado para esa clase de niños.
Mientras hablaba
vislumbramos al niño: una carita blanca, pálida de comer dulces y
chucherías, y deformada por las malas pasiones; un pequeño egoísta
inexorable que daba patadas al cristal encantado.
–No servirá de
nada –dijo el comerciante cuando me dirigí hacia la puerta, movido
por mi natural amabilidad.
Al poco tiempo se
llevaron al niño mimado, que no paraba de berrear.
–¿Cómo logra
hacer eso? –dije respirando un poco más libremente.
–¡Magia! –dijo
el dependiente, moviendo la mano descuidadamente, y, de pronto…
surgieron chispas de diversos colores de sus dedos y se desvanecieron
en las sombras de la tienda.
–Antes de entrar
decías –dijo dirigiéndose a Gip– que querías una de nuestras
cajas «compra una y asombra a tus amigos».
–Sí –dijo Gip,
después de haberse dado ánimos.
–Está en tu
bolsillo.
E inclinándose
sobre el mostrador –tenía un cuerpo increíblemente largo–, este
asombroso personaje mostró el artículo como suelen hacerlo los
prestidigitadores.
–Papel –dijo, y
sacó una hoja del sombrero vacío–. Cuerda.
Y su boca se
convirtió en una caja de cuerdas, de la cual sacó una tira
interminable que rompió con los dientes cuando terminó de atar el
paquete… y, después –eso me pareció a mí–, se tragó el
ovillo. Luego encendió una vela en la nariz de una de las muñecas
ventrílocuas, puso uno de sus dedos (que se había puesto rojo como
el lacre) en el fuego, y selló el paquete.
–Luego estaba el
«huevo que desaparece» –observó.
Sacó uno de mi
chaqueta y lo empaquetó, así como el «niño que llora, muy
humano». Cuando estaban listos, yo entregaba los paquetes a Gip, que
los estrechaba contra el pecho.
Habló muy poco,
pero sus ojos eran elocuentes, al igual que la fuerza con que
sostenía los paquetes. Gip era el escenario de emociones
indescriptibles. Estas eran magia auténtica.
Luego, sobresaltado,
descubrí algo que se movía dentro de mi sombrero, algo suave e
inquieto. Me quité el sombrero rápidamente y una paloma irritada
–un cómplice, sin duda– saltó, corrió por el mostrador, y creo
que se metió en una caja de cartón, detrás del tigre de
papel-maché.
–¡Qué horror!
–dijo el dependiente, quitándome el sombrero con destreza–.
¡Vaya pájaro descuidado! ¡Mira que anidar en cualquier parte!
Sacudió mi sombrero
y en su mano abierta aparecieron dos o tres huevos, una canica
grande, un reloj, media docena de las inevitables bolas de cristal, y
más y más papel arrugado y estrujado, mientras hablaba sin parar de
cómo la gente se olvida de cepillar los sombreros por dentro, así
como por fuera; lo decía con mucha educación, pero refiriéndose a
mí.
–Se acumulan todo
tipo de cosas, señor… No me refiero a usted en particular, por
supuesto… Casi todos los clientes… Es asombroso todo lo que
llevan encima…
El papel arrugado
crecía y ondeaba en el mostrador, cada vez en mayor cantidad, hasta
que casi ocultó al dependiente, hasta que lo ocultó por completo, y
su voz seguía y seguía.
–Ninguno de
nosotros sabe lo que puede ocultar la buena apariencia de un ser
humano, señor. No somos mejores que fachadas encaladas, sepulcros
blanqueados…
Su voz se paró
exactamente igual que cuando se golpea el gramófono del vecino con
un ladrillo bien dirigido: el mismo silencio instantáneo. El crujido
del papel cesó, todo quedó en silencio.
–¿Ha terminado
con mi sombrero? –dije al cabo de un rato.
Pero no hubo
respuesta.
Miré a Gip y Gip me
miró a mí; allí estaban nuestras imágenes deformadas en los
espejos mágicos: extrañas, graves, inmóviles…
–Creo que nos
vamos a ir –dije–. ¿Nos puede decir cuánto es todo esto…?
–¡Oiga! –dije
con voz más bien fuerte–. Quiero la cuenta y mi sombrero, por
favor.
Creo que alguien
sorbió por las narices detrás del mostrador.
–Miremos detrás
del mostrador, Gip –dije–. Creo que nos está tomando el pelo.
Llevé a Gip
alrededor del tigre que meneaba la cabeza. Y ¿qué creéis que había
detrás del mostrador? ¡Nadie, absolutamente nadie! Sólo mi
sombrero tirado en el suelo y un típico conejo de prestidigitador,
blanco y con orejas romas, sumido en sus meditaciones y con un
aspecto tan estúpido y apocado como sólo los conejos de los
prestidigitadores pueden tenerlo. Recogí mi sombrero y el conejo se
apartó de mi camino arrastrando los pies.
–Papá –dijo
Gip, susurrando débilmente.
–¿Qué pasa, Gip?
–dije.
–Me gusta esta
tienda, papá.
«A mí también me
gustaría –me dije para mis adentros– si el mostrador no se
hubiera alargado de repente, impidiéndonos el paso hacia la puerta».
Pero no quise llamar
la atención de Gip sobre esto.
–¡Miz, miz! –dijo
alargando la mano hacia el conejo cuando pasó arrastrándose por
delante de nosotros–. ¡Conejito, haz un truco a Gip! –y le
siguió con la mirada hasta que se introdujo por una puerta que un
momento antes no estaba allí.
Luego, esta puerta
se abrió de par en par, y el hombre que tenía una oreja más grande
que la otra apareció de nuevo. Todavía sonreía, pero cruzó una
mirada entre divertida y desafiante.
–Seguro que querrá
ver la sala de exposiciones, señor –dijo con cierta cortesía.
Gip tiró de mi dedo
en dirección a la sala. Miré hacia el mostrador y volví a
encontrarme con la mirada del dependiente. Estaba empezando a pensar
que la magia era demasiado genuina.
–No tenemos mucho
tiempo –dije.
Pero, sin saber
cómo, nos encontramos en la sala antes de que terminara de decir
esto.
–Todos los
artículos son de la misma calidad –dijo el dependiente frotándose
las manos–, y esta calidad es la mejor. Aquí no hay nada que no
sea magia genuina, y todo totalmente garantizado. ¡Perdón, señor!
Sentí que tiraba de
algo que se pegaba a la manga de mi chaqueta; entonces vi que
agarraba a un inquieto demonio rojo por el rabo –la pequeña
criatura mordía, luchaba e intentaba cogerle la mano–, y en
seguida lo tiró descuidadamente detrás de un mostrador. Sin duda
esa cosa era sólo una figura de goma retorcida pero ¡a primera
vista…! Su gesto era exactamente el de un hombre que tiene entre
las manos un pequeño bicho que muerde. Miré a Gip, pero estaba
mirando a un caballo mágico de madera. Me alegró que no hubiera
visto esa cosa.
–Oiga –dije en
voz baja, dirigiendo la mirada hacia Gip y el demonio–, ¿no tendrá
muchas cosas de ese tipo por aquí, verdad?
–¡Ninguna de esas
es nuestra! Seguramente la trajo usted –dijo el dependiente en voz
baja y con una sonrisa más deslumbrante que nunca–. ¡Es asombroso
lo que la gente puede llevar encima sin darse cuenta! ¿Ves algo que
te agrade por aquí? –preguntó a Gip.
Allí había muchas
cosas que agradaban a Gip.
Se volvió hacia el
sorprendente comerciante con una mezcla de confianza y respeto.
–¿Es eso una
espada mágica? –dijo.
–Una espada de
juguete mágica. No se dobla, ni se rompe, ni corta los dedos. Al que
la lleva, le hace invencible en la lucha contra cualquiera que tenga
menos de diez y ocho años. Cuestan desde media corona a siete y seis
peniques, según el tamaño. Estas panoplias son para jóvenes
caballeros andantes, y muy útiles: escudo de seguridad, sandalias
para andar velozmente, yelmo que hace invisible.
–¡Oh, papá!
–exclamó sofocado.
Traté de averiguar
lo que costaban, pero el dependiente no me hizo ni caso. Había
cogido a Gip; había conseguido que se soltara de mi dedo; se había
embarcado en la explicación de sus artículos y nada era capaz de
pararle. Poco después observé, desconfiado y celoso, que Gip había
cogido el dedo de esta persona como solía hacerlo conmigo. Sin duda
el tipo era interesante, pensé, y tenía un lote de cosas
curiosamente trucadas, realmente cosas muy bien trucadas, sin
embargo…
Deambulaba detrás
de ellos, casi sin hablar, pero sin perder de vista al
prestidigitador. Al fin y al cabo, Gip se lo estaba pasando bien, y,
cuando llegara la hora de irnos, no tendríamos ningún problema en
hacerlo.
Aquella sala de
exposiciones era larga y laberíntica, una galería interrumpida por
mostradores y columnas, con arcos que llevaban a otras secciones
donde vendedores del aspecto más extraño ganduleaban y te
observaban, y también había espejos y cortinas turbadores. Tan
turbadores eran, en efecto, que al cabo de un rato no fui capaz de
distinguir la puerta por donde habíamos entrado.
El dependiente
enseñó a Gip unos trenes que no eran de vapor, ni de cuerda, y que
corrían con solo dar la señal; después, algunas cajas muy valiosas
de soldados que tomaban vida en cuanto quitabas la tapa y decías…
Yo no tengo un oído muy fino y sólo aprecié que se trataba de un
sonido producido al retorcer la lengua; pero Gip, que tiene el oído
de su madre, lo cazó al vuelo.
–¡Bravo! –dijo
el dependiente, metiendo los soldados en la caja sin mucha ceremonia
y dándosela a Gip–. ¡Ahora! –añadió, y en un momento Gip les
había dado vida de nuevo.
–¿Se llevan esta
caja? –preguntó el dependiente.
–Nos la llevamos
–dije– sólo si usted no nos cobra todo su valor, en caso
contrario habría que ser un magnate…
–¡No, hombre!
¡No! –exclamó el dependiente y volvió a recoger los soldaditos,
cerró la tapa, agitó la caja en el aire y ¡zas!… ya estaba
envuelta, atada y… ¡el nombre completo y la dirección de Gip
escritos en el papel!
El dependiente se
rio de mi asombro.
–Esto es magia
auténtica –dijo–, real.
–Es demasiado
auténtica para mi gusto –repetí.
Después de esto
continuó haciendo trucos a Gip, extraños trucos, aunque más
extraña era la forma de realizarlos. Se los explicaba, se los
enseñaba por delante y por detrás, y el niño, encantador,
inclinaba la cabeza con aire de inteligencia.
Yo no prestaba la
atención necesaria.
–¡Eh, presto!
–dijo el dependiente mágico.
–¡Eh, presto!
–repitió la voz clara y débil del niño.
En realidad, a mí
me distraían otras cosas. Me estaba afectando la extraordinaria
rareza de aquel lugar, que aparecía, por decirlo así, inundado de
una atmósfera de extravagancia. Incluso había algo extraño en la
instalación; en el techo, en el suelo, en las sillas colocadas al
azar. Tuve la extraña sensación de que, cuando no las miraba
directamente, se inclinaban, se movían y jugaban silenciosamente al
escondite detrás de mí. La cornisa tenía un adorno sinuoso con
máscaras, que parecían demasiado expresivas para ser sólo de yeso.
Entonces, uno de los
vendedores de aspecto extraño atrajo mi atención. Estaba a cierta
distancia de mí, y, evidentemente, no se daba cuenta de mi
presencia… Veía, a través de un arco, casi todo su cuerpo, sobre
una pila de juguetes; el vendedor se inclinaba indolentemente sobre
una columna, haciendo muecas horribles. Hacía una mueca
especialmente horrible con la nariz. Lo hacía sólo porque parecía
aburrido y quería divertirse a sí mismo. Cuando empezaba, tenía la
nariz chata y redonda; luego, la extendía rápidamente como un
telescopio, la estiraba, y cada vez se hacía más delgada, hasta que
parecía un látigo largo, rojo y flexible. ¡Parecía una cosa de
pesadilla! La agitaba y la lanzaba como un pescador lanza su caña.
Lo primero que pensé
fue que Gip no tenía que verle. Me volví y le vi totalmente absorto
con el dependiente y sin pensar en nada malo. Ambos cuchicheaban y me
miraban. Gip estaba de pie sobre un taburete y el dependiente
sostenía una especie de gran tambor con la mano.
–¡Vamos a jugar
al escondite, papá! –gritó Gip–. Tú te quedas.
Y antes de que
pudiera hacer algo para evitarlo, el dependiente había puesto el
gran tambor sobre Gip.
En seguida me di
cuenta de lo que iba a pasar.
–¡Quite eso
inmediatamente! –grité–. Va a asustar al niño. ¡Quítelo!
El dependiente de
orejas desiguales lo hizo sin decir una palabra y me acercó el gran
cilindro para que viera que estaba vacío. ¡Y el taburete también
estaba vacío! ¿Había desaparecido también mi hijo en ese
instante…?
Tal vez conozcan esa
cosa siniestra que surge como una mano de la nada y oprime el
corazón. Saben que destruye el yo habitual y le deja a uno tenso y
cauto, ni lento ni precipitado, ni enfadado ni temeroso. Eso me
sucedió a mí.
Me acerqué al
risueño dependiente y di una patada a su taburete.
–¡Ya está bien
de locuras! –dije–. ¿Dónde está mi hijo?
–¿Ve? –dijo,
mientras mostraba el interior del taburete–. Aquí no hay engaño…
Alargué la mano
para agarrarle, pero se escabulló con un hábil movimiento. Intenté
agarrarle otra vez, pero se apartó de mí y empujó una puerta para
escapar.
–¡Alto! –grité,
y se rió mientras se alejaba.
Me precipité tras
él, en medio de una oscuridad total.
¡Plaf!
–¡Válgame Dios!
¡No le he visto venir, señor!
Me encontraba en
Regent Street y había chocado con un trabajador de aspecto amable;
un poco más allá estaba Gip, que parecía algo perplejo. Me
disculpé, y entonces Gip se volvió y caminó hacia mí con una
sonrisa brillante, como si se hubiera perdido por un momento.
¡Y llevaba cuatro
paquetes en los brazos!
Al instante estrechó
mi dedo entre su mano.
Estuve un segundo
sin saber qué hacer. Miré alrededor para ver la puerta de la tienda
mágica, pero… ¡no estaba allí! No había puerta, ni tienda…
nada, sólo la pilastra corriente que se encuentra entre la tienda
donde venden cuadros y el escaparate de los pollos…
Hice lo único que
podía hacerse ante semejante confusión mental. Fui derecho al
bordillo y levanté el paraguas para parar un coche.
–¡Coche! –dijo
Gip exultante.
Le ayudé a montar;
recordé mi dirección con dificultad y por fin monté yo también.
Algo extraño se manifestó en un bolsillo de mi chaqueta; metí la
mano y descubrí una bola de cristal. Con un gesto de petulancia la
tiré a la calle.
Gip no dijo nada.
Durante un rato
ninguno de los dos habló.
–¡Papa! –dijo
Gip al fin–. ¡Esa era una auténtica tienda!
Esto me llevó a
considerar el problema de la impresión que le podía haber producido
todo aquello. No parecía que le hubiera afectado nada, y de momento
se encontraba bien. No estaba trastornado, ni asustado, sino
tremendamente satisfecho por lo bien que se lo había pasado aquella
tarde y por los cuatro paquetes que llevaba en los brazos.
¡Diablos! ¿Qué
podría haber en los paquetes?
–¡Hum! –dije–.
Los niños pequeños no pueden ir a tiendas así todos los días.
Escuchó estas
palabras con su estoicismo acostumbrado y, por un momento, lamenté
ser su padre y no su madre para poder besarle allí inmediatamente,
en el coche. Al fin y al cabo, pensé, no había salido tan mal la
cosa.
Pero hasta que no
abrimos los paquetes, no empecé a sentirme realmente tranquilo. Tres
de ellos contenían cajas de soldados, soldados de plomo totalmente
normales, pero de tan buena calidad que Gip olvidó que estos
paquetes habían sido originariamente trucos mágicos, de una clase
única y genuina. El cuarto contenía un gatito, un gatito blanco de
carne y hueso, con excelente salud, carácter y apetito.
Cuando abrimos los
paquetes, sentí un alivio provisional. Estuve dando vueltas por el
cuarto del niño durante horas y horas…
Esto sucedió hace
seis meses. Y ahora estoy empezando a pensar que todo está en orden.
El gatito sólo tiene la magia que es natural a todos los gatos, y
los soldados parecen una compañía tan disciplinada como cualquier
coronel podría desear. ¿Y Gip…?
Los padres
inteligentes comprenderán que debo conducirme con suma cautela con
él.
Pero un día me
atreví a preguntarle:
–¿Te gustaría
que tus soldados tomasen vida, Gip, y que marcharan ellos solos?
–Los míos lo
hacen –dijo Gip–. Sólo tengo que decir una palabra que sé antes
de abrir la tapa.
–¿Y marchan
solos?
–Claro que sí,
papá. No me gustarían si no lo hicieran.
No mostré ningún
signo de sorpresa improcedente; desde entonces he tenido ocasión de
sorprenderle una o dos veces con los soldados fuera de la caja, pero
hasta ahora no los he visto comportarse de una manera mágica…
Es algo difícil de
explicar.
Existe también un
problema económico. Tengo la incurable costumbre de pagar todas las
facturas. He subido y bajado Regent Street varias veces buscando esa
tienda. Me inclino a pensar, en efecto, que esta cuestión de honor
ha sido satisfecha, y que, como conocen el nombre y la dirección de
Gip, puedo esperar perfectamente que esas personas, sean quienes
sean, envíen la factura a su debido tiempo.
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